El ciervo [fragmento] / Mario Goloboff

    
     Comimos ciervo. Sacamos los restos de la cueva con un palo, y luego la volteé, la hice crujir, llorar, gritar, hasta dormirse.
    
     Me levanté del suelo, busqué el brebaje dulce, y bebí, oteando las estrellas.
    
     No sentí nada, todavía.
    
    
    
     Con el amanecer, llegaron ruidos. Truenos de lluvia y hasta de piedras blancas que caían.
    
     Tuvimos que quedarnos, dentro, haciendo abrigo y abrazándonos.
    
    
    
     Volví a dormirme. Vi muchos árboles, y entre ellos el ciervo entero y vivo. Corría ágilmente, como si me escapara. Quedé al acecho, hasta que desapareció.
    
    
    
     Salí con la primera luz. No se veía del todo bien, pero algo se veía. Al rato, el claro fue creciendo.
    
    
    
    
     De un árbol saqué frutos. Son los que tienen la piel áspera y una carne blanda, sabrosa, suave.
    
     A esos carozos duros, los meteré en la honda.
    
    
    
     Es rara la materia.
    
     Hay cosas blandas, casi líquidas, lechosas, y otras impenetrables, pétreas. Hay cuerpos que andan rápido, fugaces, y otros que apenas si se mueven o que están siempre quietos.
    
     Hay una luz que da calor y otra que es fría. Y hasta hay luces que dan luz y otras que sólo traen más sombra.
    
    
    
     Pasaron muchos hombres. Tantos, como los dedos de mis manos.
    
     Eran lampiños, ágiles, ruidosos. Chillaban y graznaban, sacudiéndose.
    
     Venían, seguramente, en busca de comida, de animales. Vi que tiraban puntas, amenazas.
    
    
    
     Cuando me pareció que se habían ido, salí para ver y recoger lo que dejaban.
    
    
    
    
    
     Sobre las matas, encontré huesos, restos, una piel.
    
    
    
    
     Mientras volvía, oí una especie de gemido. Busqué el origen, hasta que di con él.
    
     Yacía uno de aquellos hombres, desangrándose. No era igual a los otros. Más bajo, más débil, algo oscuro.
    
     Recorrí el sitio. Encontré una gran piedra y la arrastré. Con un esfuerzo inmenso, la levanté, haciéndola caer sobre su corazón. Dejó de sollozar.
    
               Probé su sangre, todavía caliente. Y no me complació.
    
    
    
     Tirado sobre el pasto, observé el cielo, extenso, mudo, latiendo alrededor.
    
     Pensé que había alguien más en esa inmensidad. Pensé y temí.
    
    
    
     Fui a buscar agua de la recién llovida. Estaba muy amarga, apenas si daban ganas de beber.
    
     Recordé que en la cueva había brebaje. Y mucho. Corrí hacia adentro y me hundí en él.

Comparte este texto: