El artista de la impuntualidad

Alonso Cueto

Se llamaba Estanislao, y se preciaba siempre de la tardanza de su nombre. Si me hubiera llamado Luis o Juan, habría sido distinto, comentaba.

Estanislao era profesor en la universidad y a lo largo de sus veinticinco años de carrera fue considerado por sus alumnos como el mejor profesor de Historia. Sus clases eran ordenadas, elocuentes, inesperadas. Su único defecto era una impuntualidad crónica, un defecto que se consideraba derivado de la extensión de su nombre. Nunca llegó a la hora exacta a ninguna clase, a ninguna reunión, a ninguna cita con los profesores.

En los corredores de la universidad siempre estaba de buen talante. Recibía con paciencia los ataques de sus colegas. Tuvo alguna aventura con una alumna, pero por lo general fue fiel a su esposa Lola, una morena delgada, sonriente y silenciosa que le dio cuatro hijos. Escogió con tino no llegar a los excesos de la fama. Fue apenas un intelectual medianamente conocido. Publicó libros de Historia y también opinó en los periódicos sobre el momento político. Se reunió con los amigos los fines de semana, asesoró decenas de tesis y llevó a sus hijos al colegio, al circo y a la casa de su suegra.

Estanislao murió a los ochenta y dos años, luego de sobrepasar en cuatro el último plazo que unos médicos le dieron de vida. Llegó tarde a su propia muerte. Una bandera peruana cubrió su ataúd por designio del ministro de Educación. sus amigos lo elogiaron en los periódicos. Una mujer lo lloró en secreto. su esposa y sus hijos recibieron a todos los amigos en el velorio.

Un tiempo después, un crítico habló sobre su obra como la de una promesa frustrada de la inteligencia peruana. Dijo que Estanislao de joven había prometido llegar a unas cimas intelectuales que nunca alcanzó.

Había dedicado demasiado tiempo a la cátedra, a hobbies como la música clásica y, sobre todo, a la conversación, el arte de la amistad en el que se empecinan los limeños.

Su obra por eso, aunque con destellos, era más bien pobre, algo repetitiva y superficial. Se limitaba, decía el crítico, a recopilar información de una época, no a dar una imagen de ella. Perdido en las cafeterías, en las comidas, en casas de amigos, en su colección de discos, el desorden de su vida había sido su enemigo.

La crítica era del todo justa y en todo lo demás equivocada. Los amigos reaccionaron. Fueron a la casa del joven crítico y le tocaron el timbre hasta despertarlo. Era un muchacho enjuto, de anteojos gruesos y voz grave. nunca había llegado tarde a ninguna cita.

Murió joven ese mismo día

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