1.
Si, como dice Lezama Lima, la lengua española después de Cervantes no puede ser paradójica frente al tiempo y el espacio, sino contradictoria, la obra de Juan José Arreola se yergue como una discontinuidad frente a la fría extensión espacial y frente al tiempo continuo. Algunos de sus personajes son enemigos del cuerpo y la conciencia porque, como el guardagujas, están prestos a destruirse en un instante, no sin imprimir lo preciso de sus ecos. Esta discontinuidad se vuelve un atributo, una solución incomprensible: un enlace.
Los cuentos de Varia invención (1949), su primer libro, como «Hizo el bien mientras vivió», «La vida privada», «El fraude», están relatados en un presente aparentemente simple, pero cargado de anacronías que van naciendo del propio texto. A partir de los conceptos de orden de Gérard Genette en Figures iii (Seuil, 1972), descubrimos que dentro del libro existe una secuencia dos veces temporal: el tiempo de lo narrado y la narración misma se tocan o se disocian según el caso. Por un lado tenemos la historia real del protagonista, y por el otro, el texto ensancha su propia conciencia que hurga en el pasado su historia inconclusa, cuya veracidad obedece a su carácter de inmediatez. El texto es circular, un ir y venir lúdicos. Pero los acontecimientos, vistos de antemano en su tiempo, se colorean de otra significación al revisitarlos. Son reinterpretados y reemplazados.
En Confabulario (1952) los saltos en el tiempo son más complejos que en Varia invención. Encontramos, tal en «Parturient montes», una interrupción de la historia que sucede en presente para introducir la narración: «Entre amigos y enemigos se difundió la noticia de que yo sabía una nueva versión del parto de los montes». O como en «En verdad os digo», el sentido y el desenlace de la historia culminan en el futuro, fuera del texto. Conforme profundiza en su planteamiento, se va separando la historia contada del relato escrito.
Desde el punto de vista temporal, «El guardagujas» está construido a manera de los rieles del tren: por segmentos retrospectivos que completan la historia a partir de lagunas anteriores al texto narrativo. Se organiza por omisiones provisorias y por reparaciones a éstas, dentro de una lógica narrativa independiente del curso lineal del tiempo. Es por ello que en este cuento se presencia un ambiente fantasmal. El final es glorioso, pues logra unir las dos secuencias temporales en un perfecto encuentro entre lo narrado y la narración, y entonces el lector entra, de golpe, a la realidad interna del texto por su parentesco con la realidad externa:
—¿Es el tren? —preguntó el forastero.
El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar:
—¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice usted que se llama?
—¡X! —contestó el viajero.
2.
Según Gilbert Durand, un bestiario parece estar sólidamente instalado tanto en la lengua, en la mentalidad colectiva, como en los sueños individuales. Tal lo demuestra el Bestiario (1972). Arreola trabaja sobre algunas imágenes fijas que poseemos los humanos, y a partir de ahí da rienda suelta a su imaginario. Como la tarántula mortal (aunque en realidad no lo sea) y la salamandra ligada siempre al fuego, las cuales pueden entrar o no en contradicción con nuestra experiencia. Pero lo cierto es la fascinación que imprimen en los lectores, formando un asentamiento profundo, desde donde el animal se presenta como un abstracto espontáneo y se convierte en el objeto de una asimilación simbólica.
Por otra parte, el mito es una forma de espiritualización de lo sensible. De ahí que encontremos en el Bestiario referencias a bestiarios antiguos, cuyo auge se dio en la Edad Media, cuando se escribieron diversas versiones del clásico e hipotético Physiologus, «una compilación de pseudociencia, en la que se utilizaban descripciones fantásticas de animales, aves e incluso piedras, reales e imaginarios» (McCulloch). Las versiones medievales intentaban ilustrar aspectos del dogma y de la moral cristianos. A partir del siglo xii, varios poetas anglonormandos comienzan a componer en francés versiones rimadas del Physiologus. Arreola se instala en esta tradición, a través de la cercanía de la cultura francesa y sus referencias claras a textos de Lautréamont, así como sus traducciones de Jules Renard y Paul Claudel, entre otros. En Arreola el animal se vuelve lo impenetrable, lo extraño por excelencia. Los personajes proyectan en ellos sus angustias y terrores; y el animal se muestra como el signo vivo de sus límites e ilímites.
En la Edad Media europea el cristianismo fue un ecumenismo, una actitud vital; y, como afirma Lascault, la vocación del cristiano era la de «matador de monstruos». Es fácil reconocer en Arreola esta filiación, aunque irónica y trasladada a la modernidad. Con un par de ejemplos nos basta. Una niña que va al zoológico encuentra un león débil, desprestigiado y solitario; al entrar a la jaula éste continúa sin ninguna reacción a los embates de la niña: «Ante aquella total ausencia de reflejos, se proclamó en voz alta domadora de leones. La fiera volvió entonces dulcemente la cabeza y se tragó a la niña de un solo bocado». En «De cetrería», en un duelo amoroso entre un gerifalte y un halcón a causa de una paloma, encontramos rastros del espíritu regenerador de este último animal en la simbología cristiana: «Guardo en la memoria el fantasma de una paloma inalcanzable que palpita para mí».
3.
«Yo soy un hombre hecho de separaciones. De sucesivas separaciones», dijo en alguna ocasión Juan José Arreola. Frente a sus libros estamos como frente al Cinema Tour, aquel autobús que ponía en marcha un motor especial para moverlo de manera que daba la impresión de estar caminando, y que llevó otros mundos a Zapotlán cuando Arreola tenía seis años, porque cada película era un viaje. Nosotros, pasajeros inmóviles frente a la pantalla y las proyecciones de su obra, vemos pasar las tramas y los rasgos de sus personajes. En ellos conocemos el vértigo, nos internamos en infinitudes. Las mismas que aterrorizaron, al tiempo que atrajeron, al poeta, y lo hicieron caminar por la vida y la literatura entre desfiladeros, siempre en la búsqueda de lo último e indecible.
«Venimos del horizonte y nuestro navío se enfrenta al muelle del mundo», leemos en alguno de sus textos. El mundo al que ahora arribamos es tan vasto como bello, y por tanto, imposible de definir. Es necesario quedarse quietos largo rato para escuchar las sonoridades de la poesía y la prosa arreoleanas y mirar su arquitectura minuciosa; andar sus largos laberintos hasta caer en alguna cadencia maternal o en una resonancia.
La prosa de Arreola asemeja una cavidad; es un otro lugar de apariciones en el que se asiste al acto de los milagros. El lenguaje deja de ser lenguaje para volverse luz y niebla, silencio y sol. No hay calles en este lugar, hay vapores de tiempo que se hacen de carne; se les puede mirar entonces y se les oye. Se tienen en las manos y, luego la llovizna —como de ecos— los sumerge en la tierra, para quedar el recuerdo nada más: el pasado que le compite al tiempo.
Entre estas ruinas de presente y pasado, entre los susurros y los fuertes golpes del aire. En esta tierra donde los osos todavía son humanos y los cuervos huyeron ya todos, vemos pasar edades y hombres disecados, con un gesto de angustia por haber perdido los mejores años en la creencia de haber estado construyendo, partícula a partícula, un ser excepcional, y al final, mirarse en su versión definitiva como una «mariposa común y corriente […] clavada con alfileres [… ] en los más empolvados museos de historia natural».
Arreola hace dialogar la palabra vuelta barro, esa palabra virgen y alada, con imágenes pesimistas, de una dureza casi pétrea. Imágenes contagiadas de la energía de la prosa a la que acompañan y que nos abren brechas y derrumban fortificaciones; y nos tienen «cautivos de lo infinito, suspendidos en la intersección del cielo».
Los lectores de Juan José Arreola venimos de días plenos y de tiempos muy largos. Prosista y poeta, su escritura —digámoslo con Brodsky— pasa del pleno galope al trote; su materia es compacta como la de la poesía y logra fluir, sorpresivamente, igual que la prosa.