(Guadalajara, 1965). Crítico de cine y profesor del iteso, colaborador de la revista Magis.
En su célebre libro Notas sobre el cinematógrafo, Robert Bresson hizo una distinción fundamental —porque, en efecto, elucida el fundamento— entre cinéma y cinématographe. El primero, que ya ha incorporado el sonido, se sustenta en los recursos del teatro, con actores que entonan parlamentos, gesticulan y realizan coreografías ensayadas; con una puesta en escena elaborada, se vale «de la cámara para reproducir». El segundo, que tiene la ambición de ser un arte auténtico, emplea «modelos» en lugar de actores y utiliza la cámara «para crear». Porque el cinematógrafo es una escritura, anota Bresson en mayúsculas, que se lleva a cabo «con imágenes en movimiento y con sonidos»; y en una película de cinematógrafo «la expresión se obtiene merced a las relaciones de imágenes y sonidos, y no de una mímica, de gestos y entonaciones de voz». Es decir, su elemento esencial es el montaje y no la actuación (habría que explicarle a Hollywood y a tanto «crítico de cine» que no ve más allá de los actores). Por supuesto que la concepción del cine según Bresson hoy en día es prácticamente marginal, se diría que es una apuesta romántica de lo que pudo ser y no fue, tan alejada como aquel destino que señalaba Jean-Luc Godard: que el cine nació para pensar. En todo caso, para no ser puristas y de cara a lo que el cine hoy en día es, cabría hablar menos de esencialidades que de posibilidades o elecciones (y aunque son escasos, algunos autores, como David Mamet, actualmente siguen haciendo del montaje su herramienta fundamental).
Sirva esta introducción para ilustrar cómo el cine, como lo conocemos y consumimos, es un arte que muy pronto incorporó otros géneros e hizo suyos elementos que no le eran propios. Porque no sólo «naturalizó» recursos teatrales (en los que ya se cuentan algunos que provienen de otras artes), también se alimentó de la arquitectura y la música, de la pintura y la literatura. A esta última la acogió como base de su narrativa, y uno puede constatar con facilidad cómo las películas que alimentan la cartelera comercial actual se parecen bastante, en la estructura y el desarrollo, a la novela canónica del siglo xix. Esto no es un asunto baladí, pues más allá de lo formal, al cine se le frecuenta y se le considera como un proveedor de historias. Y, a partir de la narrativa y el tono que la permea, sus productos se clasifican en diferentes géneros.
El asunto de los géneros cinematográficos habría que tomarlo con cierta flexibilidad y con relativa seriedad. Es cierto que nos ofrecen coordenadas que no son despreciables, pero tampoco son esenciales ni determinantes. Así lo sugiere que, en más de una ocasión, y cuando aún existían los videoclubes, se dijera que los géneros cinematográficos servían básicamente para definir en cuál pasillo o estantería habría de colocarse tal o cual película. En todo caso, y por más que algunos académicos dediquen sus empeños (más o menos ociosos, como una buena parte de la producción académica, dicho sea de paso), los géneros cinematográficos son pertinentes para generar expectativas sobre lo que veremos en una película. Nos dan pistas sobre el acercamiento o el tipo de tratamiento y desarrollo que tendrán los eventos, sobre el curso de las historias y las reacciones que habrán de provocar.
Los géneros cinematográficos que se han postulado provienen en su mayoría (naturalmente, se diría) del teatro y de la literatura. La variedad es amplia y normalmente cada género se define por características propias. No obstante, es difícil encontrar películas que se ubiquen estrictamente en uno, pues a menudo se echa mano de uno u otro en pasajes determinados. Es decir, prácticamente en todas las películas es posible detectar rasgos de hibridez o tránsitos de un género a otro, y no es raro, por ejemplo, que en una cinta de acción se puedan rastrear huellas del cine de aventuras, del drama (o melodrama) y de la comedia. Además, existen géneros híbridos o multigéneros desde su concepción, como la comedia negra, que va y viene con gusto de la tragedia a la comedia y aborda con ligereza algunas situaciones en las que normalmente habita la gravedad. Actualmente las películas protagonizadas por superhéroes han dado forma a una mezcla que a veces resulta afortunada: la épica cómica. Lejos de las epopeyas densas y solemnes de la antigüedad literaria, en estas películas (que corren por cuenta de dos «estudios» con orígenes en la novela gráfica: dc Comics y ese imperio de mil tentáculos que hoy es Marvel) se busca imprimir humor a la gesta del héroe. Éste, en más de una película, es un bufón con capa, tiene poderes sobrenaturales (porque en estas cintas se confunde la magia y la hechicería con cuestiones de orden científico) y alterna los chistes con las peleas; y no es raro que las batallas en las que se involucra resulten hilarantes. (No recuerdo ningún rasgo humorístico en la construcción de los héroes míticos; Homero tenía claro que la risa estaba en otro departamento; Aquiles es un monolito de gravedad en comparación con el chistosito Iron Man).
Moverse entre un género y otro demanda cualidades artesanales y artísticas sustantivas, y no todos los realizadores las poseen. No es raro, así, ver películas que pretenden sin éxito transitar del drama o el melodrama a la comedia, o amalgamar ambos géneros. Recuerdo la proyección de Elvira, te daría la vida pero la estoy usando (2014), del mexicano Manolo Caro: en el pasaje más denso de la cinta, cuando la protagonista descubre la infidelidad de su marido y vemos que sufre bastante, algunos espectadores soltaron la carcajada; otros quedaron desconcertados. Al final, el episodio me parece confuso y me dejó en la indiferencia: no tengo idea de cuál es la función de ese pasaje ni cuál era la intención del realizador.
Sin embargo, hay ejemplos más afortunados, en autores que son más ambiciosos que pretensiosos (la pretensión es una ambición que «no cuaja»). Invariablemente vienen a la mente autores en cuyas películas se presentan pasajes que rompen con los parámetros de la ficción y los géneros convencionales. Es el caso del norteamericano Terrence Malick, quien, cámara mediante, imprime amplias dosis de poesía al relato: su apuesta va más allá de «contar una historia». De esta voluntad da cuenta la maravillosa El árbol de la vida(The Tree of Life, 2011), en la que es perceptible un aliento simbólico y espiritual, y no sólo rompe con las leyes de la física y asistimos a la levitación de uno de los personajes principales, sino que se rompe con la causalidad de la narrativa tradicional y se abre un interludio de corte histórico para recordar cómo fue el origen de la vida en la Tierra. Otro autor que sin falta salta a la vista en estos terrenos es el ruso Andrei Tarkovski. En Stalker (1979) rompe con la cuarta pared (es decir, hace evidente la presencia de la cámara) y uno de los personajes principales nos cuenta sus desavenencias a los que estamos de este lado de la pantalla. El espejo (Zerkalo, 1975) inicia con un prólogo que presenta un acto de hipnosis; más adelante también somos testigos de una levitación y escuchamos declamaciones de poemas de Arseni Tarkovski, padre del realizador (cuya huella en mayor o menor medida está en toda la obra de su hijo). En el cine documental encontramos ejemplos de otros tránsitos genéricos. El lituano Jonas Mekas experimentó con materiales provenientes de la realidad y concibió diarios y reflexiones que van de la cotidianidad a la abstracción; el alemán Werner Herzog aprovecha cada entrega para transitar por los terrenos de la crónica, la aventura e, invariablemente, culmina con un ensayo de corte filosófico.
Las prácticas multigenéricas son menos ostensibles en el cine que en la literatura. Milan Kundera nos da pistas de cómo funcionan estos terrenos: en la última entrega de Los sonámbulos, del austriaco Hermann Broch, comenta el escritor de origen checo, se presenta una yuxtaposición de narración novelesca, relato intimista, reportaje, relato poético y ensayo filosófico. Y concluye que «la integración de los géneros no novelescos en la polifonía de la novela constituye la innovación revolucionaria» de Broch. Se podría decir que, en la práctica, el cine es multigénero desde la segunda mitad de los años veinte del siglo anterior, es decir, desde que aprendió a hablar gracias a la incorporación del sonido. Lo cual, creo, es una virtud. Porque el asunto de los géneros no termina por ser el asunto, y por ello no concentra en sí la atención, sino que se convierte en una posibilidad para la construcción narrativa y el desarrollo temático. Parafraseando a Kundera, quien ubica en la novela según Broch un afán de totalidad ante la «excesiva división del trabajo y la especialización desenfrenada», el cine es «una de las últimas posiciones desde la cual el hombre puede aún mantener relaciones con la vida en su conjunto».