El Continuum [fragmentos]

José Manuel Torres Funes

(Tegucigalpa, Honduras, 1979). Es autor, entre otros títulos, de Esta tarde vi llover (Héliotropismes, 2017).

El autor de este texto vive en la ciudad de Marsella, Francia, desde 2010. Coordina un programa para acoger personas migrantes en un centro social de la ciudad. El programa propone cursos de francés a bajo precio (o gratuitos), más ayuda jurídica y social. El centro, como tantas otras asociaciones en este país, complementan y con frecuencia suplen las funciones del Estado.

Los cursos de francés son brindados de manera voluntaria por profesores retirados u otros profesionales jubilados, deseosos de participar activamente en el ideal de la «integración», cada vez más abandonado por las políticas de Estado. Con cerca de sesenta y ocho millones de habitantes, Francia cuenta con un tejido inmenso de voluntariado, de dieciséis millones de personas, de las cuales la mayoría son pensionadas. Es un dato que no ha tenido peso al momento de modificar la reforma de pensiones, que sumará dos años más a la edad de la jubilación; una apuesta que se hace, según el discurso oficial, al servicio del trabajo remunerado y la previsión económica, y que asume, sin demasiados complejos, el inevitable sacrificio a la acción voluntaria y al compromiso espontáneo de la solidaridad. Este texto forma parte de un ensayo sobre el tema de la migración, entendida, por decirlo en términos marxistas, como el proletariado del siglo XXI. En el presente documento se recogen dos capítulos de este ensayo inédito, que tentativamente llevará el nombre de El Continuum.

La gran almadraba

Es sábado por la noche. Veinticinco de febrero de 2023. Faltan pocas horas para que naufrague en el balneario Steccato di Cutro Amor de Verano, una goleta que chocará contra una formación de rocas en las aguas bravas del mar Jónico. Dieciséis horas antes del naufragio, un avión de Frontex habrá alertado a las autoridades italianas, que enviarán patrullas de la Guardia de Finanzas, no lo suficientemente preparadas para el mal tiempo. Las patrullas no podrán adentrarse en aguas revueltas. Si hubieran pertenecido a la Guardia Civil, quizá la embarcación habría tenido la suerte del barco rescatado el once de marzo, con quinientos migrantes a bordo.

Al saber el destino condenado de la goleta, los traficantes escaparon, presuntamente en salvavidas. Días después, tres serán atrapados por las autoridades, el cuarto estará en paradero desconocido. La indignación general llevará a la premier italiana, Giorgia Meloni, a atenuar someramente su discurso antimigración. Lo previsible, hablará de penas más severas para los traficantes y de una implicación mayor de la Unión Europea.

El miércoles primero de marzo, en el complejo deportivo PalaMilone de Crotone, capital homónima de la provincia y a treinta y siete kilómetros de Steccato di Cutro, serán velados sesenta y siete, entre los cuales catorce pertenecen a menores de edad. Iban aproximadamente ciento ochenta pasajeros. Habría ochenta sobrevivientes. El barco zarpó de la ciudad de Izmir, Turquía, el veintitrés de febrero. Recorrieron poco más de mil kilómetros para accidentarse apenas a cuarenta millas de la costa. Con el transcurrir de las semanas, surgirán nuevos datos y detalles de la tragedia, nada que modifique ostensiblemente las primeras versiones.

Hace frío en Marsella. Son las ocho y media de la noche. Salimos con mi cuñado y las niñas a cenar. En la acera de enfrente, un joven simula que busca algo en el piso o que se amarra los zapatos. Alza la cabeza y nos mira por segunda vez. Una mirada forajida y herida.

—¿Estás bien? —pregunto—. ¿Se te ha perdido algo?

Enderezándose con dificultad, me responde en árabe.

—No comprendo —repongo.

—¿Hablas español? —pregunta.

Marroquí, pienso, o argelino. 

—Sí.

—Tengo un eczema que me hace mucho mal —me enseña las manos, que, extrañamente, no muestran signos de llagas o irritaciones. Habla un español más o menos fluido—. Infección —añade, subiendo dolorosamente el pliegue del jean. Pienso que confunde infección con eczema y que por un reflejo mental que parece amarrado a las palabras, me muestra las manos cuando en realidad quiere enseñarme la infección de la pierna. En cualquier momento su mirada acorralada puede volverse peligrosa. Repentinamente lo vemos divagar, decir cosas incoherentes. Tomamos distancia. Las niñas se aproximan a su tío, unos pasos atrás. Lo examinamos de pies a cabeza en busca de algún indicio. Comienza a agitarse. Alterado por el reflejo que le ofrecemos, cae en cuenta de que está en otra dimensión, de que su estado físico y emocional está totalmente desfasado con respecto al de los otros. Está en un presente diferente y busca una salida. Trata de pensar, respira, quiere encontrar una tregua. Suplica que lo perdonemos.

—¿De qué te tenemos que perdonar?

—Perdón —repite, junta las manos. Ante su mirada deformada, los roles se definen: yo soy su interlocutor y mi cuñado, siempre a unos metros de distancia, es el juez. Me pregunto si es por el hecho de que él sea francés y represente la autoridad frene sus sentidos exacerbados. No, me digo, está demasiado aturdido como para hacer esos razonamientos. Probablemente se confía a quien tuvo la primera iniciativa de hablarle, yo. Puede ser que mi piel trigueña le sea más familiar.

—Perdóname, por favor, perdóname —insiste, viendo obstinadamente a mi cuñado. Está por llorar.

—No tienes por qué pedir perdón. No te preocupes. Dinos qué te sucede —le decimos los dos. No se tranquiliza. Mira hacia los lados, aterrado. 

No tiene aspecto de ladronzuelo ni de pequeño rufián, como abundan en Marsella. Está desorientado, no me sorprendería si me dijera que no sabe en qué ciudad se encuentra.

—Perdón, perdón —sigue. De pronto, en un arranque de lucidez, pide un doctor. Le preguntamos varias veces si está seguro—. Vamos a llamar al hospital.

No hay invocación a Dios. De tanto en tanto las incoherencias irrumpen. Formular su situación es un ejercicio que lo deja desahuciado. Pienso en un atún atrapado en una almadraba.

—Vendrán cosas mejores —dice, sin afirmar si quiere o no ir al hospital. Yo soy su interlocutor, pero su mirada me traspasa. Habla consigo mismo—. Mejoraré, todo estará bien. —Por un instante, hemos desaparecido. Dios o Alá sigue ausente. Yo, que crecí sin dios, admito que sin una presencia «divina» o espiritual, la fe es desforzada y fofa como un molusco. La desesperación siempre es más poderosa que la esperanza, que llegados a ciertos límites es pura carcasa. 

—Claro, vendrán cosas mejores —agrego—. Ahora déjame que llame a una ambulancia. ¿Estás de acuerdo?

—Sí, por favor. Perdón, perdón —retorna medianamente al presente.

Mientras marco a los bomberos, se devanea avergonzado y cargado de culpabilidad. ¿En qué parte de la pesadilla se encuentra? ¿Habrá hecho algo malo?

A los pocos minutos aparece el camión de los bomberos, que conducen tres muchachos bien jóvenes.

Lo miran con cierta abulia. Se diría hastiados de responder a este tipo de solicitudes. Hacen las preguntas de oficio. Traduzco. Lo estudian. Sus miradas periciales, sus cabellos cortados casi al ras y sus uniformes lo intimidan. Se reservan los comentarios. Lo pensamos todos: físicamente no se ve tan mal. El que conduce, el de más galones, un chico negro, de lentes y fornido, dos o tres años mayor que sus compañeros, ambos chaparros, musculosos y con pinta de gimnastas corsos, ordena que se abran las puertas del vehículo.

—Te van a llevar a las urgencias, para que te puedas curar —le digo.

Sin que nadie se lo pida, hace el ademán de mostrar la pierna dañada, pero como ocurrió unos minutos antes, se retiene. Trémulo, lanza una mirada al vehículo. No se va a subir. El atún sigue encontrándose con la red.

Su Ser está en otro lugar. El Estar hace lo que puede, lo necesario para mantener el cuerpo con vida.

Lo presumo moribundo. Cambio la imagen del atún en la almadraba por una menos metafórica, la del migrante que camina por el desfiladero, con el abismo enfrente y un suelo quebradizo e inestable bajo sus pies.

Tal vez no haya dado el paso en falso. Sus músculos se tensan cuando ve la silla donde le van a tomar la presión y examinarle la pierna. No subirá. Con la misma celeridad con la que resolvieron abrir el vehículo, los bomberos, lo cierran. Arrancan y se van.

Los vemos doblando por Eugéne Pierre. El Estar, al mando, le ha ordenado no subirse. Los rescoldos del Ser se diluyen como motas de polvo en un café espeso y negro. Se abre un vacío o una fisura en esa dimensión que lo aprisiona.

—¿Quieres comer algo?

Dice no moviendo la cabeza. Agradece. Pide perdón. Nunca, en tan poco tiempo, me han rechazado comida tantas veces. Pide perdón, no por decir no a la comida, sino por esa razón, que presumo más insondable de lo que puedo imaginar. Sabe que de nuestra parte no haremos más.

Cruza la calle y se acurruca al lado de un basurero, como si fuera a defecar. Sentimos su mirada aterida mientras andamos. Regresamos dos horas después, se ha ido.

El Ser y el Estar. Uno se extravía y el otro sigue con la máquina. Lamine 1, Lamine 2, Lamine 3, Idriss 1, Idriss 2, Aminata 1, Aminata 2. En algún momento, sobre todo cuando no tienen confianza, examinan el mundo con esos ojos que son como huesos sin carne. Miran como si un rayo los hubiera fulminado e inmortalizado al mismo instante. Lanzan miradas como si vieran el fuego venir, una cortina de fuego que se aproxima y se detiene justo antes de devorarlos. El relajamiento es un hiato en su estado permanente de alerta; vigilan cuando juegan con sus teléfonos celulares, cuando bailan, cuando toman cerveza o alzan los brazos para orar. El Ser por un lado, el Estar en otra parte. La separación de este verbo, privilegio, no único, de la lengua española, nos dota de un método para examinar el alma. Un método accesible, binario, si se quiere, pero método al fin de cuentas. Porque es una cuestión de alma también. No es un anacronismo hablar del alma. El balneario de Steccato di Cutro, ahora mismo, es una marmita de alacranes, de Seres revueltos que no encontrarán nunca más los pies del Estar. Ahí se quedó, con la arena hasta los ojos, el Ser de los que murieron y de los que vieron morir. Hijos que no pudieron hacer nada por sus padres, padres que no pudieron salvar a sus hijos, hermanos, parejas, primos, tíos, abuelos, nietos. Imposible regresar. El temblor del mundo se mete para siempre en los huesos, en el sistema nervioso.

Islotes, archipiélagos, separaciones

Para tratar de comunicarse con una persona escindida es preciso saber escindirse. El poder, al que le gusta ornamentarse con la tinta de la dispersión, se revuelve cuando la ilusión de ubicuidad que nos ofrece la tecnología se transforma en un instrumento para pensar y no para consumir. Para consumir, la supresión de cualquier noción de espacio y de tiempo es fomentada. Para pensar, el poder, en cambio, impone la misma regla del teatro clásico: un tiempo, un lugar, una acción.

Aminata, de Guinea, va por su cuarto hijo. Tiene veinticinco años. Le gusta guerrear y reírse fuerte.

A mediados de enero, formé un grupo de WhatsApp con los estudiantes de francés.

A ella le gustó la idea y lo dejó ver a través de una serie de emoticons. Una hora más tarde envió unos selfies. Irreconocible. Aminata 2 o Aminata 3 tiene en lugar de su piel negra cobriza una piel café crema y unos ojos color ámbar que sustituyen a sus ojos negrísimos. Su silueta dibuja una sexualidad que no se distingue en persona, porque la conozco desde que hace frío y obviamente siempre está cubierta.

—Por favor, que este grupo sirva estrictamente para transmitir información relativa a los cursos de francés —pido.

No hay respuesta, sin embargo, la imagino haciendo pucheros. Tres semanas luego de haber abierto el grupo y constatar que nadie responde a mis mensajes, me pregunto si no los cohibí. ¿Les he impuesto sin saberlo la regla de un tiempo, un lugar, una acción?

Ayer escribió excusándose por no poder asistir al curso del lunes. Estoy enferma… Seguramente utiliza programas de dictado. Sin embargo, la he visto escribiendo en su celular; ¿qué escribe? ¿Cómo? El diagnóstico de los profesores es que es analfabeta.   

Las primeras semanas fue asidua, desde que el invierno azota, su presencia ralea. Este nuevo embarazo la alejará más de los cursos.

En la silla donde siempre se sentaba, hoy se sentó Olha. Tiene treinta y cinco años, viene de Rivne, Ucrania. Rovno en ruso, Rowno en alemán, Równe en polaco. Como tantas otras ciudades de la zona, los vientos de la historia la han forzado a cambiar de bandera. Actualmente, junto a Doubno, Varach y Sarny es una de las cuatro ciudades que conforman el óblast de Rivne, por el momento en territorio ucraniano. El óblost es una demarcación administrativa creada por los soviéticos que equivale a una región o provincia. En 1941, más de veinte mil ciudadanos judíos y sus colaboradores ucranianos (la mitad de la población de la ciudad en ese entonces) fueron asesinados por el 6° Ejército Alemán en el bosque de Sosenki. Próxima a Bielorrusia, en el óblast se construyen ahora mismo líneas de zanjas antitanques para la defensa.

El Ser de las refugiadas ucranianas que vienen al centro social también está en otra parte, sin embargo, en un primer acercamiento, no siento en ellas, como creo verlo en los africanos, sobre todo los de la África subsahariana, esa mirada fulminada que me hace pensar en un rayo que detuvo abruptamente las manecillas de sus relojes interiores.

En Tatiana 1, Tatiana 2, Victoria 1, Victoria 2, Victoria 3, Alla 1, Alla 2 o Alla 3, imagino el Ser como un río interno que fuerza sus paredes interiores. Los ojos de sus esposos, de sus hermanos, de sus hijos abren y cierran las compuertas de esos ríos.

Según las noticias, pueden ser aguas violentas y poderosas como las que intuye Françoise H., una de las maestras de francés, que se inquieta por Alla, ausente desde hace varias semanas y a la que supone de regreso en su país.

—Dejó de escribir —me dijo ayer.

Ríos que se descargan en torrentes o gota a gota. Catrina, por ejemplo, dibuja minuciosamente en su cuaderno; he alcanzado a ver rostros hechos al carbón. Apenas saluda, paga los cursos, interactúa lo menos posible. Su apariencia y su formación indican que tenía una buena situación antes de la guerra. Ropa de marca y una manera grácil y desenvuelta de moverse, resultado de un pasivo importante de confianza del que sigue aferrándose. La comprendo. No quiere renunciar a la idea de que Francia es una etapa pasajera, un episodio en su vida. Que ella está en el país en calidad de refugiada pero que no es una migrante más. Por eso, quizá, se contraría, disimulándolo con una sonrisa llena de rubor, cuando su hija de siete años me pide en un francés perfecto si le puedo regalar más dulces.

—Oh, Marina —le dice.

Me la figuro fácilmente hace quince años bailando música techno hasta el amanecer en algún festival veraniego de Kiev, pero también con una Mac sobre las rodillas en una reunión de la revolución de Maidan. Otro mundo el suyo al de Tatiana, apenas siete u ocho años mayor, pero que podría parecer su madre. Cuando saco fotocopia de los pasaportes y leo, lugar de nacimiento: URSS, el tren que me recorre de un extremo al otro (el de mi cabeza) hace una parada forzosa. Tatiana es grande, de manos fuertes y una escritura cursiva sublime. Escuela soviética, vestimenta soviética, sonrisa soviética, corte de pelo soviético. Nunca he visto una letra manuscrita tan perfecta como la suya. Pocos son tan disciplinados como ella. URSSdice también el lugar de nacimiento de Catrina. URSSdice el pasaporte de Olha, de Alla, de Caterina, de Valeria; Odessa, Kiev, Rivne…

Las ucranianas por un lado (prácticamente no vienen hombres), los georgianos por otro, los rusos, los armenios forman otros grupos.

Aliev se presentó a inicios de enero. Es el esposo de Makhula. Un teléfono celular en mitad de la mesa fue nuestro traductor. Nació en Georgia, en 1986, lugar de nacimiento: URSS, igual que su esposa. Hablamos de manera reposada y clara, escandidos por el ritmo que nos impone el traductor. Me asombró su apariencia envejecida, hasta el punto de dudar de su edad. Presenta unos quince años más de los que dice el documento. Es flaco, alto, lleno de arrugas, con aspecto campesino y taciturno; se mueve con la parsimonia de las personas maduras, que han dejado su juventud, conscientes de que es un privilegio del que ya no pueden gozar. Pienso en el pacto que hacen ciertas personas frente a las desgracias, dejando una porción de su energía vital como moneda de cambio para soportar los golpes. Lo inscribo en los cursos de francés y aunque no es tan regular como su esposa, Philippe, Véronique, Chantal y Giselle, sus profesores, destacan sus cualidades para aprender rápidamente la lengua. Se ausenta porque a veces encuentra trabajo como albañil. Mahkula, en cambio, tiene más dificultades. Si bien asimila bastante bien la fonética, se derrumba cuando hace el intento por escribir. Aliev terminó la escuela primaria, ella no. La escritura, en el ejercicio de una clase donde la finalidad es la enseñanza del idioma y no la alfabetización, es un elemento imprescindible. Buscamos soluciones. Dos nuevos profesores voluntarios, Julie y Damien, han comenzado a ayudarle. Los progresos se ven rápidamente.

Los franceses hablan mal de su modelo educativo, se quejan del corsé al que son sometidos. Alegan que la rigidez no da lugar, y es verdad, a la posibilidad de aprovechar de la escisión entre el Ser y el Estar. Ellos, por supuesto, no lo plantean en esos términos (el idioma francés no tiene esa distinción ontológica), sin embargo, la unidad del Être (Ser y Estar) favorece otras variantes. La primera enseñanza que me transmitió mi esposa (francesa) al llegar a este país fue la necesidad de no desviarme de la ruta.

En un país profundamente cartesiano, la clave para asimilar los códigos consiste en no dejarse someter por lo aleatorio, ni siquiera en cosas tan nimias como en una noche de farra donde es preciso no dejarse derrotar por la borrachera. La cultura francesa (existe y no es un anacronismo) ofrece matices a los que hay que aferrarse para no dejarse llevar hacia los polos destructivos. Piensa en la sensación de embriaguez que sustituye la sensación de borrachera. Piensa en el placer y no te derrotes frente a la perspectiva irresoluta del vicio. Insiste y no te derrotes con la administración: siempre habrá un funcionario malo, pero también habrá uno que es bueno. Cuando pidas trabajo, hazles saber que estás en las mismas condiciones que un francés cualquiera. Si no se puede entrar por la puerta, hay que entrar por la ventana. No caigas en la trampa de la despersonalización ni del miedo, busca hablar con las personas, te abrirán las puertas si se lo sabes pedir. Francia es un país racista, Francia no es un país racista.

La Francia laica no ofrece la fe como credo, pero ofrece la oportunidad de encarar los problemas etapa por etapa, con un acompañamiento social incluso para quienes no tienen papeles. Todavía existe el Estado benefactor (desmontarlo no es simple: lo vienen haciendo desde la época de Giscard d’Estaigne) y la cultura asociativa procura transformar en acción la vocación humanista que forma parte de los valores de la sociedad civil (por mucho que se la pueda criticar). No es un modelo migratorio para hacer dinero y la tendencia indica que se cierra y se perfila más a lo canadiense y su migración selectiva. Su objetivo: el de siempre, aquí y en todas partes, sacarse de encima a los más pobres y urgidos. 

Sin embargo, cualquiera que sea el proyecto migratorio del país, una parte del Ser y del Estar de Francia sigue en África. A su pesar, el no a sus hijos bastardos es inconcebible. Son demasiadas deudas como para pasarlas por alto.

Cuatro de marzo de 2023. Informe de noticias de la Rai 1: fue encontrado el cuerpo sin vida de un bambino, víctima del naufragio de Crotone. En una escuela, los niños italianos acuden con la cara pintada de blanco en señal de duelo

Nota del autor: Deliberadamente, he seleccionado estos dos capítulos que carecen de un «cierre» para representar el espíritu del ensayo, que se pretende como una escritura sometida al continuum, donde se estrechan las fronteras físicas y se distancian las fronteras existenciales.

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