El cuerpo no nos abandona, el cuerpo es abandonado. Cuando escribía, el cuerpo solía no estar presente y se hacía presente. Cuando escribía, pensaba que el cuerpo debía irse. Cuando escribía, el cuerpo era desplazado.
Esos mecanismos me resultan extraños. No sé en qué momento del acto de escribir fueron instaurados. ¿O estaban ahí antes de la escritura? ¿En qué momento el cuerpo se volvía un imperativo asexuado y transparente? Como si el cuerpo cuerpo, mi cuerpo real con el que nací o en el que nací o en el que nazco y renazco todo el tiempo, tuviera que ser sustituido por una entidad anónima, desterritorializada. Un yo que escribe no tiene por qué ser un hombre o una mujer si se es un buen escritor. Ésta es la frase que sintetizaba un acuerdo tácito. Todavía lo escucho. Algo peor, todavía lo leo en algunos escritores y escritoras, tristemente. Todavía es un sistema de creencias. Advierto: no es mío.
Mi cuerpo se desplazaba. Quien escribía tenía que ser un receptáculo, divino, un pararrayos. Porque había una voz cósmica que, se suponía, llegaría a habitarme y a hablar por mí. Ése era el acuerdo. O el mito. Ésa era la invocación.
No sucedía.
No sucede.
Nunca sucedió
Y estoy segura:
Nunca pasará
El territorio es otro.
Cuando hablo en primera persona, ¿a quién me refiero? Poco importa, o importa mucho, según sea quien refiera. Y quien esto firma hablará de un síntoma. Porque me importa el síntoma. Me importa que en estas pocas líneas empieza un vértigo, una sensación de acorralamiento, y una serie de acciones suceden: Quiero parar. Quiero levantarme y pensar en otra cosa. Tal vez distraerme. Estoy incómoda, sin embargo no sudo. Ah, me digo, el síntoma no es tan severo; pero hay algo que llamaré impedimento. Hay algo (alguien) que duda poco a poco del lenguaje, de su materialidad sintáctica. Inmediatamente imagino a un lector (casi siempre es un, no una, dato a añadir al síntoma), opinando, burlonamente, Tiene razón, hay fallas sintácticas, mejor que el texto no exista. Es tentador. Muy tentador. Negar la existencia del texto es, en este punto, ¿negar también la existencia del cuerpo? ¿De que quien forcejea es una mujer?
Cuando empecé a escribir, hacia los años noventa, permeaba la idea de que el escritor era un ser asexuado; ésa era una sugerencia hecha a las mujeres (me temo), había que escribir sin pensar en el género. No había que problematizar, y había situaciones que ilustraban: si un texto mencionaba la palabra útero, por ejemplo, era descartado como texto, lo tengo dolorosamente presente porque yo misma apliqué esa autocensura y esa censura en otras. Yo misma aspiraba a ser una voz que no dijera mucho de quien escribía, que disimulara una tensión. Yo misma, al parecer, no tenía útero y esa borradura fue borrando otras cosas: ni deseos, ni enojos, se escribía sin chistar, asexualmente. Se escribía borrando. Sin dolor, sin color, sin lengua.
Pienso esto como el origen del síntoma, tal vez. Pienso en los mil mecanismos puestos en marcha para desalentar. Para recordarme que sí había un cuerpo y que el mío no era el más óptimo para esa acción llamada escribir.
Parte del síntoma era dudar. Siempre dudar y percibir en el cuerpo esa duda.
Hasta que ese cuerpo distante iba abandonando la fuerza, la mano, la intención, el interés, la escritura, la persistencia.
Es curioso cómo es que un proceso de alejamiento de algo que somos se da. Es algo extravagante, en la peor de las formas, porque, si lo pienso, esa acción debería ser imposible.
En cierto modo lo es. Soy sólo cuerpo, soy toda un cuerpo y no estoy aquí. Y aunque no pueda seguir, voy a seguir.
Cómo es que esa escisión se da, cómo es que se rompe un lazo, una forma de estar, cómo es que se camina sin caminar. Hagamos esa pregunta, cómo es que esta materialidad es ignorada. El síntoma, distracción, necesidad cualquiera del cuerpo, cansancio, necesidad de algo. El cuerpo estaba ahí y no sabía cómo lidiar con su presencia. Tampoco lo sabía en las lecturas, cuando tomaba las hojas impresas que pensaba leer aparecían las dificultades, desde visualizar, acomodar las hojas frente al micrófono, escuchar mi voz y reprobarme la velocidad de la lectura, cuestionar si el tiempo verbal que leía era el mejor. Se activaba toda una serie de dispositivos internos que ponían en duda todo lo que sucedía en esa materialidad que llamaré mi lenguaje, o mi escritura.
¿Quién dice que se goza escribiendo?, pensaba, tal vez todavía lo pienso. Quién dice que esto sucede sin pensar.
No era verdad. El cuerpo estaba ahí, el cuerpo está aquí. El cuerpo de una mujer que se ha preguntado miles de veces si lo que hace vale la pena, que se hace ideas a partir de la fantasía de la renuncia.
Escribir es doloroso, escribir es contactar con el cuerpo y sus rincones, sus maneras de no estar nombrado o de ser invisibilizado.
Aquí podemos insertar la historia de las mujeres en la cultura, aquí están los méritos de otros escritores antes; lo que nunca serás, te dices, las cosas que verdaderamente importan, te vuelves a decir, las que sí tienen un valor simbólico. Aquí está el peso de la literatura, el peso de todas las palabras ordenadas y autorizadas, y piensas en la autoría, no precisamente en el visto bueno, aunque también.
Aquí piensas en los borradores abandonados hasta el infinito porque esto no es como escribió tal, porque aquí no se ajusta, porque aquí algo no sucede.
Pero en un momento me pregunté, intensa, cómo regresar al cuerpo. O quizá el cuerpo pidió volver. Y fue desde el cuerpo mismo. Hace cinco años salí del clóset de no tener cuerpo. Empecé un ejercicio llamado Mi voz es mi pastor y se trataba de una serie de oraciones escritas por mi cuerponocuerposícuerpo después de una inmersión en ser cuerpo material, después de danzar, de moverse. Esas frases fueron grabadas. Esas frases fueron una instrucción, una lectura de qué era tener cuerpo y toda su gramática: huesos, coyunturas, articulaciones, músculos, flexibilidad o impedimento. Tenía voz y una gran cabeza que había que reprogramar. Dimos play al audio. Y mi salida de clóset fue situarme en lo más visible: en el centro de un espacio y moverme escuchando mi texto, que era un archivo sonoro. Situar el texto en el cuerpo, mapear el cuerpo, montar el texto en mi propio cuerpo, con sus limitantes, con sus desbocamientos, con lo que tuviera ese día como recurso, como pudiera salir. Fue una forma radical de hacer mi cuerpo visible. Subí el audio a una plataforma y lo llamé libro en una tinta. Me comisionaron un video como parte de una muestra dedicada a la voz y lo llamé el libro a color.
Retomar mi cuerpo y ser mi cuerpo se convirtió entonces en un acto de escritura y de una forma, insisto, radical, de reescritura. Fue como volver a empezar.
Joana Russ, en los años sesenta, en ese libro de origen fanzinero y punkie Cómo acabar con la escritura de las mujeres:«En una sociedad que se define como igualitaria, la situación ideal (socialmente hablando) es aquella en la que los miembros de los grupos “inadecuados” tengan la libertad de dedicarse a la literatura (o a actividades igualmente significativas) y aun así no lo hagan, probando por tanto que son incapaces de ello. Pero, ay, dales un poquito de libertad real y lo harán. Por consiguiente, el truco reside en hacer que la libertad sea tan sólo nominal y después —puesto que habrá quien sí lo haga— desarrollar diferentes estrategias para ignorar, condenar o minusvalorar las obras artísticas resultantes. Si se hacen bien, estas estrategias darán como resultado una situación social en la que la gente “inadecuada” tiene (supuestamente) la libertad de dedicarse a la literatura, el arte, a lo que sea, pero en la que muy poca lo hace…».
Ser inadecuada es mi línea ahora. De una forma, de muchas tal vez. Quizá soy inadecuada porque acepto mi territorio y porque me paro sobre la planta de mis pies y pienso que tengo útero y que ese útero puede ser nombrado y no borrarse. Soy lo suficientemente inadecuada porque escribo audios y publico videos, porque soy transmedial o hipermedial. Al menos soy un bicho raro en un espacio donde no se me ordena borrar el cuerpo.
Las formas de escribir el cuerpo que me importan son esas que lo traen a cuenta. Recuperar el cuerpo a través del cuerpo. Corporeizar la escritura, encarnarla. Problematizar el cuerpo, pensarlo como archivo, reconfigurarlo continuamente y hackearlo, volverlo feminista y gritarlo feminista. Indagar en él y darle ese nombre y ese espacio página nodo circuito terminal lenguaje. Tecnología, finalmente, la escritura es una tecnología, el cuerpo es una tecnología y las formas de escribir su código suceden y no son precisamente arrobamiento o pérdida. Es un sistema de observación, de falla y error, es una colectividad, convocada a través de dar voz a las voces que lo habitan, que lo oscurecen o lo clarifican. Esta escritura que sucede tiene el síntoma. Pero descubro que el síntoma también puede reescribirse. A la manera de los viejos mitos del origen del día y la noche, el síntoma encuentra vericuetos, sus fugas y sus nuevas instauraciones. A veces coloniza,a veces es desterrado. A veces en el silencio, en la parálisis, me pregunto si ésa es otra cara del síntoma. No estoy segura.
Aquí está el cuerpo que me está escribiendo. También el síntoma me escribe, ¿por qué no pensarlo así?.