De Tantas formas de alejarnos del suelo

Valeria Cervero

(Buenos Aires, 1972). Agujeros en la superficie (Kintsugi, 2021) es su libro más reciente.

Que las zapatillas no resbalen sobre la corteza,
que brazos y piernas puedan con mi peso
para pasar las raíces enormes,
la primera parte del tronco,
la rama más baja,
la siguiente, otra.
Detenerme,
rodeándola con las dos piernas
sin mirar hacia abajo,
acompañada por el ritmo de las hojas
y el sol contra mi frente.
Escuchar lo que el viento anticipa
en medio de la tarde 
mientras las nubes cubren el celeste
y se transforman
en extraños regalos del cielo.

Nos sentamos cada uno en un extremo.
Un comienzo desparejo
por las diferencias entre nuestros cuerpos.
Él siempre más alto y robusto.
Yo menudo, y como si tuviera menos edad.
El desnivel me exige otro esfuerzo;
me empeño en que mi cuerpo pese,
pero es inútil.

Apenas rozo la arena con las puntas de mis pies
y ya me elevo,
como si mi destino siempre fuera estar arriba.
Él ríe sintiendo su poder:
me hace temblar en la punta de la tabla
mientras mis manos
se aferran a la manija que tengo delante.
Mis dedos aprietan el metal
como si eso ayudara a llegar abajo.

Balanceo mis piernas en el aire
hasta que él se impulsa con las suyas
y por fin sube.

Llego a apoyar de nuevo mis pies,
me detengo por un segundo en tierra firme,
y vuelvo a despegar.
La secuencia se repite varias veces.
Empiezo a disfrutar de lo que veía
como una desventaja.

Dejo de sentir la presión de la caída.

Por momentos
creo que ya no hay razones
para descender.


Me quité las zapatillas y las medias de un solo tirón.
El pasto se siente tibio contra las plantas de los pies.
Apoyo la rodilla derecha contra la base
y me ayudo con las manos para subir.
La superficie que piso está tensa y parece vibrar.
Doy un primer salto como prueba, con algo de dudas.
Reboto menos de lo que esperaba.
Pruebo otra vez y me elevo más.
Otra vez, con bastante intensidad.
Subo alto. Mi estómago
parece quedarse abajo.
Otra vez y otra vez y otra vez.
Intento una pirueta con la pierna izquierda,
los brazos acompañan cada despegue.
El aire susurra contra mis orejas, la risa
sale por todo mi cuerpo.
Saltar para dejar muy lejos el mundo.
La base, el jardín, la gente.
Soy pura energía que rebota para escapar.
Una aprendiz de pájaro en el ritmo de la tarde.

Pasamos un buen rato haciendo fila
hasta que llegó nuestro turno.
Vera y Julia están tan ansiosas como yo:
es la primera vez para las tres.
Nos sentamos una detrás de la otra,
como para simular seguridad,
y hacemos caso a las indicaciones.
Empiezo a girar lentamente al principio,
hasta que la velocidad y la altura aumentan
y comienzo a inclinarme hacia la izquierda.
Mi cuerpo tiene otro eje arriba,
las piernas atraviesan la resistencia del aire
y casi parecen tener vuelo propio.
Vamos cada vez más rápido:
hay un hilo concentrado en mi interior que me recorre
desde la frente hasta el pecho.
Las sienes me laten al ritmo del corazón;
el aire frío me alivia, respiro distinto.
Toda mi cara se despeja
mientras el pelo suelto fluye hacia atrás.
Mis ojos lagrimean y me obligan a entrecerrarlos.
Así las luces estiran sus rayos;
todo el paisaje adquiere un aspecto extraño.
Veo a Julia extender sus brazos en la silla de adelante,
como un avión humano a punto de partir.
Quisiera hacer lo mismo pero no me atrevo.
Emoción y miedo se entrelazan y me dejan
congelada en mi asiento.
Sigo volando en círculos a punto de expandirse.
«No quiero que termine,
no quiero que termine»,
me sumerjo en ese deseo
casi cuarenta años después.
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