El adúltero / Santiago Roncagliolo

Olió a Blanca por primera vez una mañana, al inclinarse sobre su hombro para verificar unas cifras en su computadora. Llevaba dos años compartiendo con ella el diminuto cubículo, el reloj para marcar tarjeta y la máquina de café, pero sólo entonces se dio cuenta de que jamás había percibido el aroma de su cuello, justo detrás de las orejas, en combinación con el champú al huevo. A mucha gente le pasa eso de no oler a tiempo. Es más común de lo que parece.
    A partir de ese día, López se esmeró por revisar cada milímetro de los presupuestos desde el hombro de Blanca, con un brazo sobre el teclado de la máquina y el otro apoyado en el respaldo de su asiento. Desde esa posición podía aspirar sus efluvios en turnos de veinte minutos diarios, tranquila y disimuladamente. Con la práctica, empezó a distinguir el champú con manzanilla del herbal enriquecido con miel, y llegó a reconocer por lo menos cuatro marcas de jabón y una de crema humectante aromatizada.
    La mejor hora para merodear por sus perfumes era después de almorzar, cuando los bostezos de Blanca abrían la puerta de su aliento de menta y flúor y, con suerte, hasta se desperezaba relajadamente dejando emerger su desodorante de bolita sensación fresh. Pero lo que realmente entusiasmaba a López no era el olor de todos esos químicos, sino su perfecta mixtura en Blanca.
    O incluso su ausencia. A veces, quizá por el invierno o por las prisas, ella llegaba a la oficina sin bañarse, con el pelo recogido en una cola de caballo tras una rápida lavada de las partes urgentes. Ésos eran los días que él más disfrutaba, cuando salía del trabajo llevándose el olor de Blanca en la mente, como una canción que se tararea distraídamente en el camino a casa.
    Pero ya en su departamento de Jesús María, mientras trataba de contarle a su esposa su día en la oficina y lo único que le venía a la mente eran los poros del cuello de Blanca, López se sentía culpable. A menudo, además, la culpa le producía insomnio. Entonces se dedicaba a olfatear el cuerpo de su esposa mientras dormía. Acercaba la nariz a su respiración pesada y descendía por su cuello y por sus pechos, libres del olor a suavizante de la ropa interior, hasta llegar al bajo vientre, donde encontraba un olorcillo acogedor y cálido, como un guiso casero sabroso pero poco estimulante en comparación con sus aventuras olfativas diurnas. Durante una de esas exploraciones, su esposa abrió los ojos y lo encontró ahí, con la nariz medio enterrada en su regazo y los ojos cerrados, como un catador de vinos en plena labor:
    —¿Qué buscas? —le preguntó ella.
    —No lo sé. Creo que a ti. O a algo de ti que no recuerdo —respondió él, pero ella ya se había vuelto a dormir y las palabras se le resbalaron de los oídos y se esparcieron por la almohada.
    Al despertar, cortó el agua para que su mujer no se bañase. Le echó la culpa del desperfecto a la antigüedad de las tuberías, protestó un rato y dedicó el resto del tiempo a olisquear a su esposa mientras se vestía y durante el desayuno. Hasta se ofreció a llevarla al trabajo para poder investigar con calma el resultado de su experimento. Cada cierto rato se acercaba a hablarle al oído, algo que ella encontraba inesperadamente cariñoso y recibía con risitas de gusto. Sin embargo, el efecto en sus fosas nasales no fue el esperado. Era simplemente el mismo olor de la madrugada, pero trasnochado.
    A lo largo de la mañana, en la oficina, inventó el cumpleaños de una hermana inexistente, fingió un súbito interés por los productos cosméticos de Blanca y fue progresivamente sonsacándole y anotando todas las marcas, siempre para regalárselas a su hermana, según repitió con insistencia. Luego fue a una perfumería, depositó la lista de productos sobre el mostrador y los compró todos.
    Le costó una semana convencer a su esposa de que los utilizase, y le costó mucho más admitir que, aun con todos ellos encima, ése no era el olor que él buscaba. Cuando finalmente logró admitirlo, una madrugada, tuvo que abandonar la cama y huir a llorar en la cocina. Oyó la voz de su mujer desde la cama preguntándole qué le pasaba:
    —Nada —respondió—. Pensé que olía a quemado.
    Y entonces, desde las cenizas de su amor, López hubo de reconocer que estaba irremediablemente condenado a la infidelidad.
    Concibió un plan y lo realizó meticulosa y progresivamente. Empezó por aprovechar las salidas de Blanca al baño o al despacho del jefe para esculcar su cartera en busca de cosas que oliesen. A las dos semanas había cazado un pañuelo de colores, un brazalete y hasta una peineta con olor a champú con extracto de flores de tilo. Cada vez que sustraía algo, se encerraba en el baño de su casa con el objeto y una copa de vino y se dedicaba a pasear la nariz por sus superficies y recovecos, sintiendo que se bañaba en Blanca. El pañuelo fue lo que más le duró, pero, de todos modos, las cosas terminaban por perder el olor al cabo de un tiempo. Entonces las devolvía a alguno de los cajones o al archivador de Blanca, que siempre hacía comentarios del tipo:
    —Estoy muy distraída. Pierdo las cosas y luego las encuentro en los lugares más extraños.
    —Normal. Las cosas que uno busca siempre están en los lugares más extraños —respondía López sin poder contener el rubor de sus mejillas.
    Pasado un tiempo, sintió que necesitaba más. Se llevó las llaves de Blanca e hizo una copia. Luego la siguió hasta su casa. Blanca vivía en un pequeño departamento de San Borja. López sabía que no tenía esposo ni hijos. Así que la ocasión estaba servida. Pidió permiso al jefe de personal para llegar a la oficina un poco más tarde durante unas semanas, porque su esposa haría un viaje por razones de salud y él tendría que llevar al colegio a los hijos que no tenía. Conseguido el permiso, empezó a ir todos los días a la casa de Blanca desde las siete de la mañana. Ella salía a las ocho. López dejaba pasar quince minutos por si se había olvidado de algo y luego entraba.
    Ya adentro se sentía como en la Disneylandia de los olores. Se quitaba el saco, la corbata y los zapatos y se metía entre las sábanas del dormitorio para revolcarse y aspirar lo que había quedado de ella en su almohada y bajo sus frazadas. Pasaba unos veinte minutos embriagándose de ese modo y luego iba al baño, donde aún pululaban las partículas de vapor de agua con el olor del jabón y el champú. Después recorría la cocina, imaginando los pasos que ella habría dado, las despensas que habría abierto, la silla que habría usado, y olfateando cada cosa, y lo mismo hacía en la sala. Cada casa tiene un olor particular. El departamento de Blanca olía como debe de oler el cielo.
    Estableció una rutina placentera, que le permitiría vivir satisfecho. Por la noche usaba los objetos de Blanca, por la mañana visitaba su hogar y durante el día la tenía a ella en persona sentada frente a su computadora. Creyó que era feliz sumergido en ese mar perfumado.
    Hasta que llegó el maremoto.
    Ocurrió uno de los días de cierre del presupuesto para el ejercicio fiscal. López había tenido que pasar más tiempo del habitual sobre el hombro de Blanca, y a la vez, como había ido ganando confianza, estaba más cerca de su cuello de lo que habría sido prudente y, sobre todo, más distraído y desinformado del presupuesto que nunca.
    El movimiento que sobrevino entonces fue una de esas extrañas mezclas de azar, voluntad y obligación laboral, una de esas travesuras de los hechos que cambian las trayectorias de las personas. Quizá fue Blanca la primera que giró la cabeza, o quizá fue él pensando en el peinado que ella llevaba, porque los presupuestos se le habían caído del pensamiento desde hacía mucho tiempo. El caso es que López recibió en la cara, como un huracán de placer, el aliento que normalmente se había limitado a buscar furtivamente. Quizá adelantó los labios, quizá los labios se le adelantaron a él: como fuese, en un instante descubrió que esa boca no sólo tenía un olor, sino también un sabor a menta y flúor con cielo, si es que el cielo huele a algo que no sea la sala de Blanca. Y lo mismo ocurría con las mejillas, y las orejas, aunque ellas no olían a menta y flúor sino a jabón Palmolive, porque seguramente el cielo tiene varias secciones de perfumería y farmacia. Cuando se descubrió besándole la nuca y luego sintiendo llegar a su oído el mismo aliento que antes se limitaba a perseguir mientras huía de los labios, supo que los presupuestos, ahora sí estaba claro, apestaban a tierra y oficina.
    —No imaginaba esto —dijo él sonriendo.
    —Yo me lo olía —respondió ella mordiéndole la nariz.
    Antes de salir de la oficina, López le pidió que se encontrasen en un hotel cercano.
    Para no despertar sospechas ni rumores, Blanca salió diez minutos antes y él se quedó haciendo ruido con las teclas de la computadora y sacudiendo papeles en el aire para dar la impresión de que tenía trabajo. Cuando creyó llegado el momento —después de contar hasta 1,346—, salió.
    Mientras abandonaba la oficina se imaginó el festín que le esperaba. Había cantidad de olores en Blanca en los que aún no había penetrado: el aroma de sus axilas desnudas, el perfume de su piel entre las nalgas, en los muslos, en la espalda subiendo hasta el cuartel general de los hombros, el acogedor efluvio de sus pies.
    A dos calles del hotel reflexionó sobre lo que eso implicaba. Podría olerla con todo el cuerpo. La tocaría, la percibiría con los dedos y la lengua, podría oír el sonido de su respiración y sentir su tacto en el resto de la piel. La vería entera, entregada, y sentiría el gusto de su vientre y del canal entre sus pechos. Y ella también. Desplegaría para López sus cinco sentidos hasta absorberlo, podría paladearlo con todos sus poros. Se imaginó a los dos enredados en esa mezcolanza en que uno ya no distingue los sabores, los olores, los colores y los tactos, en que el olfato se diluye entre las demás percepciones, como las lágrimas en la lluvia.
    Ya en la puerta del hotel detuvo un taxi.
    —A Jesús María —le dijo al conductor, pensando que quizá llegaría a casa a tiempo para cenar, y preguntándose si sería muy difícil pedirle al jefe de personal un cambio de oficina.

 

 

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