¡Detén el volante, por favor! / Marco Julio Robles

para Gilma Luque

Brilló el ámbar a lo lejos. Después el rojo y enfrente un auto; al asomar la vista a través de los cristales contó cinco vehículos antes que el suyo. Tal vez, imploró, logremos pasar los seis en el siguiente verde.
     Pero por la diaria experiencia con el tráfico de la ciudad sabía de antemano que tendría que esperar, al menos, dos altos antes de poder cruzar la avenida. Pegó la frente al volante y lanzó un suspiro, sintió en la frente el sudor de sus propias manos.
     Asomó la vista por encima del volante y recargada en un árbol, al comienzo del camellón, vio a la vendedora de cócteles: todos los días la veía cuando pasaba por la mañana en dirección al trabajo; siempre la había visto acompañada de un niño de estatura baja, moreno y flaco (¿su hijo?) que le ayudaba a sortear los autos tambaleándose con las bolsas llenas de fruta picada en grandes triángulos, con los vasos de jugo o con el yogurt ofrecido en recipientes de trasparente plástico y coronados con cereal y hebras de miel.
     Volvió a recargar la cabeza sobre el volante y miró su pantalón; bajo el gris de la tela estaba el bulto entre sus ingles, sintió deseo pero contuvo la erección pensando en ella. A estas horas, mientras él imploraba en silencio a los otros conductores que se dieran prisa, ella dormía acurrucada en la cama, debajo de las mantas, con el vientre plano y sin hijos a los cuales criar, ¡cómo si de tener un hijo o dos, hubiera tenido que levantarse en la madrugada a picar fruta y salir a las calles para venderla!
     Al subir la vista de sus piernas al vientre vio la mancha. Un óvalo irregular y oscuro, de café o mostaza, en la punta de la corbata. Quiso pegar la mancha a su lengua para identificar la sustancia, pero recordó de inmediato que él gustaba de observar a otros conductores cuando no le veían. En aquella ciudad había visto de todo, desde lo más común, como mujeres maquillándose, hombres fumando, gente escarbando en su nariz o cantando o hablando sola o gritando acompañada, hasta conductores con serpientes enredadas en el cuello, incluso, en una ocasión, vio a una mujer tocando el violín en cada alto, apenas titilaba el amarillo y ya estaba con el instrumento al cuello. Al recordar a esa mujer (maquillada en exceso y con el cabello teñido de rojo) se dio cuenta de que desde hacía años no veía seres extraños mientras conducía por la ciudad. ¿Ya no existían, o había perdido el entusiasmo por encontrarlos?
Volteó a su derecha, el gordo del auto rojo lanzó un suspiro y volvió sus ojos hacia él, él dejó de mirarlo con disimulo para concentrarse en el de atrás. Visto por el retrovisor era un hombre joven, treinta años, quizá un poco más, su auto era gris, sus ojos oscuros miraban al frente mientras tamborileaba con los dedos sobre la curva del volante, también llevaba prisa.
     A la izquierda, el camellón bordeado con árboles descoloridos; arriba, el cielo azul claro, unas cuantas nubes y un sol tímido. En el estéreo del auto Aretha Franklin era interrumpida por el pronóstico del clima, por los detalles del tráfico… Pero a él, pensarlo le aliviaba, sólo le faltaban dos altos antes de tomar la incorporación del lado izquierdo para acceder a la autopista, con un poco de suerte llegaría sólo veinte minutos retrasado a la junta, aunque ya se los imaginaba sentados a la mesa ovalada con un gesto de impaciencia dibujado en la frente. Imaginándoselos se imaginó a sí mismo entrando por la puerta, fingiendo desenfado y hablando acerca de las marchas y los accidentes en la ciudad, del tráfico y de la gente que se cruza por las vías rápidas como si no existieran puentes o cruces menos peligrosos.  
     Volvió a mirar al gordo, masticaba algo, ¿galletas?, ¿chicles?, ¿pastillas de sabor? El de atrás golpeaba con más rapidez el volante y miraba a la derecha, seguramente aguardaba un descuido de los otros conductores para colarse en el carril central y avanzar más rápido. Pero no, no lo dejaré pasar, se dijo en voz alta, mientras observaba por el espejo retrovisor los movimientos del otro. Conducir en una ciudad donde todos desean avanzar a costa de los demás es parecido a los tiros de penal en los juegos de futbol: lo importante es mirar los ojos del atacante, observarlos con cuidado para descubrir hacia dónde se moverán y pararlos en seco cuando intentan ganarle a tus reflejos.
     El semáforo cambió, los autos reemprendieron la marcha. Él, desprevenido, al acelerar soltó sin cuidado el embrague y el auto ronroneó dando pasitos de vaivén: fue hacia enfrente, fue hacia atrás, y luego se apagó. Tres veces sonó el claxon del coche gris que lo esquivó por la derecha pero, quizá porque el conductor quiso detenerse a gritarle: ¡Don Pendejo!, no logró atravesar la avenida. Encendió el auto a la carrera y tampoco pudo pasar en esa oportunidad, pero, eso sí, quedó al frente de la fila: ahora ambos conductores evitaban mirarse, aunque él sentía un enorme deseo de estrellar su auto sobre el coche gris, recién encerado. Sin embargo, abandonó la idea al recordar al gerente, la oficina, la junta; no podía entretenerse más esperando la llegada del agente de seguros y los oficiales de tránsito. Cuando el verde volviera a aparecer en el semáforo como un ojo esperanzador inclinaría la defensa de su auto contra el otro y no le dejaría pasar y los autos que intentaran cruzar frente a ellos quedarían congestionados, y él, él se bajaría gritando: ¡Quién, dime, quién es Don Pendejo!
     El de atrás, que ahora se encontraba a su lado y que le había dicho pendejo, seguía moviendo los dedos sobre el volante, miraba al frente, de vez en vez, alzaba la vista como si con su ansiedad pudiera cambiar de rojo a verde la luz del semáforo.
A su lado pasó la mujer de los jugos, le ofreció uno antigripal mientras el niño alzó los brazos exponiendo ante sus ojos la fruta cortada en triángulos grandes, descuidados. Alrededor de las bolsas una abeja perseguía el zumo azucarado, y el niño no podía hacer más, sino divertirse engañándola.
     Tenía una mirada brillante y sus bracitos flacos, quemados por el sol, estaban salpicados de manchas amarillas. Desnutrición, sentenció sin pronunciar palabra al tiempo que negaba con la cabeza: no, no deseaba comprar fruta aunque sentía hambre, su estómago se agitó porque a su nariz llegó el olor de la sandía y de la miel, pensó que si su esposa se levantara a prepararle el desayuno no tendría motivos para desear comprarle fruta a una desconocida que obligaba a su hijo a acompañarla todos los días a la calle; además, seguramente, ese pobre niño no sabía lo que significaba una picadura de abeja.
     Si ella, siguió reflexionando, planchara las camisas, no me hubiera retrasado; este imbécil (miró hacia el auto gris) no me habría llamado pendejo; y yo no hubiera perdido tanto tiempo masturbándome en el baño, mientras me tallaba las axilas con una mano y me excitaba con la otra imaginándome a mujeres del pasado, si ella aceptara por las noches, al menos, la punta en la curva de su vientre.
El niño se sentó en el camellón, tan cerca de su auto que temió rebanarle las piernas con las llantas, ahora abrazaba las bolsas de fruta y la abeja volaba cerca de sus brazos trazando círculos vacilantes.
     El semáforo se puso en verde, atrás quedaron el auto gris, el niño y la vendedora. Atrás, también, su deseo de entorpecer el tráfico cruzándose en el camino del otro auto. Más velocidad: segunda, tercera… metió quinta justo cuando el siguiente semáforo titilaba indicando descender el ritmo de la marcha, logró pasar y de inmediato tomó la desviación izquierda, suspiró complacido al incorporarse en la autopista, había tráfico pero el tránsito fluía, no serían veinte minutos de retraso, acaso quince, con un poco de suerte lograría desviarse a la derecha en diez minutos y luego estacionarse en la entrada del edificio dejándole las llaves al portero para que estacionara el auto. Lo primero que haría al entrar a la oficina sería lavar la mancha con un poco de agua y toallas de papel. Después, pasarse la mano sobre el cabello y salir sonriente, confiado. Saludar y no ahondar demasiado en la demora. Las cosas estarían bajo control, y en la noche dejaría la corbata en el cesto de la ropa sucia con la esperanza de que la sirvienta tuviera más cuidado para la próxima.
Sintió en la boca del estómago el desasosiego, si ella tuviera más cuidado con las labores de la casa… Si no se pasara el día entero fuera, y no tuviera esos incomprensibles ataques de tristeza e inmovilidad, quizá, las cosas marcharían de mejor manera. Ella, ella, ella… En su cabeza todo rodaba de un lado a otro para terminar precipitándose en su esposa. La veía acostada, tapada hasta el cuello con las mantas, la imaginaba despertar, abrir los ojos y mirar el techo, levantarse de un tirón para encender la computadora mientras esperaba el café de la mañana; veía con claridad a las perras rondando sus piernas y a ella hablándoles con un cariño que desde hace muchos años no mostraba hacía él. No lograba recordar cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que tuvieron sexo, ¿semanas?, ¿meses? Tampoco podía rememorar un gesto de ternura reciente. Ni peleas ni sobresaltos. Él detestaba pelear y ella no tenía motivos de disputa.
La carretera era una enorme recta, aún quedaban unos minutos antes de tomar la desviación a la derecha, comenzó a sentirse cansado, desde hacía varios días no lograba dormir bien; a veces, a medianoche, despertaba con ganas de subirle el camisón y penetrar con su aguijón la curvatura de su cuerpo, meterle la mano entre las piernas y forzar la bienvenida. Ella contenía el impulso con la palma extendida sobre el vello de su pecho diciéndole: Ahora no, por favor… y él, él debía volver a su lado de la cama para mirar el techo y quedarse a oscuras en una quietud desesperante.
     Sintió las patas en la nuca, algo le caminaba en la cabeza. De cabello en cabello, descendía; la sintió en el cuello; se metió entre la tela de la camisa y su piel, a pesar de la corbata. No podía soltar el volante, no debía retrasarse, además, imposible orillarse, no había dónde.
Círculos, líneas rectas, diagonales.
     La abeja… Murmuró encogiendo despacio los hombros hacia sus orejas como si con ese gesto pudiera protegerse de la picadura. La piel comenzó a crisparse al recordar a la abeja que volaba cerca de la fruta, hasta un niño podía lidiar mejor con ella. Ahora miraba por el espejo retrovisor para calcular si podía disminuir la marcha; no sabía por qué pero deseaba ir más lento, no agitarla, tal vez; y tener más control de la velocidad y del auto por si le picaba en el cuello o en la espalda.
     Las patas seguían su curso. Subían del cuello a la cabeza, se enredaban en su cabello, esperaban… Seguían su camino sin rumbo, podían ir hasta la oreja o podían, si lo deseaban, descender de nuevo. Él espiaba por el retrovisor hacia su cabeza: ¡nada! Tampoco era tan pequeña como para no ver, cuando menos, su panza gorda, amarilla y rayada. No quería darle un manotazo, no, él no era un insensato, sabía que de hacerlo la abeja respondería a la agresión picando donde pudiera; al menos, deseaba verla.
     Volvió a estirar el cuello hacia el espejo, insistía en mirar a su compañera; movía la cabeza de un lado a otro a través de movimientos ligeros que lo hacían parecer uno de esos tipos de nervios descontrolados que mueven algún músculo involuntariamente. Su compañera dejó de moverse. Ya no la sentía; ahora la angustia era por no saber en dónde esperar el látigo del aguijón, ¿en la espalda? ¿En el cuello? ¿Detrás de las orejas o en la cabeza? Volvió a mirar por el retrovisor y alcanzó a ver la salida que debía tomar: ¡Puta! ¡Ya me pasé!
Ni siquiera pudo manotear enfurecido. Llegaría al retorno en diez, veinte, treinta minutos, quién sabe, el tráfico comenzó a crecer; en el radio, una locutora de agradable voz anunció un cierre de avenidas; el celular comenzó a sonar, un timbrazo fuerte seguido de una vibración, una vibración y luego otro timbrazo, sonaba detrás: lo había dejado dentro del saco y no podía girar los brazos, de hecho ya iba manejando con el pecho pegado al volante para evitar aplastarla si ahora caminaba en su espalda. Muy erguido, sin voltear hacia los lados, con el pecho casi rozando el tablero del auto, el radio a medio volumen y el celular sonando detrás, lo vieron pasar sin soltar el volante, sin perder el control.

 

 

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