La vocación del lector es la del flâneur. Las ciudades vuelven física una historia, lo mismo que las bibliotecas. Hay cierto placer en recorrer los estantes propios como quien relee con regularidad sus propios escritos. Los historiadores hablan de hazañas arquitectónicas como la Gran Muralla China, pero sólo los auténticos lectores entienden el triunfo que supone reunir en medio metro cuadrado todos los libros de Wodehouse publicados en español.
La aparición de un nuevo ejemplar en la biblioteca prescinde de los protocolos. No hay ceremonias de inauguración con cada nueva colección o cada nuevo autor. Se diría que los edificios llegan a veces discretamente y van poblando la ciudad con otras voces. Entonces el rumor de la calle adquiere entonaciones desconocidas gracias a esos inquilinos que aterrizaron con todo y casa. Y es en ese crecimiento que entendemos la variedad del mundo (aunque con frecuencia odiemos oír la palabra gilipollas en boca de Henry Chinaski).
Un día, después de años de frivolidad y escritura automática, descubrimos que no hay espacio ni siquiera para tener un hijo y entonces pensamos en la explosión bibliográfica y en la manera en que nuestra ciudad se nos fue de las manos. Con la minuciosidad de un urbanista recorremos la biblioteca palmo a palmo tan sólo para convencernos de que su desorden es una suerte de autobiografía sometida a iguales dosis de casualidad, codicia y obligación.
Por ejemplo, hay libros que son un lujo inexplicable, como los monumentos feos o la megabiblioteca José Vasconcelos, pero están ahí porque se compraron con el dinero de otros (una beca, un premio, o el presupuesto del Instituto de Cultura que los imprimió y regaló a todo organismo viviente alfabetizado que asistiera a la presentación). Incomprensibles como un códice, los libros-elefantes blancos cuentan una historia más interesante que la que hay en sus páginas: la de su arribo a nuestra vida.
Por otro lado, están los libros-cuartos de renta baratísima, acogedores (a pesar de esas paredes deslavadas) y que no hubiéramos descubierto de no ser por el precio. A ésos acudimos a escondidas para tener relaciones con chicas que no son nuestras esposas. Son lugares clandestinos, que en algo nos recuerdan que somos poetas miserables y que todavía escribimos gratuitamente en los periódicos. Pero también son libros donde es posible entender los claroscuros de la vida —ese foco único a mitad de la medianoche proyecta nuestra sombra de forma tan grotesca que por un momento no queremos saber nada más. Los libros-cuartos tienen azoteas con buena vista a otras azoteas (es decir, a la vida miserable de los otros, los grandes escritores o los amigos pobres que también escriben). En su mayoría fueron construidos hace tres décadas y se nota.
(A veces, ante el primer estornudo queremos renovar el cuarto. Pero cuando vemos el mismo libro en una edición reciente, algo sucede y no nos gusta. Como si de repente todas nuestras experiencias vitales hubieran sido sustituidas por experiencias mejores pero terriblemente insípidas. Volvemos entonces a los libros usados, sólo por recordar lo que el azar y los saldos hacen en beneficio de nuestras biografías).
No está bien decir que una tarde revisamos montañas de rebajas para apenas encontrar un ejemplar de La maravillosa medicina de Jorge. Ese tipo de deportes extremos nos expone ante nuestros lectores. Tampoco está bien comprar casas que parezcan en realidad salas de juegos —siempre que alguien te pregunte por todas esas atracciones marca Roald Dahl es mejor pretextar que son para los niños que lleguen de visita. A los libros-parques de diversiones hay que apartarlos, pero no demasiado, para que no desentonen con los tomos de Anagrama (esas viviendas compactas y coloridas que causan buenas impresiones). Los libros-feria son grandes, de pasta dura, con muchas ilustraciones, de traslado difícil. Y siempre llegan de la mano de una amiga guapa.
A veces pienso que hay que distribuir sabiamente los lugares de entretenimiento a lo largo de nuestra ciudad y evitar hasta donde sea posible las películas de estreno. Los libros-salas de cine hacen referencia siempre a una cartelera pasada, presente o futura. Dan la idea de que somos unos oportunistas, incapaces de leer algo que no haya sido guión o esté en proceso de serlo. Los libros-salas de cine tienen portadas horribles con actores a los que es difícil identificar con los personajes que aparecen dentro. Hay otros cuyas imágenes siempre existen como posibilidad, y unos más que ya están en tiempo de proyección, pero de los cuales no queremos saber nada.
(En las ciudades respetables no hay más de cinco cadenas de sex shops. Las más concurridas pertenecen a franquicias que han ganado adeptos con el tiempo: Sade, Miller, Nin o Houellebecq: todas ellas ofertan fantasías, aunque algunos de sus disfraces tengan un abierta preferencia por el masoquismo).
En el extremo opuesto están los libros-museos, a los que acudimos los domingos porque la entrada es gratuita, sobre todo cuando vamos acompañados de jóvenes estudiantes. Ésos dan buena fama y la oportunidad de un nombramiento rimbombante como Patrimonio Cultural de la Humanidad o Biblioteca Fulano de Tal (se supone que llevará tu nombre). Se trata de edificios donde los guías de turistas han dejado larguísimos pies de página por todos lados. De ellos hemos perdido el sabor de la errancia. Los eruditos nos regañan cada que queremos saltarnos las cintas de seguridad.
Ocupando cada vez más espacios están los libros del trabajo, a donde asistimos ocho horas diarias para cumplir con las obligaciones de la escuela o la revista. No podemos decir que son feos o inhabitables, pero un reloj checador en la puerta vuelve un infierno hasta a Woody Allen. A éstos ingresamos siempre pensando en la hora de salida, con la mente perdida en una mujer o en otra trama. En sus páginas ejecutamos obligaciones automáticas —tomamos notas, subrayamos párrafos, cruzamos referencias bibliográficas—, y el estrés termina por fulminar el placer que sentimos alguna vez, en la primera cita. Esos edificios se instalan en nuestra ciudad porque reditúan o, por lo menos, porque mueven el dinero suficiente para que otros lugares más gozosos puedan existir. Son como los bancos con cajero automático: afean la vista del parque, pero no tanto en los días de depósito.
También están los libros-estadios que sirven para reencontrarnos con las multitudes. No está mal de repente ir a ver al Rowling Athletic Club o el Dan Brown United, sobre todo si uno es consciente de que el equipo juega pensando menos en la fanaticada que en las cámaras de tv. Resulta catártico de vez en cuando sentir el furor de la compañía ruidosa, hacer la ola y gritar groserías al árbitro (uno de esos pedantes hombres de negro que todo lo comparan con Shakespeare), siempre y cuando haya —de vuelta a casa— un espacio no mayor a un tomo de enciclopedia donde sea posible sentirnos solos otra vez.
Tampoco hay que pasar por alto los libros-glorietas, que únicamente sirven de referencia para ubicar otros libros. Se trata de ejemplares bonitos, llamativos y adquiridos por el simple regodeo de un título astuto y el golpe de genio de algún diseñador gráfico. Resultan prácticos cuando hay que dar la dirección a un amigo que busca a McCarthy o a Bellatin, o que quiere regresar a John Cheever a su domicilio particular después de una atroz
borrachera. «¿Cómo llego?», te dice el amigo, todavía con resaca. «De aquel tomo gigante de 1001 libros que estás obligado a leer antes que yo, tres ejemplares más atrás».
Necesariamente escasos, pero más por biografía que por mal gusto, están los libros-iglesias, donde vamos a hincarnos cada determinado tiempo en que no hemos escrito nada que valga la pena y tenemos la imperiosa necesidad de recuperar la fe en la literatura. Los libros-iglesias albergan alguna imagen milagrosa, a la cual acudir cuando la desazón ha vuelto infértil nuestro tiempo en la computadora. Escritores viejos aconsejan ir todos los días a la parroquia, releer al menos una página perfecta o una hagiografía resumida y, en el caso de que todo esté perdido, emular a alguno de esos nombres santos, pero sin caer en la estupidez de hacerlo paso a paso, como si se tratara de una receta. No obstante, la mayoría de nosotros somos creyentes a modo, incapaces de tener una convicción sólida a menos que nos encontremos en un abismo de esterilidad.
Finalmente, y no por ello de presencia menos importante, están los libros-rascacielos. Son las obras esenciales para tirarse del piso 23, pero en mayor medida para renunciar a escribir. A sabiendas de que no somos aptos para hacer otra cosa en la vida, los libros-rascacielos nos dan una perspectiva del vacío que significa teclear a diario algo que no valga mucho la pena. Sólo cuando vences el vértigo y te das cuenta de que eres tan pequeño como los otros miles de escritores que caminan en la acera (y de los cuales, a veces, te ríes en secreto), puedes bajar a respirar de nuevo. Ya a ras de suelo y recién reconciliado con la vida, pierdes el miedo de leer a tus contemporáneos.