Con las manos sobre la superficie de la mesa mi hijo me está explicando cómo atacan los dragones de Komodo: «Se acercan a su presa lenta, pero tan lentamente, que no parece que se están moviendo» —y su mano derecha se desplaza (con menos lentitud de la que él seguramente quisiera) hacia la incauta izquierda. «De repente —la mano se crispa un poco—, de un solo movimiento potentísimo —dispara una mano rauda—, atrapan con los dientes a su víctima» —ya envuelve una mano a la otra con furiosos tendoncitos. «Alcanzan hasta 20 kilómetros por hora en ese impulso» —le digo yo porque espié la página que él había estudiado. Me mira con asombro pero sé que le he robado un dato y que mi aportación científica es muy pobre frente a la caza contundente que me ofreció Santiago con sus manos.