El cine según Godard

Hugo Hernández Valdivia

(Guadalajara, 1965). Crítico de cine y profesor del ITESO, colaborador de la revista Magis.

Jean-Luc Godard puso punto final a su existencia, por suicidio asistido, el 13 de septiembre de 2022. Tenía noventa y un años. Dejó un legado cinematográfico único, extraordinario: en más de sesenta años de carrera tejió como realizador una filmografía singular en la que conviven con naturalidad cortometrajes, documentales y largometrajes de ficción. Todos —ciento treinta y un títulos, de acuerdo con la Internet Movie Database— dan cuenta de una vocación permanente —diferente— de exploración formal y narrativa, de ambición reflexiva. Entre Sin aliento (À bout de souffle, 1960) y El libro de imágenes (Le livre d’image, 2018), su primer largometraje de ficción y su último largo documental, es posible ubicar una veta rica de la historia del cine. Una veta que, justo es subrayar, no resulta atractiva para todos los espectadores: es preciso estar dispuesto a la minería y la espeleología para extraer las maravillas de su cinematografía.

Godard inició su actividad cinematográfica como crítico (escribir sobre cine es otra forma de hacer cine, como él decía a propósito de André Bazin, hito de la crítica: «Era un cineasta que no hacía películas, pero que hacía cine hablando de él, como un divulgador»). Particularmente se tiene presente su paso por la mítica revista Cahiers du Cinéma, publicación en la que compartió páginas con quienes él consideraba las autoridades en la materia: Jacques Rivette (quien «sabía teorizar mejor») y Éric Rohmer («el más profundo»). Asimismo, inició una amistad con François Truffaut, autor del guion original de Sin aliento.

A menudo se hace referencia sólo a su obra temprana como realizador, la que va de 1960 a 1967 y que se conoce como «Los años Karina» por la relevancia que tuvo en
él Anna Karina, actriz que fue su musa y esposa, además de protagonista de algunos de los largometrajes realizados en esos años. A esa época corresponden Sin aliento, Una mujer es una mujer (Une femme est une femme, 1961), El soldadito (Le petit soldat, 1963), El desprecio (Le mépris, 1963) y Banda aparte (Bande à part, 1964), entre otras. Pero su filmografía es más, mucho más extensa.

Posteriormente manifestó interés y pasión por la política, en particular por las izquierdas (aquellas que tenían ambiciones universales y no se sumaban de forma oportunista a las modas particulares, que no dudaban en ser radicales y tomaban distancia de la corrección política: qué tiempos aquéllos). A «Los años Mao» (1968-1974), como se conoce este período, pertenecen Week-end (1967) y Todo va bien (Tout va bien, 1972), entre otras. Vendrán después «Los años video» (1975-1980), etapa en la que realizó la miniserie Seis veces dos (Six fois deux, 1976), que lleva un subtítulo elocuente («Sobre y bajo la comunicación»), en la que comparte créditos con la cineasta suiza Anne-Marie Miéville, quien sería su esposa y quien lo acompañó hasta su muerte. De «Los años ochenta», a los que también se alude como «Entre cielo y tierra» (1980-1988), son Prénom Carmen (1983), Detective (Détective, 1984) y Yo te saludo, María (Je vous salue, Marie, 1985). Vendrán después «Los años memoria» (1988-1998), al que pertenece JLG/JLG, autorretrato de diciembre (JLG/JLG, autoportrait de décembre, 1994), documental en el que reflexiona sobre su obra y su lugar en la historia del cine. En el siglo xxi se abren dos bloques: «Los años 2000», en el que llaman la atención Elogio del amor (Éloge de l’amour, 2001) y Nuestra música (Notre musique, 2004); en «Los años 2010», que marca el final de su carrera, se ubican dos obras maestras que conforman un magnífico testamento: Adiós al lenguaje (Adieu au langage, 2014), que realizó en 3d, y El libro de imágenes, su último largometraje, que merece particular atención por ser materialmente una summa.

En Historia(s) del cine (Histoire(s) du cinéma, 1989-1999), libro y película, Godard afirma: «Con Edouard Manet / comienza / la pintura moderna / es decir / el cinematógrafo / es decir / formas que se encaminan / hacia la palabra / con más precisión / una forma que piensa / que el cine haya sido hecho ante todo / para pensar / se lo olvidará en seguida / pero ésa es otra historia». El cine nació para pensar. O, por lo menos, con la vocación, con la posibilidad. Pronto se alejó de esta ruta y se dio a la tarea de emular a la novela del siglo xix, al teatro de todas las épocas, práctica que podemos constatar en las películas que habitan la cartelera del día de hoy.

Más adelante, el realizador trata de precisar las coordenadas donde cabría ubicar al cine: «El cine no forma parte / de la industria / de las comunicaciones / ni de la del espectáculo / sino de la industria de los cosméticos / de la industria de las máscaras / lo que a su vez sólo es / una magra sucursal / de la industria de la mentira […] el cine / al heredar la fotografía / siempre quiso / ser más verdadero que la vida / yo decía / ni un arte, ni una técnica / un misterio». Entre la mentira de la cartelera y la vocación original de verdad hay un extravío constatable. Pero el cine, como la filosofía, ontológicamente tendría que ser pensamiento, es decir, logos, es decir, razón, discurso, palabra (en más de un momento leemos parole et image, es decir, palabra e imagen, o logos e imagen). Godard no ha dejado de recordarlo en sus películas, incluso las que registran una historia y caben en la ficción. Cuantimás en las que aspiran a ser cine-cine, como la mentada Historia(s) de cine o El libro de imágenes.

El libro de imágenes retoma imágenes de películas de ficción y noticieros, pero no es una ficción ni un documental; une fragmentos de películas y pinturas, les añade un texto, pero no es un collage. Tiende puentes y establece paralelos entre películas diversas, como Final Cut: Ladies and Gentlemen (Final Cut: Hölgyeim és uraim, 2012). Pero a diferencia de ésta —que construye una historia a partir de fragmentos de numerosas películas—, no busca contar una historia; o tal vez sí, pero de otro orden: la del ser humano, la de la civilización. Godard concibe un ensayo filosófico audiovisual. A modo de declaración de principios, al inicio establece que «la verdadera condición del hombre es pensar con sus manos», y vemos una mano que une dos fragmentos de película en una moviola, de una mano que escribe: se piensa con la escritura y con el montaje, pues. Enseguida, lo mismo en una película norteamericana que en una francesa, subraya el afán de mentira que habita al cine ¿que no piensa? El libro de imagen que es la película se construye con imágenes de películas, repito, pero Godard las rehace (no en vano aparece el término remake), al reeditarlas hace un proceso de escritura y les da un rumbo discursivo: elimina todo propósito narrativo con la manipulación del color, de la luz; conserva el movimiento, y a menudo parece un desfile de pinturas en movimiento (sí, de moving pictures). Alterna fragmentos en negro y silencios, el sonido va y viene de forma abrupta. Su voz irrumpe frecuentemente, a menudo lanza lúcidas frases por el canal izquierdo y otras por el derecho; provenientes de su cosecha en un caso, de las películas, en el otro. Utiliza el contrapunto tanto en la banda sonora como en la imagen; propone textos sobrepuestos o yuxtapuestos: montaje, pues.

Este rico arsenal, sonoro, visual y audiovisual (al final los créditos son lo mismo para músicas que para pinturas, para obras literarias y películas), textual, es pertinente para «ampliar el campo de batalla» del pensamiento, para reflexionar sobre la condición humana, su propensión a la mentira y a la violencia (desde la niñez, en pareja, ¿ontológica?), su costumbre de establecer jerarquías, de ejercer el poder, las vicisitudes de la ley, sus contradicciones; el tren como metáfora del curso del hombre por la tierra, del tiempo, de la Historia. Contrasta de forma lúcida Occidente con Oriente, y «bajo los ojos de Occidente» se ocupa, por casi la mitad de la película, de la «Feliz Arabia», esa utopía accidentada, ¿malograda?, con sus posibilidades de sabiduría cotidiana y reveladores murmullos, su manifiesta sensualidad y sus pasajes de ostracismo, su singular concepción del mundo y su tendencia al fanatismo. En la ruta cuestiona al cine como arte, revisa el lenguaje, precisa sus coordenadas. Al final es imperioso reconocer el valor de una frase lanzada en la película: «El saber ve» (con el respectivo juego de palabras y rimas: le savoir voit). Al final queda claro que Godard consigue su objetivo y reivindica la función original del cine: El libro de imágenes nos hace ver, nos invita a pensar. Ya le toca a cada quien arriesgarse por la aventura, esforzarse por pensar…

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