Despertar / Melina Desiree Murillo González

Preparatoria Regional de Tequila / 2011 B

Abrí los ojos y volví a parpadear dos veces más, pero aunque sé que esto es un sueño, no logro despertar. ¿Cuánto tiempo llevo dormido? Siento como si llevara semanas vagando en el mundo de los sueños, pero ésta es la primera vez que logro escuchar la alarma del despertador. –¡Ya despierta, imbécil! –escucho la voz de mi mejor amigo hablándome, pero no puedo ver su cara. 
     Camino por el largo sendero de tilos teñidos con los manchones naranjas y opacos de los árboles en otoño. Paso junto a un par de bancas en las que, como siempre, no hay nadie. Por más que volteo a izquierda y derecha, no logro ver a otra persona en este parque.
     –¡Cuando despiertes, te mato yo mismo! –los gritos de este tonto… los oigo tan lejanos, vienen de más allá del cielo azul, por sobre las amarillentas hojas de los árboles que se mecen al compás del viento.
     –¡Por favor, ya despierta! –su voz suena más apagada. Percibo también, desde aquí, una voz ronca diciendo algo sobre tres semanas y lo difícil que es salir de un coma.
     A veces he podido escuchar la voz de mi padre quebrándose mientras solloza y dice cuánto me ama y que tratará de ser más afectuoso.
     ¡Como si me gustara estár dormido! Estiro mi brazo hacia el sol, pero no alcanzo el cielo. Sé que aunque trate de alcanzar sus voces no lograré hacerlo.
     ¡Maldita sea. Que alguien apague ese despertador!
     Vuelvo a escuchar la voz de Kevin gritando mi nombre; sé que grita porque su voz suena una octava más aguda, y sé que llora porque ha comenzado a hablar entrecortado. ¡Me molesta tanto escucharlo así…!
     Por fin logro llegar al final del sendero, justo frente al columpio del viejo roble. Siempre me gustó este lugar porque desde aquí se puede apreciar el parque en toda su extensión, y tambien porque siempre me ayudó a mantenerme alejado de la gente.
     Me siento con cuidado en el gastado columpio y comienzo a mecerme. Este vejestorio era la causa de mis peleas con Kevin cuando estábamos en el último año del jardín de niños. Yo traía siempre conmigo a Zarah, mi hermana de apenas cuatro años.
     Fue aquí mismo donde, ocho años más tarde, el tonto de Kevin se le declaró a mi hermana, y donde vino a buscarme casi un año después para llevarme al funeral de Zarah.      También es aquí a donde me siguió tras la muerte de mi madre, apenas unos meses después de la de Zarah, y terminó por darme una paliza bajo la lluvia; después de eso llegamos a casa empapados y llenos de barro.
     Desde el columpio que se mece despacio presencio una escena que se repite continuamente en este sueño interminable: mi coche estrellándose contra un poste, al otro lado del parque.
     Cierro los ojos y veo nítidamente el interior del coche. Por más que intento frenar, el auto no responde, la velocidad sigue aumentando y pierdo el control del volante.      Comenzamos a girar y finalmente chocamos contra el poste.
     El impacto es de lo más lento. Veo el rostro aterrado de Kevin y sin pensarlo dos veces me lanzo hacia él y lo cubro con mi cuerpo formando un ovillo, tratando de evadir lo más posible el golpe. Por mi mente pasa que, a mis veintitrés años, ni de coño me paro en otro funeral, menos el de mi mejor amigo. Sus ojos de gato –cómo lo molesté siempre por tenerlos grandes y verdes–, totalmente abiertos, fueron lo último que vi antes de perder el sentido debido al dolor agudo qu penetraba mis costillas. Tiemblo de sólo pensarlo, ¡vaya sueño más horrible el mío! Hasta puedo sentir el dolor punzante en mi costado. Lo palpo cuidadosamente sin sentir nada.
     Sentado en el viejo columpio veo las hojas danzando bajo el cielo anaranjado. En este mundo de sueños siempre me encuentro cerca del atardecer, con el cielo azul despejado dando paso al naranja y los matices rojizos, pero nunca logro ver más de una estrella porque en un parpadeo el cielo se torna nuevamente azul claro.
     Desde el otro extremo del parque llegan sonidos agudos intermitentes, como los sonidos de aquellas tardes de otoño que pasaba en la habitación de un blanco deslumbrante en la que solía reposar mi madre los días de octubre antes de su muerte.
     Los sonidos como golpecitos se vuelven más rápidos, y luego un dolor en el pecho que me entumece el cuerpo. De nuevo la voz del idiota gritón de Kevin junto con un montón de vocecillas murmurando cosas sobre cargas y mililitros taladran mis oídos. El dolor en la nuca que sentí la primera tarde, al principio del sueño, regresa junto con el dolor en el pecho. Es entonces cuando abro los ojos de golpe.
     ¡Por Dios, que alguién apague el despertador…!
     Maldito sueño más raro, me siento como si una vaca me hubiera bailado encima. Toso y enseguida trato de incorporarme, pero siento pesado todo el cuerpo. El blanco de la habitación me deja enceguecido y… ¡maldición!, ¡éste no es mi cuarto!
     –¡Menso! ¡Pensé que te nos morías! –grita Kevin, pegándose a mí, abrazándome y chillando como un crío. Todo me da vueltas.
     –Quítate, imbécil, mira que estás bastante pesadito –digo, con la garganta tan seca como si me hubiese tragado un vaso de arena. Toco mi costado izquierdo y esta vez sí que duele.
     –Mira, Javier, es un milagro que hayas despertado, es muy difícil salir de un coma y… –ni me molesto en escuchar la cháchara del hombrecillo robusto de mejillas regordetas cuyo bigote baila sobre su labio superior mientras lanza su perorata. De soslayo veo a algunas enfermeras arrastrando aparatos hacia afuera del cuarto.
     –¿Cuánto tiempo llevo dormido? –digo mientras me froto las sienes, tratando de ignorar al pegoste ojiverde que lloriquea adherido a mí.
     – Tres semanas –dice el amable hombrecillo.
     –Tres semanas… –susurré atontado. El par de palabras resonó fuerte dentro de mi cabeza.
     Me dejo caer con pesadez sobre la mullida almohada mientras murmuro un “estoy cansado”. Entonces Kevin suelta una carcajada y las lágrimas resbalan por sus mejillas.      “¡Cansado!”, dice mientras se sujeta el estómago el muy imbécil.
     –Javier, hijo, ¿cómo te sientes? –pregunta mi padre gimiendo, al tiempo que me sujeta una mano.
     –Me siento como una vieja fodonga –digo, antes de cubrirme el rostro con la almohada. No quiero volver a dormir en lo que me resta de vida.

 

 

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