(Ahualulco de Mercado, Jalisco, 1966). Uno de sus libros más recientes es Ábaco de granizo (era, 2022).
La bibliografía de Hiram Ruvalcaba (Zapotlán el Grande, 1988) está en camino de convertirse en una obra literaria, textos y libros que se conectan en la superficie y en capas subterráneas de una narrativa de gran calado y perspectiva. Todo un sistema de correspondencias. Un estilo, una temática y una visión de mundo se reconocen a cabalidad en las colecciones de cuentos: El espectador (2013), Me negarás tres veces (2017), La noche sin nombre (2018), Padres sin hijos (2021) y De cerca nadie es normal (2022), así como en el extraordinario volumen de crónicas Los niños de agua (2021). Este sexteto, por cierto, ha sido premiado en certámenes nacionales por diversos jueces especializados en la materia. ¿Casualidad al reconocer un talento nada casual? ¿El azar suele ser unánime y tener buen gusto? La narrativa del zapotlense está llamada a convertirse, sin necesidad de la mercadotecnia editorial, en una zona de renovada invención donde el aquí y ahora rebasa cualquier coyuntura sociológica y se torna expiación y desbarrancadero de la condición humana.
Frente a la crítica miope, Juan José Saer anota en su defensa: «Me considero realista sólo en términos de preceptista pobre: porque no practico el género fantástico». La frase mordaz del argentino me libera del prurito de clasificar los relatos de Ruvalcaba, ejercicios de ficción —posiblemente con pinceladas autobiográficas— que no necesitan ningún enmarcado de teoría literaria para explicar o contextualizar su propuesta excepcional. Rotularlos como cuentos costumbristas en clave irónica o neorrealistas de ambiente rural o de pequeñas ciudades es claudicar desde el principio al confundir la escenografía con la trama, los tópicos de color local con las complejidades formales del devenir de la historia, por no hablar de la configuración psicológica y moral de los personajes dispuestos en un momento crucial de exigencias y tomas de partido. Bajo esa exégesis diletante cabrían los cuentos de Garro, Ibargüengoitia, Inés Arredondo o Gardea. Limitaciones críticas por donde se quiera ver. Por supuesto, en el teatro de los acontecimientos, con ese telón de fondo pueblerino, el bien y el mal —el libre albedrío y las circunstancias dirán los filósofos— mueven sus fichas en un tablero de serpientes y escaleras o en una rayuela pintada en las baldosas; llevados por sus prejuicios y valores, los personajes de los cuentos de Hiram Ruvalcaba pondrán cara al destino, a sus encrucijadas y oportunidades, diezmados por culpas atávicas o accidentes domésticos que el azar dispuso en su camino.
Algunos de los ocho relatos que integran De cerca nadie es normal, colección que obtuvo el Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez 2021, dialogan con piezas de sus otros libros. El tema de la paternidad y la maternidad, de la crianza y la educación filiales, de las complicidades y los desencuentros entre padres e hijos, presente en piezas como «Lore, tu mamá ya no está bien», «Donde termina la noche», «Llegaremos tarde a casa» y «Convalecencia», extiende sus dominios hacia los cuentos y crónicas de Padres sin hijos y Los niños de agua. Esos bebés y esos niños cobran la dimensión consignada por William Wordsworth en su célebre poema «Arco Iris» cuando afirma: «El Niño es el padre del Hombre; / y quisiera que mis días se concierten / unidos por auténtica piedad». Esos santos inocentes llegan a la vida de los adultos como enigmas, pero también, como brújulas. En el segundo de los cuentos mencionados, el mito edípico sale a escena: la jovencita Yunuén marcha a un bar de mala muerte a la búsqueda del padre, un músico mediocre y rabo verde. Cuando concluí la narración me resultó imposible no pensar en De la calle de Jesús González Dávila, la pieza de teatro de aquel montaje histórico de Julio Castillo. El tiempo del mito, más allá de las circunstancias y variantes del género, hace añicos imposturas y espejismos morales, purga buenas conciencias como la de Víctor, el protagonista de «Convalecencia», quien se aferra al tablón de náufrago de la virilidad impuesta por su entorno patriarcal.
La desaforada narración «El incidente de San Quintín» cuenta con un eslabón previo, «El incidente de San Juan» del libro La noche sin nombre; en ambos relatos estalla la locura del México violento de nuestros días, los descabezados y descuartizados a granel, un esperpento cáustico que dejará en el lector una risa nerviosa. En otro tono, el cuento «Cómo mueren los pájaros» de Padres sin hijos levanta el telón de la desgarradura nacional, cuerpos sacrificados por el terror ante la mirada de un niño en un día de «iniciación masculina» de la mano de su progenitor. «Los últimos hombres», segundo relato de De cerca nadie es normal, comparte con «Paseo nocturno» de La noche sin nombre un punto de partida común: los amantes clandestinos que desatan su lujuria en el asiento trasero del auto, a las afueras del pueblo; por tal oprobio recibirán una visita inesperada, la cual pondrá en jaque certezas y fidelidades. Finalmente, el cuento «Los mariachis callaron» disecciona con el bisturí del humor —una parodia cantabile— el machismo y sus derivas, tópico y tratamiento recurrentes en la narrativa de Ruvalcaba. Como una suerte de bonus literario, el autor nos obsequia la crónica «Mosaico de un día sin pájaros», un recuento sobre la catástrofe del 22 de abril de 1992 que partió, literalmente, a la ciudad de Guadalajara, una mezcla explosiva de negligencia, corrupción, burocracia y estulticia que arrojaría cientos de muertos y heridos.
Con el nombre de Tlayolán, uno de los topónimos prehispánicos de Zapotlán el Grande o Ciudad Guzmán, Hiram Ruvalcaba ha sumado a la literatura un enclave de imaginación y realidad en las coordenadas de la Santa María de Onetti, la Comala de Rulfo y el Macondo de García Márquez. ¿Qué otras historias por venir se cavilan en su imaginación teniendo como ámbito este sitio enmarcado en la geografía rulfiana y arreolina? Una obra y no sólo una lista de libros que se acumulan, sin ton ni son, dije al comenzar mi abordaje. Un corpus vigoroso y de múltiples méritos donde el cuento —la poesía de la narrativa, se dice con razón y ritmo— forma la columna vertebral de la escritura del autor, un artífice y un joven maestro del género quien seguramente suscribiría esta divisa de José Balza: «El cuento —como una relación sexual— es algo que quiere extenderse pero que debe concluir pronto. Debe concluir para poder prolongarse».