De puño y letra (un picapiedra entre supersónicos) / Eduardo Antonio Parra

Casi siempre las personas se sorprenden cuando les digo que escribo a mano. Sobre todo los más jóvenes. Al escuchar semejante declaración en boca de alguien dedicado a la literatura, me miran con un gesto de extrañeza tal que me hacen sentir una antigualla humana, una reliquia del tiempo de sus tatarabuelos, sobreviviente de una época que conocen sólo por remotas referencias escuchadas cuando eran niños en voz de sus familiares más viejos. Por supuesto, no soy un anciano, ni tampoco el único escritor que opta por la pluma o el lápiz en vez de hacerlo por la computadora o el iPad; y, a final de cuentas, siempre llega un momento en que debo trasladar lo escrito en el papel al archivo electrónico con el fin de revisarlo en pantalla antes de enviarlo al editor a través de la internet. Sin embargo debo confesar que, ante los actuales aparatos tecnológicos, me siento algo extraviado, incapaz de entenderlos, como un habitante del desierto que de pronto se viera en medio de la selva con la necesidad de orientarse de regreso a casa. Sí, aún escribo a mano, por lo menos la mayor parte de mi obra narrativa. Y acaso la extrañeza de los que se sorprenden al saberlo resida en que consideran esa práctica, además de obsoleta, una verdadera pérdida de tiempo, como si la escritura se generara en una pantalla o en una hoja en blanco en lugar de en la cabeza y en el cuerpo de quien la concibe.
Si enumero algunas de las razones por las que prefiero plasmar en un cuaderno las ideas y las escenas que van dando forma a mis relatos, tendría que empezar por una suerte de superstición: desde que me inicié como lector, he escuchado que, al referirse a la obra de algún cuentista o novelista (creo que con los poetas no sucede así), la gente acostumbra referirse a él para calificarlo con palabras como «No me gusta su pluma» o «Muestra una pluma muy atractiva». Por otro lado, jamás he escuchado que los lectores digan algo así como «Me gusta su computadora o su teclado», para elogiar la obra de cierto narrador, y creo que nunca escuché nada parecido a «Ese novelista tiene muy buena máquina de escribir». Así, para no dejar sin significado literal estas frases, me aferro con uñas y dedos a la escritura a mano. Además, me gusta la caligrafía, sin que tenga que ver si quien la practica posee buena letra, legible, hermosa, o por el contrario sus trazos son tan enrevesados que nadie es capaz de descifrarlos aparte de él mismo. Una página de libreta o diario llena de palabras escritas de puño y letra no deja de resultarme atractiva a primera vista, y excita mi curiosidad de lector, aunque comprender lo que dice signifique un esfuerzo digno de un descifrador de jeroglíficos. ¿La razón? Acaso sea ese estrecho lazo que existe entre pintura y caligrafía al que alude Saramago en su novela titulada precisamente Manual de pintura y caligrafía, o en el que se detiene el poeta José Ángel Valente en el ensayo dedicado a su padre, «Elogio del calígrafo», donde afirma: «La llamada caligrafía cursiva deja enseguida de tener por fin primero la trasmisión utilitaria de una posible información y se hace puro valor plástico, expresión de una personal capacidad creadora». Es decir, uno de los motivos de mi afición a la caligrafía, propia o ajena, es estético: me produce placer y satisfacción.
            Cuando era un joven aprendiz de escritor me topé en una revista con un artículo que acentuó mi inclinación hacia la escritura de puño y letra. No recuerdo ni qué revista era, ni el título del artículo, ni las palabras exactas. Su autor era el teórico y ensayista Umberto Eco, quien en esos años recién se estrenaba como narrador con la publicación de su novela El nombre de la rosa. Eco decía algo así como que para él resultaba sencillo identificar si una página había sido escrita a mano o en procesador de palabras, debido a la «temperatura» que presentaba el texto, pues, según él, la escritura a mano envolvía al lector en un aura de calidez, mientras que la escritura en procesador de palabras lo dejaba un tanto impasible a causa de su frialdad, sin que importara el valor de las ideas o la calidad narrativa. No sé si con el transcurso de los años el escritor italiano haya modificado su opinión al respecto o no, pero desde el instante en que leí sus palabras, aunque se trate de una cuestión bastante abstracta y subjetiva, de inmediato las suscribí y aún ahora sigo pensando que estaba en lo correcto. Si no, ¿cómo explicar el sudor que brota de mis poros al escribir, incluso cuando lo hago en un café con el aire acondicionado a toda potencia? No hay duda: si se escribe a mano, la escritura se impregna del calor interno del autor porque —siempre he estado convencido de ello— un escritor escribe con todo el cuerpo, como también lo sugiere el poeta José Ángel Valente: «Había en esa figura de mi padre, en la soltura de su mano, en la ligereza de su muñeca y su antebrazo, en la falta de arrimo a todas cuantas cosas no fueran sus propios rasgos o sus trazos, algo que significaba una clara relación corporal con la escritura».
Otro motivo para preferir la escritura a mano tiene que ver más con los procesos creativos y con la calidad y el contenido del escrito que con la caligrafía: cuando uno escribe sobre papel, sobre todo si lo hace con tinta, se obliga a pensar muy bien las frases y a elegir con cuidado las palabras para no tener que tachar tantas veces ni arrancar la página del cuaderno demasiado pronto. Es decir, desde el primer impulso y el primer enunciado, uno es consciente de que está creando literatura y busca ya la permanencia del lenguaje, una especie de afán de trascendencia inicial, temprana, que servirá de directriz al resto del discurso. Con esto no quiero decir que el texto no será corregido más tarde una y otra vez hasta que el autor quede satisfecho, ni mucho menos que quienes escriben en un teclado no sean rigurosos con el uso del lenguaje; pero la facilidad para cambiar lo escrito en una computadora, los programas de autocorrección y la inmediatez con que se sustituyen los términos o las oraciones completas y hasta los párrafos, hacen que el cerebro no se exija tanto por lo menos de inicio, pues unos minutos después siempre habrá la oportunidad de arrepentirse de lo dicho, y con ello suelen esfumarse tanto esa vocación de trascendencia del lenguaje generado en la mente —antes de la escritura—, como la calidez que el cuerpo es capaz de contagiar a las palabras.
Sin embargo, aún hay otra razón para esta preferencia personal. Un motivo acaso un poco vergonzante que de algún modo justificaría el gesto de sorpresa o extrañeza que los demás hacen cuando se enteran de que escribo con pluma: una ligera aversión hacia los avances de la tecnología, derivada de una incapacidad para entenderlos y adaptarme a ellos. Esta «ligera aversión» en ocasiones se intensifica, pues debo añadir que por lo general tengo muy mala suerte (si es que tal cosa existe) con los nuevos instrumentos que hacen las delicias en la vida de las nuevas generaciones. Creo que no exagero si afirmo que las versiones más recientes de los aparatos tecnológicos con los que me acostumbré a convivir desde muy joven, o incluso desde niño —televisión, reproductores de sonido o de imágenes, hornos de microondas, y otros—, en vez de hacer mi vida más fácil, han sido una fuente inagotable de preocupaciones y de angustias.
No niego que los nuevos modelos me seduzcan, como a la mayoría de la gente, debido a sus diseños y a las bondades que el vendedor me anuncia cuando me acerco a observarlos, pero si me decido a comprarlos siempre pasa muy poco tiempo antes de que comiencen a darme lata, ya porque se me olvidaron casi todas las funciones, ya porque se descomponen y no tengo la menor idea de qué hacer. Me considero un buen lector, pero nunca he podido leer los manuales de los aparatos, no sé cómo darles mantenimiento ni cómo optimizar sus funciones. Además, cuando uno de ellos empieza a fallar, ya hace tiempo que el instructivo desapareció entre mis libros y papeles. Lo único que entonces se me ocurre es llamar al técnico, quien muchas veces lo que me recomienda es tirar el aparato y comprar uno nuevo, pues en la actualidad se vuelven obsoletos tan pronto que casi pueden considerarse desechables (ahora mismo, mientras transcribo estas líneas, mi laptop falla cada cierto tiempo y debo esperar a que se destrabe. Tengo otras dos computadoras en casa, pero están peor que ésta y no me queda otro remedio que tener paciencia. Espero).
La predisposición para no comprender las novedades tecnológicas de mi tiempo me lleva a identificarme con el personaje principal de la novela El evangelista, de Federico Gamboa: un redactor público de cartas de los que colocan su escritorio bajo los arcos de la plaza de Santo Domingo, en el centro de la Ciudad de México, que se niega a utilizar la tecnología cuando sus colegas ya lo hacen. Claro, Gamboa ambienta su relato a finales del siglo xix o principios del xx, cuando los nuevos aparatos eran las primeras máquinas de escribir mecánicas. Si mal no recuerdo, el hombre en cuestión poco a poco va perdiendo clientela, pues la mayoría de los analfabetos que ocupaban sus servicios prefiere encargar la escritura de sus misivas a quienes se han modernizado; sin embargo, el protagonista no se siente tan mal al respecto, pues sabe que sus cartas escritas a mano gozan de una íntima calidez de la que carecen las que escriben sus vecinos a fuerza de aporrear el teclado. Es como una especie de artesano que observa con desdén los objetos fabricados en serie, mientras se obstina en elaborar sus creaciones para las escasas personas que aún las prefieren hechas a mano. Ahora, más de un siglo después del tiempo de El evangelista, al caminar por la plaza de Santo Domingo es posible advertir una situación semejante: los escribientes posteriores al de Gamboa evolucionaron gracias a la electricidad, y en los últimos años algunos ya montan su oficina al aire libre con laptop e impresora, pero todavía son mayoría los que siguen con máquina eléctrica (aunque casi es imposible conseguir las refacciones), y si se mira bien puede encontrarse alguno que persiste en escribir en su vieja Remington u Olivetti mecánica.
            Por suerte el destino de la literatura es el libro impreso. Aunque me identifique con el personaje de Federico Gamboa en ciertos aspectos, no sufro de falta de clientela (o de lectores) a causa de mi terquedad de escribir a mano. Y además, como ya lo dije antes, mis textos tarde o temprano terminan por ser capturados en archivo electrónico. Sin embargo, mi relación con la computadora ha sido siempre muy accidentada, al grado de que, cuando la prendo, no hay día en que no me sienta como un picapiedra ante un objeto mágico del tiempo de Los Supersónicos. De mis colegas de mi generación (al menos de los que conocí en mis inicios), yo fui el último que se compró una. Cuando ya todos eran usuarios consumados de la internet, yo permanecía sin conexión y debía ir a un café cibernético para enviar mis textos. Sólo tengo correo electrónico; nunca he abierto un blog, no he entrado a Facebook y de Twitter sólo sé lo que me cuentan los demás. La primera vez que me conecté a Skype y realicé una videollamada no podía controlar mi asombro de estar instalado de lleno en la era de Los Supersónicos. ¿Navegar? Me doy de santos por consultar el Google de vez en cuando, y ya. Pero lo mismo me ocurre respecto al teléfono celular —lo uso apenas hace unos seis años—, con el iPod —jamás he tenido uno— y con toda clase de novedades que suelen enloquecer a otras personas.
Cuando alguien cuenta alguna anécdota graciosa acerca de lo «cerreros» que son algunos al usar aparatos nuevos, no puedo evitar sentirme aludido. Por ejemplo, hace poco una amiga me dijo, muerta de risa, que vio a una secretaria acomodar su taza de café en la bandeja donde se coloca el cd en la computadora. Según parece, durante días estuvo tratando de averiguar para qué servía ese aditamento. Eso me hace recordar, también, a unas tías que, al ir de compras al otro lado allá por los años ochenta, cuando les hacían una demostración sobre el funcionamiento de los nuevos hornos de microondas, se asustaban, se persignaban y dejaban al vendedor hablando solo mientras se iban murmurando cosas como: «Allá en el pueblo, Pachita llevó uno de ésos, y cuando lo prendía hasta los perros aullaban». Por supuesto, nunca he llegado a tales extremos, pero asumo cabalmente mi incapacidad e indiferencia ante los adelantos de la tecnología.
            No es tan difícil ser un picapiedra. Nomás de vez en cuando lo remuerde a uno la envidia al ver a los jóvenes y a los niños que parecen haber nacido con computadora integrada y manipulando celulares e iPads. Si eso ocurre, el remedio reside en estar consciente de que uno nació en otra época —aun cuando sea muy cercana—, y de que todo lo que los demás usan en forma natural nosotros lo vimos en la televisión o lo leímos en el periódico como noticia, o como anuncio de lo que vendría (no olvido que, a mediados de los ochenta, Guillermo Ochoa entrevistó en su programa a un hombre que llevaba un pequeño cd, y dijo que en los años venideros toda la música y la información estarían contenidas en ellos. En esa ocasión, ni Ochoa ni yo lo creímos). Por lo demás, estoy convencido de que con la tecnología sucede lo mismo que con la moda: uno debe usar lo que le acomode y lo demás puede desecharlo. Por lo pronto, seguiré como hasta hoy, contemplando el mundo como un artesano, escribiendo de puño y letra, y gozando del aspecto que muestra mi caligrafía irregular cuando llena las cuartillas.

 

 

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