Mi inclinación por escribir, dibujar o palpar ensaya ensanchar mi música a espacios que olviden la colección de cifras que encierra al oír en el código. La historia abre un horizonte que cosecha la pulsión física de una materia todavía en busca de la brecha donde albergar el renacer de su espectro. Hoy, más solitario que ayer, me guardo a intuir la quintaesencia que mueve a escuchar el interior creativo.
Mi apartamiento de los caminos estrechos del crear musical no es reciente y a la orilla reconoce señales que han dado a mi experiencia formativa tanto luces de verdad como sombras de duda, claroscuros del naufragio en la gélida rutina con herramientas a tal punto inéditas que resultaba turbador distinguir —dijo luego Berio— «qué música es música»: la audición de Metástasis de Xenakis, cuya escritura orquestal no revela la pauta sino al trazo arquitectónico que se convierte a notación musical, la lectura del romántico Stockhausen para guiar al otro con palabras a escuchar a sus pares e iniciar de improviso una celebración del ritmo y del sonido —Al cabo de los siete días—, el Cardew cuyo convite maoísta a un rascar musical abre el crear a cualquiera sin ser músico, rama de la insinuación ingenua de Cage que infiere la presencia de la música de la simple audición del silencio, una colección que si se adelanta a perfilar el nuevo territorio desanuda el puente que amarra percepción y emoción al oído.
Al albor de los años setenta escribí cuentos de música ficción como resistencia al acelerado cambio que, uno tras otro, conceptos y tecnologías, pedían inventar otra música a quien le inquietase el tema. Con el entrañable impulso del piadoso Hugo Hiriart reuní mis escasos textos para enviarlos al Centro Mexicano de Escritores; años después oí en un solo instante a Juan Rulfo: «Yo voté por usted». Meses antes de su muerte me percaté de mi crasa inadvertencia del mensaje al leer-oír a fondo el sonido que yace en El llano en llamas y Pedro Páramo, propensión por su escucha íntima del entorno y del imaginario. Escribí El sonido en Rulfo y la fortuna me pasmó al presentarlo el mismo día en que en la Feria del Libro se me aparecieron del azar, en las partituras para guitarra de una autora hipotética y ser real del xix, Doloritas Páramo y, en una sencilla nota de música popular, Abundio Martínez.
Los Páramo y los Rentería retratan al país, y en 1989, la dominación caciquil que burla a la democracia con la adhesión celosa de creadores e intelectuales me dio el tema para escribir Murmullos del páramo: con fascinación me eché al monte con micrófono en mano a recoger «el trote rebotado de los burros» o «los ladridos encarrerados de los perros», y tras asimilar la enseñanza, encerrarme a encarar el canto que hiciera audible a Abundio —no oye cuando sabe que no oyen— o el balbuceo materno que guarda Juan Preciado, Doloritas, abatimiento que brota cuando mi Velia, al conocer su enfermedad, pidió que retuviese su voz en lo recóndito de la música que anuncia al fantasma: «su voz eran hebras humanas».
Velia habita en mi oído, y los recuerdos la hacen hablar y cantar en la imaginación que nos reúne para confiarle una vez más al oído mis ficciones durante su sueño:
A Velia, ópera en silencio, ingresa con ella en horizontes abismales donde escarbo más allá del afuera en el recogimiento musical a solas, sin creer que el espectro vivo de la música es ajeno al duende que nombra, la escucha, renace y resuena en la memoria, desde donde sin nada más se ensueña el sonar. En el albergue callado de la lectura pido al lector ser el escucha creador del rumor que fluye del imaginario para, en lo real, no escindir música y vida, lectura en la mano que mantiene la baraja aun sin saber del todo el todo y no anuda al lomo las partes de un libroaudio en ciernes.
El cuarteo del campanil acalla a los pájaros al mediodía cuando el cairel de vuelta a la rama estruja la envoltura hueca que enmudece el tiempo. Afuera las aves acatan el angelus. Las sombras carcomen los senderos de la cueva. Apenas un humor en la piel. Un eco azulino. Su aureola errante se eleva en la oquedad. La resonancia a lo lejos impregna al aliento. Penetra del oído al paladar. Permea la mente. Escucha: un falsete cóncavo sublima. Su bostezo se funde en lo áureo de la memoria. La melancolía arquea el callar del habla. Se adhiere al oído con brillos de miel. Escucha: a ras del suelo flota un halo brumoso que se extiende como el humo. Se palpa. Un suspiro eternizado deja apenas escuchar al aire.
*
—(…) —esperé a que el sueño te guiara hasta el instante en el que no sé si estás dormida… otra vez se mueve como si la música flameara a mi gusto —(…sí, recuerdo) —ahí estoy… el frenesí vocea entre las cuerdas (arriba oía los peldaños opacos y el soplo grisáceo de la pared guinda)… —(…muy oscura…)
—en el sol nos aturdían mil filamentos —(…lo decías…) —luego unas ondulaciones verdes, trenzaban hilos de agua y ojales de brillo…
—(…¿ojos de luz…?) —sin mirar, sin oírse… —(…¿nada …?) —no.
*
Una argolla gruñe allá arriba y tiñe la pared con su aúllo arisco. El chillido asciende y traza una ola. Con cada acarreo más fuerza. El oleaje aéreo arrecia el vuelo y vocifera a cada giro. Un arañazo vuelve al latigueo, el alarido atrapado en el golpe, la descarga agria. Un rumor amargo mece la brama. El aire estremece. Cuela en lo crudo del cuerpo, palpita en los músculos. El bamboleo sube de pies a columna. Se aloja en el cráneo. Los huesos tiritan, los cartílagos se repliegan. El hormigueo corre por encías y dunas del paladar, enerva la pared de las tubas, se frota en ellas y asciende entre estribillos y yunques que empujan martillos y traquetean tamborcillos cuando el cosquilleo irrita folículos y pelillos del trago del oído y alcanza la concha de las orejas donde acurrucarse en el terciopelo que tersa la fricción bronceada de la campana: al aire se quiebra, un talco luminoso envuelve todo: la memoria del tañido se arremolina y desprende su lumbre fría: cada punto es todos los puntos del tañer primero, centro aovado en el que se yergue la última flama que enjuta el tiempo. Recuerda la campana: estás dentro de ella. Escucha: se cuelan en ella decenas, cientos de abejas: silban con alas veloces en círculo. El vibrar de las paredes las irrita y hace girar en forma de flor. Su ruidoso garabato las encrespa. El enjambre se aprieta, enfurece. Un raspar colérico enciende por dentro el aire de la bóveda. Ahí se desprende el rumor de una neblina dorada.
*
Un toque ligero emerge Tiene medida aun sin
control Casi una campana
en el agua Una llamada, luego otra Se
funden en el aire líquido
Dos o tres Sus toques se revuelven Un
suave remolino
Es una corriente A lo lejos un toque ondea por
debajo del cauce
Otro toque lejano se disuelve —como al inicio—
Ahora en vapor cálido
Por encima se encintan las burbujas Sin cesar solas se
ordenan en lazos
Allá abajo cada llamada toma su rumbo Los
encuentros caldean
Arriba un tintineo de perlillas acopia anillos coloridos
Un lazo distante se enreda en círculo, sale y vuelve con formas en
ocho
Se enlaza, gira, se entrelaza en más vueltas
Giran múltiples nueves y seises volteados Todo vaga en apuradas
direcciones
La marea pierde el horizonte No hay arriba ni abajo
La turbulencia bulle en una esfera gigantesca
Las perlas se pegan una a una Forman cientos, miles de
burbujas
Se enroscan en espirales Se tuercen en hélices
burbujeantes
Sólo con un golpe todo se precipita hacia el fondo más oscuro
El nuevo golpe insondable desata un nacer: resplandece
Una aureola se abre y escala hacia lo alto de la esfera
La luz avanza y descubre a su paso los contornos
El brillo de una y otra perla crean el ensartado
El dibujo llameante en un claroscuro
Un último golpe da en lo recóndito
Deja mácula de un tiempo roto
Apenas un pequeño brillo
Y el toque, en el hielo
Entre vapores fríos
Mandato de adiós
Ahí suspendido
Se extingue
Una vela
Un vaho
Sin ti
Ni yo
*
Flotan encima del paisaje rumbo a un aire roto… —(¿…?)
—casi no hablo: ¿escuchas?… —(…sólo algo…) —suena sin
tiempo propio… —(…) —… —(…¿sigues ahí?…) —lloro de
ardor en la oreja… —(…¿dónde estás?) —…
envuelto en un aúllo… encaja su grito en mi boca…
—(…¿grita en ti…?)
—…se infiltra entre los labios… —(…¿eres tú?) —esquiva
los dientes…
ahoga… —(…¿dónde…?) — no cesa, oprime… me nubla…
si jadeo bufa y
sopla más … —(…¿qué, cómo es…?) —en mi nariz …un
soplo… un cono…
—(…¿en ti…?) —se infla en espiral… me asfixio…
—(…¡despierta!,
es una pesadilla…)
*
Me dicta la escucha: un tambor fija el tiempo non que entra al frente del estudio por la ventana cerrada y abre paso a dos guitarras que despepitan acordes rancios y amparan un canto de habla y lamento que vierte un bravío jolgorio; el palabrear reinicia y culmina en recio gorjeo: entra en los sesos cuando leo el sol entre los árboles y sin querer se escucha el golpetear que surte agua en redondo y trae su bocanada de tierra húmeda, el ladrar de al lado sin respuesta de otro perro, el camión que a lo lejos desciende la cuesta pesada y vacía la asfixia del motor que frena el penetrar del pie con saña para dar a la curvatura del disco un chirriar de placer fálico —el fierro roto asalta y desgarra el pavimento, revienta con tumbos al armatoste que tritura su herrumbre en cien revuelcos pero es mi ilusión y ya me reencarna el rechinido ahogado—, el taxi harto de cajas y cuerdas asciende con el empuje del doble escape de mugidos que suben con el grosor de los cojones de la máquina para parir un rosario de igniciones: por la otra calle trepida el frutero que abocina el kilo de naranja, toronja y mandarina agria enfrascado en la acidez del rock corrido que espolea a la compra, más hacia la luz remota el autobús persigue al escape de otro y su zumbar acelera un canon hasta oírlo patinar con gracejo aciago allá a lo lejos y fugarse del recuerdo de cadáveres desecándose a la orilla de la Autopista del Sol, y aquí pronto el resoplo del taxi se emulsiona al vibrar confuso de dos cornetas lloronas de la ambulancia que puja al pie de la pendiente.
*
Cuanto más niego ese éter que pone al oído a merced de apariciones impalpables más pegadizo es su sofoco. Lucha inútil me dice el oído: sigue lo que se oye, sin enfado, sin indagar cómo es o qué suena, deja de estar alerta y no busques nada en ningún punto, entra a conciencia en la ignorancia, tus ojos sin moverse, bizcos en la mira nasal, tus manos sin peso, sin saber que palpan lo que tocan, un abandono en la tiniebla sin entorno en el escondite de la mente, la bóveda de todo el paladar, morada del oír que no escucha, ayuno sin empatía hacia afuera y sin entonar para sí lo que se oye para que no se inscriba en el yo —sólo escucha quien acopla su voz al oído—: en el pabellón callado de la boca se difuminan la instantánea presente y la fuente de cada sonar en el devenir a su manera de un rumor vago cuya belleza atrae: ohm mudo, murga borrosa que moldea la boca —palabra o música dejan voz y canto al desnudo y sólo trazos de un sube y baja, pulsos de una impresión que vaga a voluntad o sin ella —como droga—: escapes y herrumbre corren en la ronca penumbra curva y la perrita chispa sin aristas el goteo nebuloso al tic-tic del oír envuelto en el túnel donde el presente nuevo renueva al sin memoria no en una esfera ideal sino embudo cuyos límites alcanza el oído que desviste el tosco roce de ruedas de autos y escapes en un lento palpitar del que nace del piso un terciopelo a la sombra y al instante arriba a la izquierda hacia el balcón de la vieja casa, las rayas resbalan en la pared nocturna —¿gallos en la azotea del vecino o es el zanate gritón que les imita?— y en el cono del ohm que guarece su continuo en la boca vuelvo allá afuera donde todo se mueve en un largo presente.
*
Un punto en lo alto del espacio: apenas la voz quieta y dolorosa: una mujer, exhalación que se destierra con desventura. Otra y otra más y otras voces más se espesan con ella en el mismo halo. La voz se alza imperceptible y más voces brotan de su vapor transparente, se desprenden o manan del fondo borroso, otras ascienden sin esfuerzo y sin respiro, despliegan un abanico que flota asido al eje. Un velo crece hacia arriba, clarea su aire y roza un bisbiseo. Un lloro guarecido en el aura de voces tensa el éter —haeh-uah,luego oua, eiohu, al fondo hoeuh. La envoltura opaca deja el núcleo y un cuerpo filiforme navega, se dilata y se trenza. Aún flamea su alzada; su espectro abanica voces que se duplican a lo lejos en el cielo pardo.
*
Penumbra. Un ligero movimiento circular, un toque breve, cada uno lento y sin orden, el suave barrer de escobas rústicas que levantan polvo multicolor, un arcoíris de arena fina se detiene en el aire. El afilador de lápices retuerce y deja caer su espiral de madera encima de un montón de bucles espolvoreados. En la nube se siente cerca cada remolino, cada escoba en su babel, cada una por su lado.
*
Una luz palpita muy cerca. Un balbuceo oscuro abre una grieta cuando el ardor veloz se estruja y estalla con fuerza descomunal. Se derrumba en una larga cuarteadura de rumores umbríos que caen con la violenta avalancha que entrecorta la pesantez del coloso que frena su fractura. El oído se invade de gruesos bloques romos alargados. Todo se enreda en el titilar distante de una racha de coletazos dispersos en la cercanía. Un nuevo fulgor, choque fugaz, el estrépito cercano y el moroso retumbar entreverado. El eco se hunde e impregna al silencio cavernoso. Se difumina en el monte a lo lejos en la luz invisible.
*
Un filamento agrio escuece en mis oídos. Está en mi cabeza y existe sin que yo lo pronuncie. Convive con mi garganta en silencio suspendido en una quietud que apenas late. Le hago espacio y forma una esfera. La resguardo en una bocanada cálida, casi dulce. Se agranda y se achica sin que el aire entre o salga. La muevo como un bostezo sin soplo. Habita ahí como el feto en el vientre. Es un canto mudo: aún no germina. Vive en suspenso. Mis labios lo separan con lisura húmeda. En el aire caliente emigra en paz. Mi lengua lentísima ayuda hasta oírlo sellarse en mis labios y vaciar la atmósfera.
*
La urna cobija tesoros, caja refugio de la melancolía sagrada, caja que sueña sonar a morada de estelas, polvo o reliquias de vida, féretro del canto. Su oír tañe con cerraduras secretas donde se resguarda el precioso ajuste mecánico, armadura donde el superego creador somete su impulso a un solo oír. El cerrajero sabio abre la caja: afuera, el laberinto.
*
De pronto el golpear en una superficie dura, unos golpes firmes, como si reclamasen su derecho: el sonido es seco y parco y pega en lo arcano —siempre que lo escucho olvida que golpea—: es la campana perdida en el pueblo o el último campanero que queda.
*
Soy una oreja:
no veo pero giro en busca de sonidos que persigo aquí o allá quieto al escuchar con diminutos despliegues de mi hélix. El pabellón hacia arriba sigue el aleteo de la mariposa al estruendo del trueno. Mi mente está al fondo del conducto, como en las demás orejas, aunque mi cuerpo es un viejo tallo barroco. No sé si tengo sexo ni descendencia pero me palpo de oído al recorrerme y desde arriba sé que soy oreja de Judas, el hongo negro chino de la sopa transparente, aun si nada sé sobre mi tez, si me concentro en pensamientos nuevos sé que esparcen su vapor en mi vello y deslizan un perfume añejo de mis recuerdos que emerge de la incisura inter-trágica a la cava hasta pegarse al hélix:
emito esa neblinilla al sospechar algo en mi entorno —si no lo hay lo invento y lo oigo exista o no— no sé los otros a mi lado desinteresados por el murmullo: hace un rato creo estar bajo un enorme objeto detrás de mi cabeza: desgarre gravísimo de un cartón tieso, y en la tuberosidad me oculto de la fuerza entrecortada…
ocurrió decenas de veces a mi alrededor con la lentitud del gran bloque de barro que se cuece en la roca lisa sin cesar su empujar y parar, empujar y parar.
*
—Estoy en pleno hocico cuando los colmillos rasgan en dos y despedazan la gravedad del estruendo, tajada feroz en una nube de tiempo oscuro. Me lanzo y escapo dentro de un tercer ladrido de la mordedura envuelto en la bocanada que me rocía de furia al vuelo sobre el aguzar de las orejas del perro del barrio.