El arte del contraespionaje a los trece

Salar Abdoh

(Teherán, 1965). Autor de Out of Mesopotamia (Akashic Books, 2020).

Me odiaban, no porque mi piel fuera particularmente más oscura que cualquiera de los chicos británicos con los que iba al internado, sino por la incómoda proximidad de mi color al de sus propias pieles pálidas. Había, al parecer, un elemento de la subversión del orden natural de las cosas en el simple hecho de que mi color fuese más cercano al de ellos de lo que les resultaría cómodo.

Después de todo, éramos wogs. Golliwogs, woggies, paks, pakis:el nombre que hubiera, ya nos lo habían puesto. Los chicos británicos venían principalmente de la clase media, mientras que nosotros los wogs éramos los hijos de los nuevos ricos del Medio Oriente. Era dinero del petróleo. El dinero petrolero que inundaba el Medio Oriente a finales de los setenta, suficiente para que nuestros padres pudieran mandarnos a internados británicos, a «civilizarnos» un poco.

Había resentimiento, por supuesto, de parte de los pieles pálidas hacia nosotros, y hacia nuestra nueva riqueza nunca merecida. Esto, junto con la clásica y antigua tradición de los rituales de castigo en los internados británicos —en la que no sólo los maestros, sino también los alumnos de grados mayores podían disciplinar a los alumnos de los primeros grados— podía hacer que la estancia en un lugar como Wellington fuera espinosa. Los castigos, sin embargo, en su mayoría ya no eran corporales, sino que usualmente consistían en el ejercicio entumecedor de copiar por varias horas página tras página del Diccionario Oxford.

Ahora bien, podía uno ser un buen wog y escaparse del castigo —seguir las reglas, hacer la tarea, sonreír ante las burlas y los insultos. O podía uno ser un mal wog. Desde la primera semana en Wellington, cuando me rendí pronto ante el esfuerzo de descifrar los balbuceos del anciano maestro de geografía, o en las clases un poco menos incomprensibles de latín, o ante el rugby, el críquet y las carreras campo traviesa, las siempre presentes comidas de puerco y frijoles, y los continuos castigos de escribano, supe que éste no era lugar para mí.

Lo único que tenía en mi arsenal era hundirme hasta el fondo, y ser el wog más salvaje que pudiera. Era el tipo de lucha que requería estratagema y alerta. Y en este compromiso de dos años había un nombre que sobresalía: Mr. Salt, mi némesis.

Salt no era un hombre de gran tamaño, pero su sombra sobre la escuela era enorme. Hasta los estudiantes de los últimos años le temían. Salt había refinado el sistema de castigos, hasta volverlo arte puro. En un destello, podía robarte varios fines de semana consecutivos para hacerte escribir tu castigo. Aparecía de la nada, con su cara blanca y redonda ya teñida un poco de rojo por la furia, sus ojos gélidos que no parpadeaban mientras te miraba fijamente por segundos que se extendían, eternos, antes de llamarte a su oficina.

Durante el second form,[1] cuando tenía doce años, sólo me encontré con Salt en pocas ocasiones. Realmente fue al año siguiente cuando llegó nuestro ajuste de cuentas. Apenas me habían cambiado de lugar a Darks House, donde Salt vivía y era maestro asistente. De hecho, el cuarto de Salt estaba situado directamente detrás del dormitorio de los estudiantes del third form, en el segundo piso de Darks.

Esto representaba grandes problemas para mí. Y desde la primera noche del temprano otoño de 1978 se volvió un chiste local entre mis compañeros de dormitorio adivinar exactamente cuándo, y cómo, nos cazaría súbitamente Salt. Todos sabíamos que nos teníamos que cuidar las espaldas, pero era sabido que yo, siendo el wog más problemático, tenía que cuidarme el doble.

Y vaya que me cuidaba las espaldas. Por un tiempo, al menos. Lo primero que hizo Salt fue mandar un espía para medirme. Su espía era un estudiante de último año de carácter más bien suave, que, me inclino a recordar, se llamaba Collins. Collins se plantó frente a mí una noche en el salón común y con una plasta de sonrisa en la cara me preguntó qué pensaba de Mr. Salt. Me pareció extraño que Collins me preguntara mi opinión. Para entonces, la segunda semana del nuevo año escolar, ya había tenido un par de encuentros de nervios tensos con Salt. Debía de ser absolutamente claro para cualquiera lo que opinaba de él. Pero era más raro para mí que un estudiante de último año, como Collins, se interesara incluso remotamente en mi opinión sobre algo.

Necesitaba pensar rápido. Por supuesto, habría sido exagerado mentirle rotundamente y decirle que yo pensaba que Salt era un hombre grandioso. Eso no habría servido para nada. Tampoco podía expresar mi verdadera opinión sobre el hombre. Entonces tomé la ruta filosófica. Le sonreí a Collins y le dije algo como que sabía que Salt me iba a castigar una vez tras otra durante mi estancia aquí; ése era su trabajo, añadí, pero realmente el tipo me caía bien. Collins no era un espía excelente, pero cumplió su cometido. Le llevó directamente mis palabras textuales a Salt, y lo sé porque los días siguientes noté un marcado cambio en la actitud de Salt hacia mí. Incluso me sonrió un par de veces. De inmediato atribuí el cambio al poder de mis tácticas de contraespionaje.

Ese nuevo orden no duró mucho, y yo no esperaba que durara. Wellington era un pozo de conformidad. Así había sido por cien años, y no había razón para que cambiara. Así que los castigos siguieron llegando. Era un wog descontrolado, una plaga que tenía que erradicarse antes de que se esparciera. Y cada que aumentaban los castigos, también crecía mi inclinación por sacar a Wellington de mi mente y de mi vida. La solución me cayó repentinamente un día de invierno, y ni siquiera entendía por qué no se me había ocurrido antes: podía simplemente desparecer cuando me diera la gana. Podía tomar el tren a Londres, perder el tiempo un rato, y luego regresar a la escuela cuando quisiera. Podía hacer esto en fin de semana, o incluso a media semana de clases. Pero el escape no era un proceso tan fácil como lo había imaginado, y al principio titubeé un poco. El escape necesitaba planeación. Eso fue lo más importante que descubrí en mi primer intento, cuando me recogió la policía de Taunton. Me encontraron encogido de miedo en el baño de un depósito de camiones cuando un parroquiano habitual me había tratado de manosear las piernas desde el cubículo adyacente.

Lo intenté de nuevo. Me aprendí los horarios de los trenes. Las horas en las que menos gente se percataría de mi ausencia. La variedad de formas de llegar de Wellington a Taunton, donde podía tomar los trenes al oeste. Cómo tomar los trenes sin ser visto. Y si me veían, cómo tomar un tren en otra dirección y cambiar de nuevo en Bristol, o en Liverpool o en Exeter, o en cualquier lugar al que el día me llevara.

Mr. Salt no estaba contento con eso. Nadie estaba contento. Pero la primera vez fueron incluso un poco corteses cuando la policía me regresó al internado. La segunda vez estaban indignados. Y después, simplemente fue una partida para ver cuánto podía yo empujar los límites, y qué récords podía romper en el juego del castigo. Odiaba a Mr. Salt y él me odiaba a mí. No me envió más espías para confirmarlo. Realmente era una lucha de voluntades, y en cierta forma yo iba ganando.

La idea, por ejemplo, de que uno podía simplemente irse y desaparecer era algo completamente nuevo para la directiva de la escuela. Nadie lo había pensado antes. Ningún estudiante lo había hecho, al menos en tiempos recientes. La conformidad se daba completamente por sentada. Pero después de mi segundo intento de escape de Wellington, otros comenzaron a seguir el ejemplo. Los chicos se escapaban solos o en pares. Una vez, los estudiantes de un dormitorio de cuarto año se fueron y retornaron triunfantes. Pero esta moda también pasaría. El factor constante eran mis castigos. Mr. Salt, quizás al sentir que yo jugaba con los principios fundamentales de la escuela, cayó encima de mí con más fuerza que nunca. En este punto éramos como un par de animales arrojados juntos a un ring.

Luego, una noche de invierno, Mr. Salt llamó a todo el tercer año a su oficina. Era la única noche del año en que sería bueno con nosotros, seres miserables. La agenda era que él escucharía nuestras quejas sobre cualquier cosa que tuviéramos en mente, y justificaría la posición de la escuela sobre el asunto o prometería hacer algo al respecto. Mientras tanto, una pizza congelada, cortesía del mismísimo Salt, sería preparada para nosotros, y todos compartiríamos, aunque fuese por un momento breve, la charada de que la autoridad escuchaba nuestras voces.

Con el olor de pizza caliente ya flotando en la oficina de Salt, pensé que la única forma de expresar mi total disgusto sería no decir absolutamente nada. En realidad no estábamos ahí para decir nada; estábamos ahí para comer un par de rebanadas de pizza desabrida y confiar en la mentira de que un intercambio razonable nos haría parecer seres un poco menos despreciables. Se esperaba que yo también dijera mis líneas, y me quejara como se esperaba. Pero no dije nada.

En vez de ello, me senté en la esquina, con una sonrisa irónica en la cara, viendo a mis compañeros de dormitorio comer pizza y platicar un rato con el temible Salt. Pero en poco tiempo el gruñido de mis tripas se volvió una verdadera sinfonía. Podía saborear esa pizza —un lujo para nosotros en ese tiempo y en ese lugar de Inglaterra— y podía ver cómo se acababan las rebanadas. Me rendí y alcancé la última. Y cuando lo hice, supe que había mostrado debilidad y que me había traicionado a mí mismo y me merecía toda la desgracia que me caería encima. Ahora tenía que entrar a la conversación y decir algo. Me odié a mí mismo por mi debilidad. Había tratado de demostrar fuerza, y había fracasado.

No sólo me odié a mí mismo en ese momento, sino que estaba seguro de que Mr. Salt me odiaba más que nunca. Era un hombre que podía olfatear la debilidad como una rata. Si me hubiera mantenido fuerte y no hubiera comido nada, habría tenido un leve respeto hacia mí. Pero ahora ya era tarde y mi humillación aumentó cuando dije algo estúpido. Cuando se me preguntó si tenía algo que contribuir a la conversación, lo único que pude hacer fue sonreír como un idiota y preguntarle a Salt si no pensaba que nuestra ama de llaves, la mujer que estaba a cargo del cuidado de toda nuestra ropa en Darks House, no era un poco estúpida. El silencio que siguió a mi pregunta me forzó a quedarme con esa sonrisa estúpida como una balsa. Había entrado en aguas agitadas de nuevo; no había hecho una queja razonable, sino que me había burlado de la autoridad. La repulsión que Salt sentía por mí era completa, y no lo culpo.

El siguiente fin de semana llevaron a la mayoría de Darks House a la ciudad a ver la película Vaselina, protagonizada por un joven John Travolta. Yo ya la había visto en uno de mis periódicos escapes a Londres y no tenía ganas de verla de nuevo. Además de mí, el único chico que no fue con el grupo fue otro iraní, de nombre Alí. Alí, que era un poco mi amigo, no fue porque era un ladrón. Era un estudiante modelo, lo más respetable que podía ser un wog de tercer año, y rara vez lo castigaban. Se podía decir que Alí y yo habitábamos polos opuestos de la wogería en Wellington.

Puesto que era un ladrón, Alí pensó que la ocasión era óptima para revisar las pertenencias de todos los demás chicos mientras veían Vaselina. Sus objetos más deseados eran las plumas fuente. Ya había perdido la cuenta de las plumas fuente que había robado a los estudiantes de internado y a los estudiantes de día que dejaban sus mochilas afuera de la cafetería a la hora de la comida. Alí había tratado de incluirme en su operación, pero yo no quería tomar parte en ella.

La noche de la película fue especialmente fría. De hecho, era el invierno más duro que había experimentado en Somerset. Pero estaba relajado, porque no tenía ningún castigo que completar. En algún punto temprano en la noche me encontré con nuestra ama de llaves, la mujer que había acusado la semana anterior de estar senil. Estas amas de llaves eran generalmente mujeres mayores que nunca habían estado casadas, y que siempre se lograban ver desnutridas aunque estuvieran gordas y felices. Y ésta en particular además tenía el hábito de hablar sola incesantemente. Siempre había algún zumbido que salía de sus labios. Con todo y eso, me caía bien. Era la única ama de llaves que había conocido tan despistada como para que uno no pudiera pensar que tenía la intención maligna de hacer algún daño irreparable. Pero por alguna razón habíamos tenido un conflicto breve. No recuerdo de qué se había tratado, pero me imagino que, por no poder pelear con Mr. Salt, había tenido que molestar a esta creatura endeble que no podía dejar de parlotear.

¿Qué hice entonces? Le robé las llaves a la vieja y la dejé encerrada en su propio cuarto. Era una invitación a hacer todo tipo de maldades, y no podía dejarla ir. Primero, como todos se habían ido a ver la película, el edificio estaba totalmente vacío y nadie se daría cuenta de que no estaba, y no iría nadie a rescatarla pronto. Además, era su culpa olvidar sus llaves afuera de su cuarto. Lo único que había hecho yo era cazar una hermosa oportunidad. Mi imaginación maligna era una delicia.

La única persona a la que le relaté el episodio fue, por supuesto, Alí. No había nadie más a quién decirle. Estaba lleno de burbujeante emoción. Me imaginé a la pobre anciana rasguñar la perilla de la puerta, jalando y empujando, maldiciendo y sin idea alguna de lo que había ocurrido. La emoción era demasiada; después hui en dirección a las canchas de críquet a disfrutar un cigarrillo a escondidas y a perder el juego de llaves. La temperatura había descendido más, y el suelo estaba congelado. Era imposible aguantar afuera mucho tiempo. Le di unas cuantas fumadas deprisa a un Pall Mall robado y corrí de vuelta a enjuagarme la boca y a tomar una taza de té.

Salt me estaba esperando. En cuanto lo vi parado en la orilla de la sala común por la que tenía que pasar para llegar a nuestro piso, sabía que algo no estaba bien. Mi primer miedo fue que oliera el cigarro que acababa de fumar. Pero no. Sin decir palabra, Salt me hizo la seña de que lo siguiera. Me sentí atontado. El hombre parecía más asesino de lo usual. Entonces vi a Alí parado en posición de firmes afuera de la oficina de Salt. Sabía que esta vez estaba realmente perdido. No había forma de maniobrar. No podía comunicarle a Alí que se callara lo de las llaves, porque Salt estaba justo ahí. Una palabra mía, incluso en nuestro propio idioma, habría sido el fin.

Alí se quedó afuera cuando Salt me llevó a su oficina. El tema era obvio: las llaves. ¿Qué había pasado con las llaves del ama de llaves, y quién la había encerrado? Protesté inocencia, pero Salt no se creía nada. Era el único y obvio culpable. Ya había insinuado la semana anterior que el ama de llaves era un poco lerda. Me había peleado con ella al principio de la noche, y Salt ya lo sabía. Había muy pocos estudiantes aparte de nosotros en la casa cuando se cometió la ofensa. E, incluso si la casa hubiera estado llena, yo era el candidato más probable a hacer algo tan estúpido como aprisionar a la señora y robarle sus llaves.

Salt se sentó derecho en su silla y me miró fijamente. No mostraba emoción alguna en su cara. Pero la cara decía mucho. Ya estaba familiarizado con sus formas. No había pizza esta noche. Sólo Salt y yo y mi confesión potencial. La oficina de Salt se sentía excesivamente calurosa. Al haber llegado, un momento antes, desde el exterior, donde mis dedos se congelaban, ahora sentía la sangre caliente y palpitante en todos los dedos. En algún punto perdí el hilo de lo que preguntaba o decía Salt. Estaba mirándolo fijamente, pero todos mis pensamientos palpitaban en la punta de mis dedos.

Y entonces de nuevo recordé las llaves que había aventado en algún lugar de las canchas. ¿Dónde están las llaves, Abdoh? ¿Dónde estabas a las ocho de la noche? ¿Por qué no fuiste al cine con todo mundo? ¿Por qué estabas afuera? ¿De dónde vienes justo ahora? Le respondí y no. Bailé en círculos. Esquivé sus embustes. Me arrinconaba y yo lograba escapar. Era un tango que ambos conocíamos bien, excepto que la apuesta era mucho mayor esta noche. Había hecho algo inefablemente terrible; de verdad había cruzado la frontera que protege a los adultos de nosotros, los seres inferiores. Les había aventado un huevo en la cara. Tenía que ser castigado. Pero primero tenía que probarse mi culpa, y de manera indisputable.

Salt sabía que tenía que sacarme una confesión. Pero yo no le iba a dar esa satisfacción —en la medida de mis posibilidades—. Una confesión habría sido una sentencia de muerte para mí. Preferí seguir bailando.

Después de un rato, Salt me disparó una mirada impaciente y me dijo que me parara afuera y llamara a Alí. Era mi oportunidad de decirle algo. Pero luego vi a Salt seguirme justo cuando abrí la puerta. Alí estaba frente a mí y Salt justo detrás. No había oportunidad. Sólo podía esperar que Alí también fuera inteligente.

El horror previno que yo pensara qué haría en cualquier caso. Estaba congelado, con esperanza inútil de que Alí no se quebraría ante el interrogatorio. Pero cuando Salt abrió de nuevo su oficina, vi que Alí ni siquiera seguía ahí. Lo había dejado salir por la puerta trasera hacia el dormitorio. Ahora, Salt se sentó con expresión satisfecha e inmediatamente jugó su carta: «Alí Malek acaba de confesar todo. Ahora quiero escucharlo de tu propia boca. ¿Dónde están las llaves?».

Si sumara todas las cosas que pasaron por mi mente, podría pensarse que tardé mucho en responder. Pero mi respuesta salió al redoble. Estaba pensando:

1. Salt está fanfarroneando y Alí no confesó nada. 2. Alí confesó para ganar el favor de Salt. 3. Salt le hizo la misma jugada a Alí que ahora me está haciendo a mí, excepto que Alí fue un estúpido y cayó. Después supe que esto último fue lo que pasó. Salt le había dicho a Alí que yo había confesado todo y que sólo necesitaba que él le confirmara.

Había otras cosas pasando por mi mente: crimen y castigo, por ejemplo. Estaba pensando en los días y semanas que pasaría castigado si dudaba en lo más mínimo. Además, si Alí ya había sido engañado y confesado mi pecado, ¿por qué Salt necesitaba que yo me incriminara solo también? La respuesta era simple. No sólo era cuestión de atraparme. Era cuestión de ganar. Era el juego que Salt quería ganar. Quería vencerme con este engaño y ser testigo de mi caída. Quería ganarme de forma definitiva.

«Señor», le dije, «si Alí dice que yo tomé las llaves, entonces está mintiendo».

Una negación rotunda. No había dudado un segundo porque sabía lo que pasaría. Salt me habría comido vivo por caer en el truco más viejo del arte de la interrogación.

Pero ahora, para mi sorpresa, Salt empezó a sonreír con parsimonia. No sonrió realmente, pero hubo un dejo de suavidad en su cara rígida. Me veía con una mirada que nunca había visto en él. Su suavidad parecía decir: Abdoh, eres el diablo mismo. Pero ahora tengo un mínimo de estima por ti. El otro idiota cayó en mi trampa, pero tú no. Y si realmente quisiera, traería a Malek de vuelta y los pondría a discutir uno contra el otro y continuar el interrogatorio hasta que te cansaras. Pero no lo voy a hacer. No lo voy a hacer porque tienes ahora mi respeto a regañadientes. Puede que seas un wog, pero eres un wog con cerebro, y yo, siendo inglés, tengo que respetarte por ello.

Luego dijo algo: «Abdoh, si mañana o pasado aparecieran por ahí esas llaves, yo estaría bastante contento. Y no volvería a molestarte por ello».

Asentí y me alejé. Sentía como si repentinamente hubiese dominado un idioma nuevo. La mañana siguiente, justo afuera del cuarto del ama de llaves, había un juego de llaves frías.

Traducción del inglés de Héctor Ortiz Partida.


[1] Second form, en el sistema educativo británico, equivale al primero de secundaria.

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