Resulta, por decir lo menos, una paradoja que un poeta secreto, un poeta de culto, un «poeta para poetas», despierte tantas simpatías y adhesiones como las que suscita Alí Chumacero. Soy, comencé a serlo desde joven, un lector agradecido y, espero, un alumno diligente que no le pide al maestro nada más que los tres hermosos, difíciles y perfectos libros que ha publicado. Comencé a leerlo a principios de los años ochenta, en la biblioteca generosa de Elías Nandino y, para fortuna mía, no tardé mucho en conocerlo. No olvido ese primer encuentro con Alí y su esposa Lourdes —de tan grata presencia en mi memoria— ya que fue una suerte de iniciación en los claros misterios de la amistad. Si bien es cierto que la poesía de Alí Chumacero requiere de un lector avezado, paciente, inteligente, dispuesto a volver una y otra vez sobre cada estrofa y sobre cada verso de cada estrofa, no es menos cierta la rapidez con la que se ve uno llevado por un remolino de admiración y cariño por el poeta. La lección es múltiple: ostinato rigore, para decirlo con la divisa de Leonardo, en el ejercicio de la palabra poética, bonhomía y fraternidad abiertas en el trato con sus compañeros en la humana aventura. Hay en esta actitud del maestro una ética y una estética que se encuentran en íntima correspondencia, que se alimentan de manera esencial la una a la otra y, al hacerlo, nos entregan la más fiel imagen de su itinerario vital
En su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua —un texto capital para entender la primacía que la poesía ocupa como trabajo del espíritu— Alí Chumacero afirma lo siguiente: «Redactado el poema, libre en los versos que lo circundan […] ya a nadie pertenece. Desprendido de la emoción, plasmado para siempre, a salvo de la contingencia, es el espejo donde el “hombre colectivo” advierte cómo sobreviven los rasgos primigenios de su espíritu. La esencia de la obra de arte no consiste en hallarse preñada de particularidades personales —cuanto más lo esté, menos obra de arte será— sino en elevarse muy por encima de lo personal y en hablar por y para el espíritu y el corazón de la humanidad». Tal es la empresa. Y así la asume con absoluta seriedad Alí Chumacero, aceptando todos los riesgos que en ella se perfilan. Esta actitud, que casi me atrevo a llamar sacrificial, es la condición del poeta, tantas veces extraviado entre los espejismos de su propia vanidad. Por el contrario, su misión, tal como la concibe y la ha ejercido Alí a lo largo de su larga vida, es otra: no el culto de una personalidad por demás transitoria y fútil, sino el demorado trato con el arte de la palabra, aquella que le pertenece sólo momentáneamente y que encuentra su verdadera expresión cuando habla por y para el espíritu de una colectividad, en la que nadie puede estar excluido, ni siquiera aquellos que por su condición marginal se podrían considerar en las afueras.
Dormita la ciudad y de su orilla
apártanse hartos de salud los hombres,
plumas desordenadas por el viento.
El desvelado en busca de la puerta,
el mendigo y sus alucinaciones,
la adúltera que vuelve temerosa
a la hora del bronce desbordado
en huerto sobre el día: hermanos míos
semejantes al ruido que se vuelve
para mostrar el dorso iluminado…
Esta suerte de terrenal revelación, advertida por el poeta en el reverso del ser, adquiere, en la poesía de Alí, su figura definitiva, su más caro emblema y quizá su clave misma, al encarnar en el cuerpo de la mujer. «Marea silenciosa, / isla de luz, ternura adormecida en la tormenta, / relámpago entre dos eternidades». Como rezan los versos finales del poema «Cuerpo entre sombras». Celebración y elegía de la mujer amada y perdida, el poeta vislumbra en ella la noción del «único equilibrio» con el que instauraba una posibilidad de orden en el caos. De manera semejante a la rosa que cae en espiral en uno de sus poemas iniciales, desciende este cuerpo, como una lámpara. Y ese movimiento, ese tránsito entre «el ser y el desaparecer» que delatan los versos, le ofrece al poeta la visión del amor concentrado en un destello. Lo que hubo antes de nuestro instante en el tiempo, lo que seguirá después, es asunto de Dios, o de la nada. Dos abismos de sombra, dos eternidades, dos silencios inflexibles, dan nacimiento y ponen término a la llamarada de la vida.
El poema que acabo de citar («Cuerpo entre sombras») es uno de los muy escasos publicados por Alí después de su tercer y último libro de poesía. «El huracán cesó», nos dice, en los versos finales de Palabras en reposo, un libro que ya desde el título prefigura la quietud silenciosa de la palabra poética. En diversas ocasiones el mismo Alí ha comentado que la poesía es un asunto de la juventud. ¿Podríamos pedirle más sus lectores, sus alumnos? No lo creo. Su silencio es, me parece, ejemplar. Un silencio que no contradice sino que de manera intachable complementa al manantial de energía que parece fluir desde el corazón mismo de Alí Chumacero y que da sustento a sus afanes. Hay que agradecer y celebrar también esta lección de voluntario callamiento. Ante la obra cumplida —construida a conciencia, con ardiente paciencia—, corresponde el colofón de un luminoso silencio. Levantada ya la casa de la poesía, toca a nosotros habitarla.