…Prrrrrrriii, prrrriiii, sonaba su silbato plateado en la intersección de una avenida managüense. O la imagen de sus botas negras y pulidas sobre el escritorio de la oficina de tránsito de los años sesenta. Hay quienes lo recuerdan en las frías calles de una ciudad que podría ser Diriamba. El pueblo conocía su debilidad por los poemas y las esquinas de amigos hasta altas horas cuando la felicidad se disipaba en un semáforo rojo parpadeando en su cabeza o en la alarma de un reloj que cortaba el desvelo de un timbrazo. Aquella tarde ensayarías, no en la carretera a Masaya, sino en la Sur, que se apegaba mejor al libreto de esa memoria. Cuando doblaste en el 7 Sur tu parálisis y nerviosismo se tradujeron en una distancia que construías con sólidos muros de silencio. Recordaste sus bromas, su ronca voz femenina y un episodio, confuso, en que sustituyeron servilletas por toallas sanitarias y los abuelos rabiaron de impotencia.
…Sus hermanos la llamaban «negra » . Dicen que corría siempre, que le gustaba subirse al techo a comer jocotes y tirar las semillas al patio contiguo; que de pequeña tocaba los timbres de los vecinos y huía apresurada a reírse detrás de una puerta. Su vida fue simple. Graduarse en la universidad, casarse con un guardia, vivir cerca de sus padres, inscribir a las hijas en un colegio de monjas, atender su clínica junto a su casa, el ciclo común de las personas sin pretensiones. Cuando llegaste al empalme que separa el kilómetro 8 del 9, te parqueaste en uno de los minisúperes a comprar un V8. En la trompa del carro bebiste el jugo y te fumaste un cigarrillo. Las llantas se te deslizaron un poco cuando subiste la vía que separa la carretera vieja de tu destino, aún incierto. …Un grupo de rebeldes sandinistas se tomó cierto caserón institucional con civiles adentro. Sus compañeros uniformados corrían de un lado a otro o se fijaban en los puntos trazados para apuntar sus armas hacia el enemigo y cercarlo. Entonces, Él se levantó de su escritorio y desapareció sin dejar rastro.
Los gritos se mezclaban con los disparos de garand, ametralladoras Thompson y alguna que otra 38 Smith and Wesson. Ella se cansaba de limpiar y reparar dientes ajenos. No toleraba la gingivitis, pero le entretenía enormemente taladrar caries o practicar baños de flúor. A las seis de la tarde suspendía sus labores y cruzaba a casa a inspeccionar que la rutina siguiera su curso. Un cuarto para las siete se escuchaba el prrrriiiiii, prrrriiiiii y desde el fondo de la casa las minúsculas g y a corrían a subírsele encima. Él se ponía en cuatro patas y las dos se le subían en el lomo, el perro ladraba, la lora gritaba, el gato maullaba, era tiempo de cenar. Dicen que dormían los cuatro en la misma cama y los animales en el baño con la puerta abierta. Según la costumbre, él se sentaba a la cabeza de la mesa. Ella todavía con su gabacha blanca le servía el gallopinto caliente, el queso, la avena. Esa noche planearon el verano adhiriéndose a los planes familiares en la casa del mar. Él y ella tendrían derecho a tres días libres. g y a se adelantarían con los abuelos y los tíos. Sentiste deseos de vomitar y te detuviste en la Texaco del 11. Realmente te molestaste porque no podías solventar tus necesidades de una vez y te desconcentrabas de las evocaciones que reconstruías en el trayecto. Antes de llegar al 15 pusiste «Fast Car », de Tracy Chapman. Te daba seguridad atravesar las curvas a cuarenta y cinco kilómetros por hora y escuchar una y otra vez esa canción.
…Se respiraba humo bajo el pedazo de cielo delimitado por el alambrado público. Las ventanas, las puertas de las casas aledañas clausuradas todas por el miedo cuando entre las descargas de fuego apareció con su uniforme, su boina, sus botas y cinco galones de champán de lija. Sacó el pañuelo blanco bordado por Ella con sus iniciales y lo agitó a treinta metros del caserón. Un rebelde sin camisa detuvo el fuego y salió al encuentro. La guardia se replegó tras su sombra espigada. Él sonrió, le dijo que estaba cansado y que prefería beberse el guaro con ellos porque el insomnio lo mataba, que los magazines subían de precio cada mes y el departamento carecía de presupuesto. Que estaba harto, finalmente su obligación concernía al tránsito, pero dada la situación él y su equipo debían suplir algunos vacíos. Intercambiaron un par de palabras. Sobre esa plática sabías muy poco, pero especulaste dos o tres posibles diálogos. Atravesaste el Crucero como un rayo tratando de pensar lo menos posible.
…Estrecharon las manos mientras rebeldes y verdes se entrecruzaban. Las enormes puertas de madera del caserón se abrían, los rehenes todavía nerviosos no sabían cómo actuar. Él les dijo que se marcharan a sus hogares, que la noche estaba entrada y sus hijos aguardaban solitarios. Una fila de veinte rehenes caminó silenciosa hasta perderse distantes en la sombra. En el centro del jardín de aquel caserón colonial formaron un círculo de taburetes, sillas y una mesa con una pata coja. Sólo se quitó la chaqueta del uniforme, para estar cómodo con su camisola blanca. Instalados, sacaron un manojo de cartas, se desmocharon y chuparon los galones celebrando las victorias y derrotas del juego. Las extremidades empezaron a desentumirse, los cigarros ardían en las bocas masculinas, el vaho del alcohol sudaba por sus pieles cuando la luna alcanzaba su incandescencia máxima. Pausas en que cantaron boleros de Javier Solís, valses de Chabuca Granda o alguna milonga desconocida de la Argentina. Hasta que el amanecer les alumbró el rostro. Con aliento amanecido se despidieron entre dirigentes y decidieron guardar el secreto. Del grupo de rebeldes los dos cabecillas partieron a la montaña y el resto de hombres fue entregado. Cuando arribaron los superiores se reportó un forcejeo del que no se supo bien porque los segundos, engañosos y veloces, desajustaron los sentidos de la Guardia.
Te repetiste. Intuiste una corriente marina. Tal vez te derrumbaste un poco al presentir las mordidas del frío abismal. Disminuiste a cincuenta y activaste tu manejo defensivo con el clutch y los cambios.
…Él regresó a las calles de aquella vieja Managua. Prrrrrrriii, prrrriiii, levantaba sus manos para dirigir a los vehículos, burrubinas, pontiacs, volkswagens escarabajos, buses, taxis Hillman y cerraba un ojo… y en las noches sin turno regresaba a casa a cenar.
En los setenta la línea punteaba al sur. Una mañana de marzo la esperaban en el mar. Él llegaría mañana. Ella hoy. Detestaba el ligero tráfico de la ciudad. Pero Ella disfrutaba las carreteras abiertas y vacías. Así la velocidad se le transformaba en imágenes en donde ya casi sentía la espuma en los pies, y las niñas colectaban piedras, conchas, caracoles que acumulaban en un balde que Él cargaba. Tal vez sentarse en la arena juntos cuando el sol no estuviera tan fuerte, dibujar un muñeco feo con el dedo, ponerle un nombre. Luego caminar a un comedor de la costa, ordenar un enorme pargo con papas, una cerveza, un cigarrillo. Unas olas en vaivén, limpiar con la servilleta los labios mantecosos de las pequeñas, cuidar que no se traguen una espina. Justo pasó una caravana de furgones en el carril contrario y disminuiste a treinta. Casi en secreto cantabas: I remember we were driving, driving in your car, the speed so fast I felt like I was drunk, city lights lay out before us, and your arm felt nice wrapped ‘round my shoulder, and I had a feeling that I belonged, and I had a feeling I could be someone.
…Fue un crash único a unos cuantos kilómetros de su meta. Un Big Bang que dio origen a otro universo. Los abuelos contaron que la vieron en la casa del mar minutos antes, que sus últimas palabras fueron: «Lo siento, no lo vuelvo a hacer » . La noticia se difundió al instante, la radio, la policía, el trámite. Él llegó hasta donde Ella dormía y se contuvo. En sus honras ordenaría tejer un manto de jazmines que cobijara su ataúd. Meses después se le vio por las calles. Ya no levantaba los brazos tan alto y el volumen del silbato se debilitaba en cada soplido. g y a fueron enviadas muy lejos. Al verlo tan solo, Ella no tardó en mandarle un pasaje por la misma vía con escala en silla de ruedas y un derrame. g y a regresaron a un desierto. a conoció el silencio. g se dio contra las paredes verde clínica de una nueva vida. Pasaron lustros y a emigró a otro país, cada mes enviaba postales, fotos, cartas, suvenires. Para g vino la inercia de un globo que aparece de la nada. Descubrió la tristeza de los contextos que no hablan y aprendió música. En un piano barato japonés color vino de blue jeans y tennis blancos se sentaba a tocar Para Elisa. Cada uno de sus dedos había registrado las notas, los bemoles, los movimientos exactos de los pedales. Era tan hábil con las teclas. Hasta que un día olvidó que existía la música porque el alfabeto rojo nunca pudo desprendérsele de la mirada. Aumentaste a sesenta. Bajaste la ventana para sentir el viento en tu rostro. No sabías a dónde ir. Dónde detenerte. ¿Regresarte? Pero leíste una flecha de madera y doblaste.
Llegaste a un camino pedregoso y empinado. Temblaste con el carro. Prrrriiii, prrrrrrriii, te detuvo un policía. Tus documentos, la circulación, el seguro. Te trabaste al hablar, pero no te multaron, pudiste seguir hasta dar con una reserva natural. Buscaste una sombra y te parqueaste. Te recostaste en la trompa a fumar. Cerraste lo ojos para ver mejor. Ahí estuviste largo rato, repitiéndote, hasta salir de nuevo a la carretera y buscar tu centro o un equilibrio que te sedara. Cierta mañana de los ochenta llamaron a G para notificarle que Él y Ella le habían enviado un pasaje en vuelo directo a A, por la misma vía. Entonces la naturaleza pasó por su cuerpo sin siquiera ella sentirlo. Aprendió como nadie el juego de las agujas, casi como si sus manos hubieran sido moldeadas por las tinieblas, fue cortada, recortada, zurcida, tanto que la balanza se inclinó hacia un lado y fue feliz sin ser, y cada vez que alguien sufría G reía y el pecho no le cabía en el puño. Regresó a su vértice verde clínica, levitaba en fármacos por el día, veía turbio por las noches, escribía historias fantásticas, inventó su propia serie titulada «El país de las amapolas » y no le interesa publicar. Inventó también un planeta con los nombres de Él, Ella y a, denegando la visa al mundo. En su mesa de noche guarda un silbato, una gabacha blanca, un ramillete de jazmines marchitos, una libreta donde escribe sus sueños y un blíster de anafranil de Roche. Ruega siempre que le manden un pasaje pronto.
Nunca sale de su cuarto, excepto al jardín, donde sólo cuida jazmines. Dicen que cuando está de buen humor se pone la gabacha y camina entre las flores levantando los brazos y soplando el silbato: prrrrrrriii, prrrriiii, prrrrrrriii.