El baño / Reina Marí­a Rodrí­guez

i

Siempre había flores en el baño,

porque trancábamos las flores en la noche

para que los gatos no se las comieran.

Y nos bañábamos con nomeolvides, mariposas,

príncipes negros, romerillos, esperanzas

y el agua se rociaba con pétalos

—como si vivir fuera ese lago púrpura en las mañanas

donde nadie ya nos abraza.

¡Nunca nos bañamos juntos!

Y tal vez restregarte

—como le hacía Marina a Efrom en la cubeta—,

con el agua hirviendo de las patatas

nos hubiera ayudado.

Pero el viento se tiznó temprano

por los partos

y el hilo de vellos que bajaban desde tu espalda

al coxis

¡cuánto daría ahora por tocarlo!

Nos faltó valor

aunque nunca nos faltaron flores

ni ganas.

ii

El cuerpo en aquel recipiente crecía

por los efectos del vidrio

—igual que en las peceras se contemplan

los ojos agrandados de los peces

cuando nos miran asustados,

asustándonos también—

mientras las algas nos enredaban con fuerza,

apretándonos más.

En el patio, entre las madreselvas,

otro chorro bañaba a los hombres solos

entre las piedras traídas del desierto

hombros y pechos restregados

con la mirada

—como en la película china que vimos juntos—

azotaban toallas blancas

y calientes en sus espaldas.

 

 

iii

Pero, mi vientre se ha extendido,

al menor movimiento choca con el tuyo

cuando bailábamos disfrazados de matas

en la casa de Patricia H.

y el agua mojaba la tela verde clara

de los azulejos

contra el sudor de las manos que cambian

la dirección de una cintura delgada

hacia una protuberancia.

Los dedos se vuelven transparentes

—aunque sean torpes—

solicitados por la voz

que sabe tararear la danza de los vientres.

iv

Era noche de carnaval

(el tronco me gustaba más

en el verano)

—como ese tipo de árbol pegajoso

que te da confianza y bienestar

al abrazarlo—,

aunque nunca nos bañamos juntos

ni atravesamos a nado un estanque

ni nos sentamos en la costa de 16,

la «Playita máscara dorada»

—de tu poema—

a donde iban los jóvenes por aquella época,

pero hacíamos sonidos de animales

para hablarnos

como cebras   como búfalos   como jirafas

y llevabas un turbante blanco

como el de mi padre en su féretro.

Todavía recuerdo sus pestañas

bajo la luz de la seda.

 

 

v

¿Si nos hubiéramos bañado entre las piedras oxidadas

por las filtraciones del techo

sostenido por botellas

nos hubiéramos amado?

 

¿Cómo envuelvo esta suposición en la toalla?

 

Ya no me besas ni tomas en mi vaso.

No puedo ver más rechazo alrededor

del agua atrapada que dejo caer

bajo el chorro

sobre tres cubitos plásticos

—versiones de Kurosawa para una misma historia—,

bañándonos por separado

regateando amor   agua

indiferencia

contra el jarro del baño

«ni caliente, ni fría, ni tibia»— pedías,

rompiendo tus pies con pétalos

y añoranza de sobreponerme al terror

de entrar al mismo lado de la cama

húmeda todavía

imaginando a otros hombres

en la tina con flores

entre burbujas de champagne

y chocolate amargo

(ellos no saben que mi mano los describe

con sus rutinas y sus panzas

buscando a uno solo

que pueda tocar en el baño

con la pureza más impura que tiene

la vejez).

 

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