(La Habana, 1985). Crítica y curadora de artes visuales. En 2015 obtuvo mención
en la categoría Reseña del Premio Nacional de Crítica Guy Pérez Cisneros.
Ahora que estamos hablando del color, esa palabra demasiado esquiva y polisémica, químicamente pura y caprichosamente híbrida, contagiosa, vibrante, silenciosa, todo ello a una vez y, en ocasiones, ninguna de esas cosas, yo pienso en Juan Forn. Pensé en él desde un inicio, aunque luego mi mente deambulara con absurdo extravío entre las figuras alucinantes de Kazimir Malévich, Mark Rothko, Sol LeWitt, Olafur Eliasson y Yayoi Kusama. Hice, no obstante, el viaje de ida y vuelta entre tantísimo environment artificial. Regresé como la hija pródiga a la estación de salida, consciente de que las claves de lo que sea que estuviera buscando se encontraban allí, en el destino Forn. Tal vez tiene que ver con que medien poco menos de dos semanas entre su muerte y el ahora, una muerte anticipada e injusta, como lo es siempre en el caso de los grandes hombres.
¿Y qué tiene que ver Juan Forn con el asunto del color?, tocaría preguntar. Yo diría que se cae de la mata, pero entiendo que es mucho más inteligente detenerme en la paleta tonal de su literatura y desenrollar, hasta donde sea posible, la madeja de su lucidez como lector cultural. Para aventurar un primer contacto, y porque cargo con los cuatro tomos de Emecé en cada una de mis mudanzas, me concentro en sus columnas y aquello que él mismo denominara, quizá por modestia, como «el cover literario». El que ha leído «Los viernes», o alguna de sus entregas semanales para Página 12, sabe de lo que hablo. Durante diez años, Forn escribió, viernes tras viernes, una suerte de perfil o semblanza breve de un autor, músico, artista plástico, cineasta, arquitecto. Lo hizo con una destreza muy propia, dejando filtrar en los textos la dosis justa de esa savia autoral que había consumido, como buen adicto a las drogas duras, durante sus maratones de lectura. Cien líneas serían suficientes para detectar, entre la hojarasca que compone cualquier producción literaria, los arcanos esenciales de una poética dada o cierta forma —fuera de serie— de asomarse al mundo. Entiéndase por dónde voy: Juan Forn escribía en colores.
Cuando emprendía esos viajes a las comarcas insondables del otro, un extraño proceso de asimilación o travestismo le inducía a hablar con una voz que, siendo la suya en un sentido estricto, era también la voz de alguien más. El truco consistía en realizar las preguntas pertinentes mientras leía, repetirlas después muchas veces hasta caer en una suerte de trance oracular que devolvía, de golpe, el nervio del autor reseñado, ahora bajo un matiz nuevo, ese que, seguramente, habíamos pasado por alto. Refiriéndose a este proceder, que no es otro que el de determinar la ubicación exacta de una poética en el espectro amplio del círculo cromático, diría: «Cuando a mí me gusta mucho un escritor, y le escribo una contratapa, hago un cover, en el sentido de que trato de escribir un poco con su estilo, con su mundo, con sus olores, con todos esos factores y, al mismo tiempo, trato de buscar, en algún lugar de su obra, el punto en donde enunció su ars poetica».
Por supuesto, su destreza no se limitaba a ese ojo de editor que posibilitó el desarrollo de colecciones magníficas como Biblioteca del Sur y Rara Avis, y el suplemento cultural Radar, sino que escribía rabiosamente bien. Lo que él llamaba «hacer el cuentito» implicaba, antes que todo, delimitar cuál era esa historia central y llamativa, conmovedora o hilarante, absurda, imperecedera, que debía ser contada sí o sí sobre un hombre, y luego sentarse a contarla como si de un relato de ficción se tratara. Poco a poco fue puliendo el músculo de su escritura, quitando sobrantes, volviéndose arrolladoramente astuto y cautivador. Le gustaban los golpes de efecto, y sus voladuras de cabeza seguirán siendo la mejor forma de hacernos enganchar con un escritor o un jazzista. Yo volví a la crítica de artes visuales gracias a él, porque descubrí, en sus contratapas, que la retórica de la academia es una trampa de la institución para alejarnos de todo lo vivo que habita el lenguaje. El que esté tan perdido como lo estuve yo por muchos años, que abreve en ese mar de aguas frescas del argentino —que son norteamericanas por educación sentimental, soviéticas por entusiasmo, asiáticas por atracción, europeas, latinoamericanas, poéticas, eruditas, populares— y retome sus ladrillos sobre teoría de la cultura luego de haber devorado, con auténtico gozo, estas lecturitas de apenas tres páginas cada una: «Freud encuentra a Buda», «Estás pintando», «Un lienzo rojo».
Cada vez que miramos hacia un objeto y distinguimos su color, el lomo verde de un libro, pongamos, lo que en realidad está sucediendo es un proceso de reflexión. Es decir, la superficie de este libro presuntamente verde absorbe algunas longitudes de ondas de la luz y las otras las devuelve en un gesto que me gusta pensar de dulce generosidad. Vemos los colores que vemos porque las cosas nos los regresan, como un trofeo que han decidido no guardarse para sí, como el saque de tenis del hermano mayor que en vez de asustarnos nos reconforta. Algo similar ejecutaba Forn en sus columnas de los viernes. Si hablaba de Serguei Dovlatov, por ejemplo, su prosa se mostraba ebria, lúdica, tendiente a la perfección. El tono cambiaba, sin embargo, a la hora de acercarse a la vida de Lispector. No se puede ser decididamente enfático o excesivamente emocional para hablar de una mujer como ésa, la salvación está en un único punto intersticial, y Forn sabía cuál era («El corazón del mundo le latía en el pecho», dice casi al final de su entrada sobre la escritora).
Poseía la profundidad del humanista, el arrojo del kamikaze y la imaginación de un adolescente. Nunca hablaba de colores puros, salvo en contadas excepciones, en la medida en que éstos no existen más que en la mente del poeta y en la sala de máquinas de los diseñadores. Supo poner bajo el escrutinio de su mirada honda el siglo xx y su cultura toda, que no es otra cosa que la gente que la construyó y dinamitó según fue necesario. En ese estado casi chamánico de «canal» de los otros, Forn materializaba el milagro de la ubicuidad literaria, siendo todos y él mismo en idéntica y enigmática comunión. Y uno se pregunta, luego de desarmar sus contratapas y esparcir sobre la mesa sus muchísimos retazos, recursos pirotécnicos y ardides estilísticos, ¿cómo diablos lo lograba? Y bueno, ni idea. Recuerdo, a estas horas, a ese otro argentino que me seduce a rabiar, Fabián Casas, cuando dispara un consejo para los aspirantes a escritores: «No tomen de los autores que los inspiran la retórica de sus textos, tomen su operación mental». ¿Es posible catalizar, por medio de algún artilugio, la piedra perfecta del estilo Forn? Yo creo que su ajuste de cuentas con la literatura y con todos los que le envidiamos y queremos ha sido la «incopiabilidad» de su estética personal.
El asunto con los colores es que son irreductibles. Ya pueden sacar en internet cuantos manuales quieran sobre su alcance y simbolismo verdaderos, nunca estaremos seguros
de lo que allí está sucediendo, lo que nos dice un color, a lo que mueve (olvidemos por un instante esos paralelismos absurdos entre el azul y la estabilidad, el rojo y la pasión, el blanco y la pureza). Juan Forn también es irreductible, la naturaleza alquímica de su trabajo nos impide encontrar el centro luminoso de su escritura por más que abramos los ojos para ver mejor. El color, como la poesía, nos traslada al núcleo del misterio, un sitio en el que no existen certezas sino más y más extravío.
Por lo pronto les dejo, en un guiño a la cinematografía de Kieslowski, esta tetralogía de colores forneanos como un homenaje al maestro del ensayo corto, el perfil y los viernes de literatura. ¡Buen viaje por el azul de las playas de Villas Gesell, querido Forn!
Verde («El Pabellón de los Helechos Arborescentes»)
Me quedé mirando el taxi que se los llevaba como cuando ya terminó de atardecer pero no hay que moverse todavía: eso es Pessoa, el jardín verde que se ve cuando se bebe vino verde.
Rojo («Un lienzo rojo»)
Esta historia empieza con un cuadro todo pintado de rojo, que se titula La pintura se ha suicidado o, según versiones más moderadas, La última imagen ya ha sido pintada. Lo hizo Rodchenko. En realidad era un tríptico, las otras dos telas estaban igual de uniformemente pintadas, una amarilla y la otra azul, pero la roja, dice Bruce Chatwin (que logró verlas en Moscú, en 1973, después de mucho insistirle a la hija de Rodchenko, que las tenía sin bastidor, enrolladas y archivadas en un ropero de su infame departamento moscovita, el mismo donde había muerto su padre), ah, la roja era especial.
Amarillo («El amigo imaginario»)
Brodsky era una fuerza de la naturaleza. Se caracterizó toda su vida por llevar la contra a toda advertencia, sensata o de las otras. Quienes lo conocieron dicen que, en la charla mano a mano, la pura intensidad de su presencia a veces hacía sangrar por la nariz a su interlocutor.
Blanco («La Temporada de Suicidios Blancos»)
El 24 de julio de 1927 Ryunosuke Akutagawa inauguró una tendencia en Japón que se prolongó durante casi una década. Tres días antes, y sin saber nada de ese propósito, su compadre Kawabata lo acompañó al distrito de Asakusa en Tokio, a elegir una prostituta. A Kawabata le sorprendió un poco ver que su excéntrico amigo llevaba el rostro maquillado de blanco, pero más le sorprendió que ninguna prostituta quisiera irse con él, a pesar de que era un cliente muy apreciado. Hasta que oyó los cuchicheos de las muchachas: creían que Akutagawa era un fantasma. Tres días después se hacía realidad aquel diagnóstico: Akutagawa había calculado cuidadosamente la dosis de veronal para que su cadáver luciera plácido, tal como en los días anteriores empezó a blanquearse la cara para que la gente se fuera acostumbrando a verlo muerto.