La aventura

Clara Obligado

(Buenos Aires, 1950). Uno de sus libros más recientes es Todo lo que crece. Escritura y naturaleza (Páginas de Espuma, 2021).

para Alejandro Fernández Arango

Primero fue la noche turbia del esmog; luego el traqueteo de las ruedas sonando sobre los baches y el asfalto, el chirriar del freno, el amarillo violento del coche frente a los ojos y, por fin, el anhelado escalón bajo el pie un poco dolorido dentro de los zapatos de domingo, los pantis dibujándole la rodilla que se dobla (como una media luna pálida), la franja de carne asomándose al tensar el brazo sobre la puerta del autobús, entre la falda y el jersey, apenas un parpadeo restallante que tal vez incite al hombre que está detrás (porque siempre hay un hombre que atrapa el destello) y luego, cuando los cuerpos se balancean de proa a popa y el autobús arranca, se siente una opresión a estribor, el aleteo de una promesa minúscula en la leve presión, y es entonces cuando ella apuesta (porque no puede ver la cara del que viene detrás) y se lo juega todo al brevísimo tacto y se retira, buscando un asiento, dejando que la aventura avance por detrás. Luego, cuando se acomoda, sabe que él se ha sentado también, probablemente a sus espaldas, y que, mientras el camino desenrolla casitas bajas y bloques de apartamentos y prados en donde aún pacen ovejas, él mirará su cuello, su oreja derecha, el lóbulo rojo por el incipiente deseo. Acaso sienta la tentación de palpar su antebrazo desnudo, o prefiera que tan sólo la mirada recorra y prometa: el cuello tenso, el hombro blanco y límpido, el alboroto de las hebras de pelo liberándose del moño. Ella se abanica para que su perfume se eleve y vuele, y lo busque, para que el peinado abandone un poco la cárcel impuesta por la mañana en la peluquería. Entre ella y el hombre, el asiento impide el abrazo inevitable, el tacto de su espalda contra el traje de él (¿él llevará corbata?) y se alegra porque lo oye toser (¿fumará en pipa?), le encanta el tono de voz que adivina ronca, sensual. El autobús avanza, se abarrota de pasajeros incapaces de percibir la situación. Ahora se ha establecido entre los dos una corriente tan densa que ni siquiera la radio a todo volumen puede acallar, y ella se distrae un segundo al llegar a Leganés porque sube una mujer cargando un niño que amenaza con pegarle un moco en el hombro. La mujer le da un azote y el niño llora mientras ella debe levantarse un segundo para dejarlos pasar, y lo hace lentamente, bamboleando un poco las caderas enfundadas en tela negra que rebasan el asiento, y está pensando que el hombre sin duda catará, conteniéndose apenas, ese balanceo profético al compás del autobús. Sudorosos y en mono suben también varios hombres que hablan a los gritos sobre el sindicato y las horas extra, dos enamorados de no más de quince años, una mujer mayor que mira con hambre los asientos; ella escucha a los jóvenes, entre el traqueteo y los gritos del crío: «Qué guay, tío, jo, cómo mola» y revisa sin quererlo su juventud, la ira de su madre ante el embarazo y su posterior empecinamiento en colocarse azahares en la muñeca el día de la boda, con tripa y todo. Frena el coche con tal vehemencia que el polvo pálido que lo perseguía entra por las ventanillas. Preocupada, siente que ha perdido contacto con el hombre de atrás, ¿se habrá quedado en Villaverde? El pasillo se vacía otra vez y ella mira un momento hacia abajo, hacia atrás, y alcanza a ver los zapatos negros, lustradísimos, vibrando sobre el suelo de goma sucio de pipas. Un hombre con tales zapatos debe de ser un hombre atractivo, la botamanga que asoma promete un traje planchado y perfecto (¿planchado por alguna mujer?, ¿acaso su esposa?), aunque esto no tiene importancia, finalmente ella también está casada y esta libertad en que la dejan los viajes del marido no modifica el amor que siente por él. ¿Amor? Sí, tal vez sea ésa la palabra: porque al principio había temido abandonarlo todo, pero luego comprendió que el amor era eso, algo que la ataba. Cierra la cortinilla para protegerse, porque el sol rojo del poniente la ciega; recuerda —mientras se defiende de un culo enorme que amenaza con caer sobre su regazo— que fue duro al principio, cuando ella decidió que cada vez que su marido viajara con la obra ella viviría una tarde de libertad. Que los hombres ocasionales fueran casados o solteros no le preocupaba, con tal de entregarse a esas tardes tan raras, con tal de que nada le impidiera los viajes en autobús. La pareja «guay cómo mola» se ha sentado adelante y ella los ve besarse entre los asientos. Solos, en medio del fragor, exploran con sus lenguas la bóveda del paladar y, cuando la mano del muchacho palpa el pecho de la joven, ella siente que está viendo un vídeo porno con su marido un sábado por la noche, esperando que encienda el deseo. A ella le gusta ver cómo los hombres, siempre bien dotados, toman a las mujeres por la cintura y ellas, lamiéndose los labios, con la cabeza echada hacia atrás y el pecho erguido, comienzan a subir y a bajar. En ese momento siempre apagaban la luz, y jadeaban a coro los cuatro. Salió del recuerdo porque volvía a escuchar cómo, a sus espaldas, el hombre carraspeaba removiéndose en el asiento, acaso contagiado por la sensualidad espesa que emanaban los jóvenes amantes y ella lo deseó desnudo, bajo las sábanas, en un cuarto de hotel. Tenía que ser así, como en las películas, él la seguiría por Atocha y luego, con un gesto firme, la cogería del brazo para invitarla a una caña en El Diamante. Allí hablarían un poco, de temas generales, nunca de su vida privada. Pronto el hombre (que es todo un caballero) le retiraría la silla para que se levantara y, acercándose a su cuello desnudo, dejaría caer un beso. Él, que presiente lo que pronto habrá de suceder, se remueve inquieto en el asiento de atrás, esperando tal vez que, en la próxima parada, ella descienda y se entregue, todo a la vez. No tiene que preocuparse si cuida los horarios, si la mesa está servida a tiempo para los hijos; Madrid está tan lejos. Claro que al principio había temido enamorarse. Estas cosas suceden, porque ya se sabe que el amor es ciego y suele herir a sus víctimas en los momentos menos propicios. Luego, a medida que se repetían los viajes y los encuentros, comprendió que esto era diferente; incluso lo supo con aquel joven de los zapatos color café. Le ajustan las bragas nuevas un poco bajo la faja y ya en la Elíptica comenzó, nerviosa, a planear el descenso. Mejor sería por la puerta delantera, porque así él tendría la posibilidad de seguirla sin ser visto y ella sentiría cómo respiraba, cómo su aliento cálido le rozaba el cuello y él apreciaría las caderas, la cintura, claro que sin animarse a tocarla aún. Cuando llegaran al hotel ella bajaría los ojos con ese tonto temor de ser descubierta, aunque una ciudad grande siempre encubre, y subiría en el ascensor sin mirarlo (sólo la espalda y el traje perfecto) y, ni bien cerraran la puerta, se dejaría besar en los labios mientras hundía su mano (la camisa era de seda) en el pecho amplio y velludo. El autobús, casi vacío, frenaba ahora en los semáforos, se acercaba trepidando a Palos de Moguer y rodaba por las calles bochornosas. Tensa, deseosa, acomodó su pelo, cerró el abanico, comprobó su sujetador en la promesa del crepúsculo. Cuando ella sintiera su piel sin duda el hombre perdería los nervios (siempre sucedía así) y con un gesto brutal le metería la mano entre las piernas, arrancaría la faja y buscaría a tientas el vértice jugoso y ella, mientras tanto, estaría ocupada con los botones del pantalón, tentando, admirando. Ahora, atrás, el hombre se remueve inquieto y sólo queda penetrar por el túnel que lleva a la estación, habitar la boca cuajada de humos y de olor a gasolina, descender, espléndida, sintiendo en el estómago la terrible tensión del deseo, el roce atrevido del pecho de él sobre su espalda (no quiere que la desnude tan deprisa como su marido, quiere que la recueste ya, sobre la alfombra del hotel, que murmure palabras tiernas, que la haga desear, presentirlo, poseyéndola sin quitarle las bragas, largamente, le gustaría también que él la inmovilizara sobre la alfombra, asiéndola por las muñecas y que luego la dejara montarlo también, mientras ella humedece los labios, echa la cabeza hacia atrás y empieza a subir y a bajar, a subir y a bajar); ahora el deseo la arrastra a la noche oscura del túnel por donde el autobús ya desciende; se pone de pie, temblando, y siente la presencia del hombre cuyos labios sin duda están por besar su cuello, ve las manos fuertes apoyándose en los asientos, pisa la escalerilla de metal, con cuidado, para no temblar sobre los altísimos tacones y luego cierra los ojos, agradecida, esperando que todos hayan partido, aspirando el gasoil, hasta que llegue el silencio, hasta que los pasos del hombre se alejen y, con la tristeza de lo que termina, pero satisfecha, volverá a subir al autobús, buscará un asiento para regresar pronto a casa, relajada, a tiempo para la cena, feliz, hasta el próximo viaje, agotada por la aventura.


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