La biblioteca de papel / Nuria Amat

 

Mi biblioteca no tiene ventanas. A diferencia de la biblioteca de Montaigne,
situada en la torre de un castillo cerca de Burdeos, para llegar a la mía debo bajar varios pisos y encontrar un espacio en forma de cuadrilátero cavado en un subterráneo entre los cimientos del edificio en el que vivo. Mi biblioteca es oscura. Más cripta de iglesia parece que almacén de libros. Una tumba de obras literarias. Un mausoleo destinado a la lectura. Un monumento vivo. Al fin y al cabo, los libros siguen alimentando mi existencia. ¿Ahora menos? Ahora, cuando tal vez ya me he convertido en libro y, de forma algo maniática, me dedico a ganar espacio para libros futuros desechando los pobres volúmenes que no sirven. Vaciando biblioteca, como dicen que hacen los sabios con los recuerdos imprecisos.
    ¡Cuánto hubiera deseado tener al menos una ventana en mi biblioteca! Una sola. En las alturas. Bajo la luz cenital de las estrellas. Como la biblioteca de tres ventanas de la que Montaigne se sentía orgulloso de ver a través de ellas «tres vistas de rica y abierta perspectiva». Atisbar un poco de luz natural con la que contrarrestar la oscuridad del pozo de mi oficio. Odio y amo las bibliotecas. Por este motivo, seguramente, destiné un garaje de doble altura como espacio donde colocar la mía. Un orfanato de libros. Un hermoso y abigarrado asilo en el cual abandonar a su destino diez o quince mil almas moribundas. Y desde que, hace años, me decidí por el sótano como lugar adecuado para conservar mis libros, no he dejado un solo día ni una sola noche de mantener una lamparilla encendida. ¿Será que las bibliotecas son los templos sagrados de los lectores agnósticos? Los libros permanecen muertos en sus nichos, ineptos para reclamar nada salvo cuando unas manos inquietas y faltas de consuelo deciden abrir uno de los volúmenes y descansar en ellos. Es entonces cuando ocurre el milagro. La aparición de un eco esperanzador. Un mundo que ilumina.
    Yo estoy arriba. Ella abajo. Yo escribo. Ella sigue muda. Yo soy hija. Ella: madre milenaria. Cuando me conviene, voy y vengo de la biblioteca a mi cama, del sillón de lectura a mi mesa de trabajo de escritura. En este deporte consiste la gimnasia de la literata inquieta. La cama es también mesa de trabajo de la escritora. En casa, todos los rincones son mostradores de invitación al pensamiento ensimismado que es, en el fondo, una forma de lectura interior. Los libros suben y bajan conmigo. Caprichosamente, algunos. Otros por la necesidad que me impone el privilegio de escribir. Nunca leo novelas mientras estoy escribiendo narrativa. Ni poesía cuando escribo poemas. Leo lo contrario de lo que escribo. Un género literario distinto como resorte para saltar siempre hacia delante. En alguna ocasión he querido imaginar a Borges observando mi ejercicio de concentración acróbata que consiste en moverme entre volúmenes y anaqueles como Nabokov se agitaba en el prado con su cazamariposas. No teniendo bastante con leer los libros del bibliotecario argentino, he ido introduciendo vidas y quimeras de escritores que admiro en algunas de mis primeras novelas. Narrando peripecias compartidas con ellos, con la misma familiaridad de los seres queridos, convirtiéndolos en personajes de novela para que de ese modo formen parte de mi vida.
    Mi biblioteca es cada vez más un archivo prehistórico. Admitámoslo. Ha adquirido el color vainilla del papiro. Se va pareciendo cada vez más a la biblioteca imaginaria de la novela Auto de fe de Elias Canetti. Cueva del intelectual fantasma, encerrado y perdido entre sus libros. Sumido en su locura libresca. ¿No decía Cervantes que los muchos libros terminan por volvernos locos? A la biblioteca la he saqueado en varias ocasiones, pero sigue multiplicándose. Hay algo de desafío en esta forma de acumular tesoros decadentes, despreciados por la sociedad de consumo que valora la supuesta utilidad y la moda de los objetos modernos por encima del patrimonio intelectual o de conocimiento que puedan proporcionarnos. Todo está en internet. Y no es una apariencia. Casi todo lo publicado en el mundo puede llegar a ser nuestro en un segundo con sólo mover la tecla milagrosa. Mi biblioteca es una provocación a un sistema que tilda de personaje sospechoso a cualquier individuo propietario de una biblioteca. La pantalla electrónica refleja el vacío del mundo. Es decir: el no mundo. Por el contrario, la biblioteca es una caja reproductora de muertes y melancolías, un hogar donde sólo pueden sentirse a gusto las personas que deseen un conocimiento más profundo sobre el mundo y sobre nosotros mismos. La biblioteca es un despilfarro, produce un efecto bárbaro a quien considere el acto de pensar como proyectil al disfrute del consumo.
    Sin duda, a los vecinos de mi comunidad les resulta estrafalario que yo haya destinado mi garaje a poner una biblioteca. Allí se espera que uno coloque los diferentes coches que debe tener en propiedad para sentirse protegido de los desequilibrios y sinsabores del mundo. Los coches han aparecido para sustituir las antiguas bibliotecas. Proporcionan una marca a su propietario, un sentido de honor a la familia, y dan seguridad emotiva. Son silenciosos. Los libros, por el contrario, son altavoces secretos. Inservibles. Pero yo no tengo una biblioteca para mostrar cuán feliz o infeliz me siento con o sin mi biblioteca. Tengo una biblioteca para ser. Una biblioteca como lazo atávico a mi tradición lectora. No crea nadie que la biblioteca es mi lugar de muerte y encierro. Tiene más de manicomio que de necrópolis. Siempre estoy alerta. Yo escribo. No vaya a confundirme un libro con otro libro. Está preparada para defenderme. La mantengo como único explosivo capaz de revolucionar silenciosamente el mundo. Como si mi biblioteca fuese una gramática o un diccionario, me sirvo de ella para marcar el límite entre el hecho de pensar y el de escribir. Su mejor recompensa es haber hecho de mí varias personas. Tiene algo de monstruo de mil cabezas. Es una bestia cargada de vacilaciones. Un corazón de humanidades. Cuando se muestra indiscutible o invasora, la abandono. Huyo. Viajo a otros territorios. A mi mesa de escritura.
    Duermo con libros. Me gusta dormir con libros. Como si creyera que sus páginas pudieran volar sobre mis sueños secretos. Tengo, con los libros y sus autores, una relación de intimidad y cercanía progresiva. Gracias a ellos soy escritora. Gracias también a ellos seré capaz de dejar de escribir cuando considere que llegó la hora del prudente silencio. Mientras tanto, vivo convencida de que mi mirada sobre el mundo, mi admiración por el conocimiento y mi pensamiento vago y enfermizo se los debo a los libros. Para los escritores verdaderos, los libros son el alimento de su escritura. El lector puro es el que tropieza a cada rato con un deseo nuevo o viejo de lectura. La página anunciada llega siempre como una aparición y un milagro. La acariciamos recelosos ante su posible huida. Escribir es jugar a hacerse el loco. Y leer en papel impreso: una especie de revolución interior con final feliz.

 

 

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