(Veracruz, 1989). Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de ensayo literario. Ha publicado ensayos y traducciones de otros autores en revistas como Pliego 16 y Este País.
Escapar es recrear un milagro antiguo. Hace quién sabe cuántos siglos, un fugitivo anónimo, atrapado momentáneamente por sus enemigos, recuperó su libertad al desprenderse de su capa como una lagartija se desprende de su cola. La frase del latín ex cappa, que parecería condenada a describir sólo aquel hecho pintoresco, se cristalizó en una locución y dio origen a la palabra «escapar». Aquella forma prodigiosa de sortear la fatalidad obsesionó a los ilusionistas de la Bella Época, que se abocaron a reproducirla en carne propia:
quitarse una camisa de fuerza, resurgir de un ataúd, entrar encadenado en un tanque de agua y sobrevivir de alguna manera; a esa forma de magia la llamaron «escapismo». Los psicólogos contemporáneos le dan al mismo término un giro diagnóstico: quien huye de la realidad a la fantasía, de las penurias del mundo colectivo a la perfección de un paraíso propio, es un «escapista». Las tres palabras son destellos diferentes de un anhelo universal: la voluntad de una alternativa. Cada vez que se cierne sobre nosotros un futuro infeliz, centellea en nuestro interior la opción secreta y luminosa de escapar. Es una senda que todos han visto y que muchos han seguido, pero que ciertas vidas elevaron a eso mismo que Thomas De Quincey vio en el asesinato: una forma de arte.
Como todo arte, tiene su tradición, sus genios y obras maestras, su teoría, escuelas e inquietudes estéticas, pero la rige un solo principio: el escapista trabaja contra un destino. A veces este destino es una prisión literal, pero muchas otras se trata de una prisión más sutil o metafórica; el punto no es salir de un lugar, sino afirmar nuestra libertad ante algún límite u obstáculo. Vivimos cercados en un frente por las normas sociales y en el otro por las leyes de la naturaleza. Y como no podemos quebrantar éstas últimas, cada vez que transgredimos sin castigo los códigos humanos experimentamos una forma de placer, tan básico como el placer que nos suscitan las armonías sonoras o visuales, pues junto al canto o la pintura, otro de nuestros dones primigenios es la evasión. En la evasión de nuestras responsabilidades o deberes, de las leyes que otros nos imponen, subsiste, latente, la antigua alegría de quien lograba evadir a algún depredador —la alegría de sentir que, por una vez, ha sido el mundo quien tuvo que ceder ante nosotros, y no nosotros ante él—. El material del escapista, entonces, es cualquier circunstancia contraria a su voluntad; sus herramientas son todas las que use no para enfrentar dichas circunstancias, sino para refugiarse ante ellas o evadirlas; y su obra es una vida más acorde a sus deseos.
Una persona ordinaria, por ejemplo. Digamos que es una persona que interrumpe su descanso a cierta hora de la mañana, que acepta bañarse cuando lo que quiere es dormir, que cada día improvisa algún triste desayuno y luego emprende su travesía por la ciudad hasta llegar a su lugar de trabajo. En cierta ocasión, horrorizada ante el prospecto de repetir ese día eternamente, se detiene unos pasos antes de llegar a su destino. Y entonces… da media vuelta y se va. No importa a dónde; en cuanto se aparta voluntaria y espontáneamente de la ruta consabida, de lo que debía hacer o lo que debía pasarle, esa persona salta hacia una dimensión psicológica excepcional: habita un paréntesis, un submundo cuya duración e intensidad es proporcional a la fractura que se haya hecho en el orden común. De hecho, el escenario laboral es sólo un arquetipo. Uno puede escapar de prácticamente cualquier cosa, siempre y cuando ésta sea previsible e indeseada. El ausentismo, el adulterio, los viajes impulsivos, las despedidas súbitas y definitivas son, digamos, formas folclóricas del arte de escapar.
Por supuesto, el destino del que uno escapa no siempre es claro. En alguna página de Kafka se recoge la historia de un hombre que un día decidió cabalgar a toda prisa fuera de su ciudad; cuando uno de sus sirvientes le preguntó a dónde iba, el jinete tan sólo respondió: «Lejos de aquí». Aún más misteriosa es la obra de Wakefield, un escapista que conocemos sólo gracias a la investigación minuciosa de Nathaniel Hawthorne. Wakefield era un individuo en extremo olvidable, un mercader de Nueva Inglaterra cuyos negocios lo obligaban a apartarse brevemente de su hogar y de su esposa. Cierto día, en vez de avisar que había regresado, prefirió rentar un cuarto en una casa a dos cuadras de la suya. En su decisión no había malicia; sólo curiosidad. Se le antojó sustraerse a sí mismo de su vida y observarla sin ser visto: espiar los pequeños cambios en la rutina de sus amigos y en el ánimo de su pareja. Quiso conocer el peso de su ausencia. Se dijo a sí mismo que sería un experimento de un par de días. Wakefield vivió en esa habitación veinte años, consumido por la curiosidad, pero también por la vergüenza. Al respecto de su obra, Hawthorne comenta que «detrás del aparente desorden de nuestro mundo, los individuos están tan ajustados a un sistema, y esos sistemas tan ajustados entre sí y a un todo, que al salir por un momento de ellos, uno corre el riesgo terrible de perder para siempre su lugar». La lectura más difundida es que el destino del que escapaba Wakefield era su propia insignificancia.
¿No es ése el proyecto del arte? Todos los artistas buscan de cierta forma existir más allá de sí mismos, como si su cuerpo y su época no fueran lo bastante amplios para contenerlos. Algo los impulsa a fundar colonias de su alma en ídolos memorables, donde sus contemporáneos y tal vez la posteridad puedan contemplarlos. Podría pensarse que este narcisismo no contamina la disciplina del escape, que, de por sí, recomienda la falta de testigos. Todo lo contrario. A la vez que es habitante de una realidad nueva, quien escapa también quiere habitar la memoria de aquellos a los que ha dejado atrás. No desea la admiración ni el rencor de su público (aunque puede gozar de cualquiera de los dos); se conforma con su perplejidad. Disfruta ser buscado, repasado como un acertijo. Nada le parece más dulce que las preguntas que imagina en voz de otros: ¿qué habrá sentido al irse?, ¿dónde estará ahora? El escapista se ve a sí mismo como el escultor de su propia estela. Al desaparecer, comienza a figurar.
El riesgo es que la vida del artista se confunda con su obra: llega un momento en que su día a día ya no puede compararse con el placer de la escapatoria; ya no le basta existir en el mundo, pues conoce los placeres de existir por encima de él. Es por eso que muy pocos consuman su libertad en una obra perdurable y definitiva. Jack Sheppard, el legendario ladrón del siglo xviii que escapó cuatro veces de la cárcel (las primeras dos, usando sus sábanas a modo de cuerda; la tercera, disfrazado de mujer, y la cuarta, dicen, ayudado por el demonio), bien pudo llevar una vida de sosegado anonimato en la campiña. Pero prefirió arriesgarse. Prefirió vivir perseguido. Y acabó en el patíbulo. Incluso el gran Giacomo Casanova cometió el error de no desaparecer tras su apogeo: aquella salida magistral de los calabozos ducales de Venecia, conocidos como los Piombi por las láminas de plomo del techo, que aumentan el frío de los reos en invierno y su calor en verano. A los cinco meses, Casanova consiguió hacer un agujero en el techo de su celda. Desde la azotea, descendió con cuidado a una de las muchas recámaras. Allí cambió sus harapos de prisionero por ropas elegantes, con las cuales logró convencer al guardia de la entrada de que era un invitado oficial que se había quedado por error en el palacio. Aún no amanecía cuando salió por la puerta principal y se alejó lentamente en una góndola. ¿Qué habrá pensado quien descubrió que no estaba en su celda y que, en su lugar, sólo había una nota que citaba el salmo 117? «No he de morir, he de vivir y proclamar las maravillas de Dios». Esa nota debió ser el final de Casanova, su epitafio, pero no supo retirarse a tiempo y pisó cárceles nuevas en Suiza y en España, de las que no salió sino tras cumplir su condena, derrotado.
La sociedad misma parecería evolucionar hacia un futuro en el que no haya escapatoria, empecinada como está en registrar nacimientos, entradas, salidas, empleos, despidos, nupcias, divorcios, gastos, deudas, méritos, crímenes y fallecimientos. El mundo no quiere que escapemos de él. Y justo por eso la realidad que el escapista inau-
gura es un jardín tan valioso como inestable. Si uno pretende que florezca, conviene mantenerlo en la sombra, lejos de los otros (aunque la rarísima escapatoria a dos voces suele ser un anhelo de las parejas jóvenes). De ahí que los escapistas más talentosos sean también los más desconocidos, los que rompieron todo vínculo con su vida previa y que, luego de huir, supieron borrar sus huellas. Esa ausencia permanente es la búsqueda de un libro extraño, un grimorio titulado How to Disappear Completely and Never Be Found. Es un manual que expone diversos métodos para cometer pseudocidio (o sea, fingir la propia muerte), bajo la premisa de que la manera más segura de escapar es desaparecer y la mejor forma de desaparecer es morir. La escuela pseudocida, integrada sobre todo por evasores fiscales y defraudadores de inversión, formalizó varios de los recursos clásicos del gremio, además de aportar técnicas nuevas, como adueñarse de la identidad de algún fallecido que en vida se pareciera físicamente al artista.
Ciertas ausencias son más graves que otras. Existe una distancia enorme entre los escapistas que despiertan nuestra simpatía o nuestra añoranza y aquellos que socavan nuestras ideas de la justicia. Si escapar es un arte, es un arte oscuro en el que sólo se puede brillar trágica o inmoralmente, pues la trascendencia de una obra depende de las fuerzas que operen en su contra. Sus más grandes exponentes siempre son aberraciones de la justicia, ya sean inocentes orillados a escapar o, casi siempre, criminales terribles que siguen prófugos. En la última categoría destaca el doctor Aribert Heim, uno de muchos alemanes que en 1945 terminaron en un campo de prisioneros de guerra; pasó allí dos años y después fue liberado como soldado raso. Sus captores ignoraban los experimentos atroces que había realizado años antes en el campo de concentración de Mauthausen, supuestamente para explorar la tolerancia humana al dolor. Hacia 1962, empezó a concretarse en la memoria local el recuerdo de cierto médico que realizaba amputaciones arbitrarias e inyectaba gasolina en los corazones de sus víctimas, y la policía decidió investigar. Pero Heim fue alertado y se dio a la fuga. Tras emitirse una orden internacional de arresto, se ofreció una recompensa por cualquier pista que ayudara a su captura. Con el tiempo, ya sea por el furor de la cacería o por los medios desconocidos del propio doctor, empezaron a proliferar rumores de su avistamiento en tantos lugares que su itinerario ya no era humano. Aparecía en Paysandú, Uruguay y luego en Palafrugell, España; en los Balcanes, la península de Jutlandia y luego en la Patagonia. Sus huellas se esparcieron tanto que acabó por volverse una presencia más bien meteorológica, hasta esfumarse. Hasta ya no ser nadie. Ser cualquier persona. Ser un tal Tarek Farid Hussein, devoto musulmán que murió feliz en su natal Egipto, en 1992…
Es difícil imaginar qué dimensiones secretas puedan abrirse tras una escapatoria de tres décadas. Las escapatorias de esa magnitud, más que obras de arte, deberían considerarse actos de alquimia moral. Implican, invariablemente, un gran sacrificio; un acto que desencadene la enemistad y la furia del mundo, que garantice su persecución despiadada y paciente durante años. Años de huir y de esconderse, de insomnio, de aguzar la mirada hasta que se atrofie en la sospecha y no vea sino espías en los niños que lo miran y verdugos en los peatones que se acercan. Tal vez la captura es preferible a esa lenta destilación del miedo. Pero si uno la soportara, si un buen día despertara y supiera de algún modo que ya no hay peligro, que ya nadie va a castigarlo, ¿entonces qué? Entonces, debe pasar algo similar a la resurrección: alejándose de lo que era su vida, uno ingresa a una forma superior y paradisiaca de la vida. Las cosas no vuelven a la normalidad; cualquier normalidad es imposible. No: las cosas se vuelven más de lo que eran, potenciadas por un recuerdo (apócrifo) del infierno. Todo acto se tiñe de salvación —comer un pan con mantequilla, pasear la mano por un arbusto, orinar en una esquina— pues, a partir de ese momento, cualquier acto se realiza impunemente. En esencia, quien escapa recrea el milagro, es decir, la transgresión —todo milagro transgrede algo— de una vieja y olvidada parábola: un alma que escapó del infierno al que estaba destinada e ingresó al cielo, no por la vía del mérito, sino por la vía del poder. La parábola no habla sobre el placer del mal o la compasión divina, sino sobre el misterio del bien, o sea, su naturaleza infeliz. Sería un error o una cobardía pretender que esa alma impune no es la más feliz de todas, pues logró llevarse al paraíso la única cosa imposible en el paraíso: la nostalgia; una forma victoriosa de la nostalgia.