La filmografía del norteamericano Jim Jarmusch resulta, a esta altura, insoslayable. Conocido al comienzo por sus películas de culto Permanent Vacation, de 1980, y Stranger than Paradise, de 1984, ambas radiografías de la miseria y el desarraigo existencial en la Nueva York de los años ochenta, no ha dejado de hacer films que, a su manera, transforman a la ciudad en personaje y al paisaje urbano finisecular, sembrado de ruinas y descampados, en metáfora insomne del presente.
No importa de qué ciudad se trate: Nueva Orleáns en Down by Law, Memphis en Mystery Train, Los Ángeles, París y Roma en Night on Earth o Detroit en Lovers Left Alive; todas le sirven como teatros para poner en juego su obsesión, que no es otra que internarse por los ángulos filosos de lo que no se ve, para exhumar visiones que rozan lo escalofriante.
Mucho podría decirse de su estilo, de esos travellings que registran la incesante devastación urbana a merced de la codicia inmobiliaria, las iniquidades sociales, y también el modo en que la llaga económica (que es, ante todo, racial) se expone e intensifica en ella.
Su singularidad proviene de otra cosa. Me refiero al lugar omnívoro, sesgado y perseverante de la cita literaria y artística en una obra surgida en pleno escepticismo finisecular, cuando todo era absorbido por los fuegos artificiales del espectáculo y el pasado —incluido el de la vanguardia— era barrido por la fanfarria de la teoría posmoderna.
No sólo por llamar William Blake al pro- tagonista de su indie western (Dead Man) o por exhibir, en múltiples escenas secundarias, su panteón de figuras admiradas (Twain, Keaton, Monk, Ray, Stoker, Frost, o Iggy Pop); la literatura, el cine y la música están en sus películas como talismanes o huellas, un poco a la manera de esos libros que memorizan los refugiados del bosque en Farenheit 451.
Jarmusch filma, no cabe duda, en la estela de Baudelaire, Poe y Benjamin, para quienes la deriva urbana —el paseo solitario en medio de la multitud— es un archivo inagotable de imágenes. Sabe, tan bien como ellos, que en la ciudad —igual que en la poesía— la propensión a lo disonante aumenta y hace más fácil celebrar «un estado fallido de las cosas» (la frase es de Ashbery).
Paterson corrobora y exacerba, si cabe, esta poética. En ella, la cámara se aboca a seguir, literalmente, el derrotero cotidiano, vital y laboral de Paterson, un colectivero de un pueblo mediocre de Nueva Jersey también llamado Paterson. La suya es una vida rutinaria y dura, como la de cualquier trabajador. Sólo que Paterson escribe poesía: registra en verso, en un «cuaderno secreto», ese fluir a la vez lento y falto de sucesos que es su vida. Escribe, digamos, sin pretensiones ni estridencias, una suerte de diario existencial que se suma al mundo como se suman al mundo, cada día, el vuelo de una abeja, el atardecer, las orillas de un río o cualquier otra cosa.
No hay en su escritura —¿por qué ha- bría de haberlo?— ningún dramatismo. Tampoco sobresaltos. El cuaderno se va llenando de a poco, a la hora del almuerzo, a veces durante un paseo del fin de semana. Paterson no busca publicar. A lo sumo, com- parte lo que ha escrito con su mujer, cuya pasión voraz por la decoración (lo decora todo: la ropa, la casa, la repostería) es un impulso tan «inútil» y feliz como el suyo.
Digamos que escribir en Paterson, para Paterson, es una suerte de disciplina natural. Se diría un momento de recogimiento espiritual, si no fuera porque no hay, en su existencia, ajetreos ni alienaciones frente a las cuales podría resultarle necesario «recogerse». Todo lo que vive tiene la misma intensidad, la misma ausencia de alarma sostenida, acaso para probar, como en un relato zen, que, en ciertos estamentos o épocas del alma, suprimidas las impaciencias del ego, las catástrofes no tienen lugar.
Eso no es todo, claro. Exacerbando el juego, como en una serie de cajas dentro de cajas, el film, que también se llama Paterson, alude al larguísimo poema homólogo con que el poeta William Carlos Williams, contemporáneo de Eliot, Pound y H. D., intentó retratar la minuciosa vida de ese mismo pueblo.
Se recordará que William Carlos Williams, autor del memorable libro de ensayos In the American Grain, fue uno de los pocos escritores que permanecieron en Estados Unidos mientras la así llamada Generación Perdida hacía de la culta Europa su lugar de asilo. Fue también médico, y su obra, escrita lejos de los círculos literarios y cerca de los trabajadores que visitaba y atendía a diario, desmiente por sí sola las acusaciones de chatura cultural, falta de historia y plaga materialista que los expatriados lanzaban por entonces contra su país de origen.
Paterson, se ve con claridad, es un signo del que irradian muchas resonancias. Jarmusch hace con ese signo varias cosas: rinde tributo a la poesía (sobre todo a esa poesía de las cosas simples y los seres comunes y corrientes, si tal cosa existe), complejiza las preguntas que su arte venía ya planteándose, y construye un autorretrato de artista. Más: un autorretrato de artista norteamericano, de artista viajero en el Nuevo Mundo, abierto a la hondura sorpresiva de lo cotidiano.
Not ideas but in things, escribió Williams. Algo así como: «Sólo me interesan las ideas que surgen de las cosas mismas». Fiel a esa filosofía, Jarmusch filma —casi sin trama— la historia menor de un personaje menor en una ciudad menor, y nos deja en la mano un silencio que es una percepción sutilísima.
Jarmusch, a quien suele aplicarse el calificativo de hipster, nació en Ohio; ha sido, por décadas, parte de la escena rockera del downtown Manhattan, y se mantiene incólume en su decisión de seguir siendo un cineasta independiente. No es demasiado, ni poco.