El arte se nutre del desconcierto y la vorágine. En un lugar en el que los problemas se apilan sin cesar hay mucho qué decir. El comentario, la denuncia o la crítica son impulsos quizá capaces de transformar el entorno, sin embargo la pregunta persiste: ¿cuál es el papel del creador ante el mundo que lo rodea? El desorden que impera en el tejido social se traduce a fin de cuentas en cultura, en obras que no siempre aluden directamente al lugar en donde fueron concebidas, pero que tienen tanto que ver con el lugar como con el individuo que las creó.
Para que una obra tenga resonancia en quien la lee, la escucha o la observa es necesario que sea, de alguna forma, un espejo de su tiempo. El escritor, el fotógrafo, el cineasta o el músico deben observar desde adentro o, dicho de otro modo, deben aprender a sentir para luego traducir el sentimiento en algo tangible: una escultura, la coreografía de una pieza de danza. Entonces, entre más denso en significado sea el tiempo que refleja, mayor será el contenido que le da vida. «La tarea del artista es proyectar la realidad con todas sus contradicciones antes que moldearla según un modelo determinado externamente», escribe Colin MacCabe en relación con la obra de Jean-Luc Godard, quien aún no se ha cansado de retratar el mundo de su tiempo, que también es el nuestro. De entre todas las artes, es el cine el que está más ligado al mundo físico, pero no es la única. La tarea de plasmar la realidad aplica para todas en mayor o menor medida.
En 1940, George Orwell escribió «En el vientre de la ballena», un ensayo que elogia el carácter pasivo de Trópico de Cáncer, la novela de Henry Miller. Ahí dice: «Obvio es que ningún novelista está obligado a escribir directamente acerca de la historia contemporánea, si bien un novelista que sencillamente prescinde de los grandes acontecimientos públicos del momento en que le ha tocado vivir es por lo general un majadero o un sencillo imbécil». Hay tantas maneras de hacer referencia a la historia como hay seres humanos, aunque unas sean más sutiles y más efectivas que otras. Lo que Orwell celebra de Miller es su actitud despreocupada, casi indiferente, pero con la frente en alto. «Se limita a tocar el laúd mientras Roma arde. Al contrario que la mayoría de quienes lo hacen, toca el laúd dando la cara a las llamas». No intenta cambiar al mundo ni apurarlo, pero tampoco ignora lo que sucede a su alrededor. Pese a que el narrador de la novela permanece al margen, si no fuera por aquellas llamas el libro carecería de interés. El espectáculo del caos es la fuente que da vida.
Pero no sólo en el choque constante del mundo físico hay desorden; en la odisea espiritual del ser humano también reina el desconcierto. Tanto hacia adentro como hacia afuera hay tareas pendientes, porque lo que intentan el poeta y el pintor por igual es darle forma a lo que no la tiene, ordenar de algún modo el gran desorden existencial. Cuando el alboroto del mundo confluye con el fuero interno surgen las obras cuya profundidad asegura cierta permanencia. Sergio Pitol habla así de Joseph Conrad: «Es el autor de extraordinarias obras de aventuras donde éstas terminan por convertirse en experiencias interiores, viajes al fondo de la noche, hazañas que ocurren en los pliegues más secretos del alma». Son dos lados de una misma moneda: el mundo que se mueve como las aguas de un mar en tempestad y el espíritu, igualmente atribulado.
En un punto equidistante están quienes erigen castillos de artificio que emanan de un caos casi numérico, arquitectónico. Las tramas de Borges o de Philip K. Dick, inmersas en mundos paralelos que tienen que ver con éste, pero de lejos, tienen un núcleo no menos caótico. Comparar un cuento de Rubem Fonseca con «La biblioteca de Babel» sería como comparar a Cassavetes con Stanley Kubrick o a Picasso con Giorgio Morandi. Obras disímiles que comparten la fascinación por lo complejo, sean sentimientos, ideas o sucesos, ficticios o históricos. En el centro de todo está el caos.
Acá en el Rancho Grande
A principios de siglo pasé un año en Los Ángeles, en una escuela de cine. Al término del primer año me pareció ridículo permanecer más tiempo ahí. Para hacer cine no hay mucho que aprender en un aula; es un oficio que se forja en la práctica. Migrar a esa cuidad para hacer películas fue para mí un despropósito. Los Ángeles, gris y sin vida, palidece al lado del Distrito Federal, un espacio contradictorio en constante ajetreo. Vivir aquí no significa forzosamente hablar de esta ciudad al correr de la cámara; lo que seduce es el impulso que estas calles tienen en quien las habita, de Tenochtitlán a nuestros días. Aquí la sangre hierve.
Tengo la impresión de que las artes en nuestro país gozan de buena salud. No sólo hay mexicanos en los más altos estratos de reconocimiento, de Gabriel Orozco a José Emilio Pacheco o Carlos Reygadas, sino que el arte, la literatura y el cine en general cuentan con un nutrido grupo de finos exponentes (unos más que otros), cuyo número, creo, va en aumento. Lo mismo sucede en la música. En la tradición de Manuel Álvarez Bravo, Juan Rulfo o los muralistas de la primera mitad del siglo xx, esta tierra, al convulsionarse, esculpe obras cuyo eco se escucha en los más lejanos rincones del orbe. Como mecanismo de defensa o válvula de escape, entre mayor es el desasosiego más profunda es la reflexión. Entre más incontrolable la hidra de mil cabezas más brillante es la pieza cultural que de alguna manera la confronta. Frente a la corrupción, la injusticia y la guerra, está la poesía.
Sin embargo, aunque lo anterior fuera cierto, también lo es que esos grupos y esas obras son mínimos en comparación con la población de este país, sumida en la pobreza material y cultural. Me pregunto cuándo se va a dar la fortaleza institucional para revocar las concesiones a las dos televisoras que tanto daño han hecho, y que de seguir en manos de esos pillos de cuello blanco continuarán sembrando ignorancia y confusión. El panorama de la cultura popular es hoy más oscuro que nunca. La élite que tiene acceso a las obras aludidas es de ínfimo tamaño, y por ello se mantiene en un diálogo de corto alcance, entre aplausos y abucheos. El resto de los mexicanos se conforman con El Libro Vaquero y la telenovela de las ocho, resultado de siglos de mal gobierno. Televisa representa al país tanto como el Fondo de Cultura Económica.
En este sentido, las caóticas aguas en las que México se mueve resultan perjudiciales para el arte y la cultura. En un entorno en el que el compadrazgo y el tráfico de influencias son los ejes principales de la política y la sociedad, los puestos públicos importantes quedan en manos de la gente equivocada. Pocas cosas tan descuidadas en este país como la educación, y sin educación no puede haber una cultura verdaderamente saludable. Un pueblo educado se sale del guacal.
De vuelta al vientre de la ballena
El ensayo de Orwell plantea una pregunta que se responde enseguida: ¿hasta qué punto se debe involucrar el escritor en el drama que sucede a su alrededor? Ya en otro texto confiesa: «Mis sentimientos son sin duda “de izquierda”, pero creo que un escritor sólo será honesto si se mantiene al margen de las etiquetas partidistas». Es la misma idea que defiende al hablar de Trópico de Cáncer, una novela escrita desde el vientre de una ballena, es decir, desde un lugar con vista al mundo pero impermeable a él.
En el extremo opuesto de esta postura están los intelectuales comprometidos con el régimen, una noción estalinista que ya no tiene cabida en el mundo contemporáneo. La idea del artista que es también activista político es una reliquia del pasado. Los errores cometidos en nombre de un compromiso que coarta la libertad creativa y le quita independencia a quien la necesita para trabajar han sido lamentables. Las obras literarias que hablan en nombre de una ideología, un movimiento o un gobierno determinado acaban siendo panfletos de propaganda. Las acciones políticas nunca están del todo limpias, y por lo común degeneran en cosas más terribles. El artista, según Orwell, no es un hombre de acción, sino de observación honesta y subjetiva.
Aunque en ocasiones duela ser testigos de una realidad indigna, lo que una obra artística pone de relieve es la visión individual, que difícilmente puede hablar en nombre de una colectividad. «Al día de hoy apenas se requiere una guerra para hacernos entender el punto al que hemos llegado en la desintegración de nuestra sociedad, en el incremento del desamparo en que viven todas las personas decentes. Por este motivo pienso que la actitud pasiva, de no cooperación, implícita en la obra de Henry Miller, tiene plena justificación. […] Una vez más, es la voz humana en medio de las bombas que explotan. No hay sermones, sólo se plasma la verdad subjetiva». Lo mismo se puede decir hoy sobre nuestro país, donde la guerra entre y contra el narco recubre la mayor parte del territorio. Hay pocos escenarios tan caóticos como el de este país que se desangra corrompido hasta el tuétano. Y en medio de la desesperación florece la cultura, que se repliega dentro del vientre para estar a un tiempo presente y protegida.
La tempestad también da fuerza.