«Marcos Carrasco rectifica su motor en ocho horas, consulte a su mecánico»; «Chocolates Turín, ricos de principio a fin»; «Pegan por arriba, pegan por abajo, pegan por todos lados, Calcomanías Toronto»; «Entre el zapato y el pantalón está el detalle de distinción: Donelli, Calcetines Donelli»; «Haste, la hora de México: son las siete y veinticuatro».
Minuto tras minuto se repetía la cadena de anuncios. Mi madre manejaba a toda velocidad su Valiant Acapulco para que llegáramos a tiempo a la escuela, porque a las ocho en punto cerraban la puerta. La recuerdo perfectamente: la cabeza llena de tubos cubiertos por una mascada que tenía estampados la Torre Eiffel y el Arco del Triunfo, con el radio a alto volumen y haciendo todo tipo de peripecias viales para sortear el tráfico: una mujer dinámica y moderna de los años sesenta.
Este recuerdo viene a cuento porque la novela de Ana García Bergua se sitúa entre finales de los años sesenta y principios de los setenta, época en que ella y yo éramos niñas en la Ciudad de México, escenario de esta tragicomedia, y nuestros padres tendrían la edad de sus personajes principales. De modo que sospecho que muchas de sus descripciones beben de fuentes autobiográficas.
Así como ahora vivimos un auge del mundo virtual y sus redes sociales, hace treinta años estábamos situados ante la efervescencia de los medios de comunicación masiva: el cine, la radio y la televisión. Las agencias de publicidad proliferaron, y en las universidades comenzó a ofrecerse una nueva y prometedora carrera: Licenciado en Ciencias de la Comunicación. En el medio laboral se definió un nuevo perfil profesional: «El Creativo»: alguien que ponía sus ocurrencias al servicio del mercado. Muchos de los jóvenes escritores de aquella época ganaron sus primeros sueldos haciendo comerciales. A don Fernando del Paso le debemos el célebre «Estaban los tomatitos…», y al poeta Salvador Novo aquel portento poético: «Mejor mejora Mejoral». Hacer comerciales era la puerta de algunos para entrar al mundo glamuroso y mágico del cine, al «ambiente artístico», pero sólo algunos creativos lo lograban, cuando el productor confiaba en ellos.
La bomba de San José trata de un periodo de la vida de un creativo de publicidad, Hugo, y de su esposa Maite. Hugo se enamora de una vedette del cine nacional, una tal Selma Bordiú, glamurosa y sensual, y esto viene a precipitar una serie de acontecimientos absurdos y divertidos, que son la trama de la novela. Un recurso singular de ésta es que está escrita a dos voces: algunos capítulos son narrados por Maite y otros por Hugo, y la autora lo hace muy bien porque realmente escuchamos la versión femenina de los acontecimientos, y después la manera de pensarlos y vivirlos desde la perspectiva masculina.
Selma Bordiú, con todo y pelucas de color rosa y violeta y estolas de plumas de avestruz, se instala en el departamento de esta joven pareja de clase media que tiene un hijito, testigo de las más extravagantes escenas —como seguramente lo fue Ana García Bergua en su infancia. Con ella se introducen nuevos códigos de socialización que darán lugar a todo tipo de excesos que ponen en riesgo la vida de los personajes y a una transformación de la vida interna de Maite, cuyo crecimiento va de la mano del desarrollo del argumento literario.
Como no soy narradora, no sé en qué consista esta cualidad cinematográfica que tiene la novela. Parece que uno está viendo una película cuya dirección de arte es magnífica. Los personajes toman cubas, daiquirís, gin and tonic. Veo a las mujeres con sus minifaldas y sus botas altas de charol, o sus trajes de rombos estampados, sus peinados altos de crepé con mucho spray. A los hombres los puedo imaginar con pantalones Topeka, sacos de pana con los codos de piel, corbatas de rayitas. Un verdadero retrato documental de la época, con todo y referentes de la vida real. Habrá que preguntarle a la autora cómo hizo su mezcla de historia real con ficción, porque una llega a confundirse con la otra de una manera muy natural. En la novela salen Silvia Pinal, Enrique Guzmán, El Loco Valdés, Mantequilla Nápoles, El Indio Fernández y muchas figuras de la farándula de aquellos tiempos. Se mencionan el programa de televisión Orfeón a Go-gó y la estación de radio La Pantera de la Juventud. ¿Es una novela realista? Parece que sí, precisamente porque es surrealista. Ustedes imagínense: un político loco y poderoso (¿suena familiar?) se cumple a sí mismo un capricho (¿en dónde he escuchado esto?): filmar una película rumbera-tropical en su casa de campo, más bien rancho narcocursi del Ajusco. Para ello secuestra a todo un equipo de producción: guionistas, director, actores y una serie de mujercitas indefensas a las que convierte, a base de vestuario y maquillaje, en su vedette favorita: la mismísima Selma Bordiú. Siniestro, ¿no? La mitad de los capítulos de la novela tratan de este thriller erótico-policiaco en el que nuestro moderno Ulises, ora Hugo, tiene que vencer el canto de las sirenas. La otra mitad de los capítulos describen el mundo de Penélope, ésa que no se conforma con tejer el telar mientras regresa su guerrero, sino que va descubriendo el yoga mezclado con el existencialismo francés, las bondades secretas del gin and tonic, pasa por la complicidad con la resistencia republicana española que esconde sus rifles en el armario donde Maite guarda su Ajax (con «chaca chaca»), atraviesa por la experiencia de la libertad sexual estrenando todas las posiciones novedosas, como aquella llamada «la unión de la abeja», realizadas en compañía del guapo Néstor, e incorpora la danza y la amistad como los sólidos puntales de su estructura —y ya no la dependencia del marido. En esto vemos también el cambio de valores de una generación en la que la mujer pasa de ser extra a ser protagonista.
La bomba de San José es el apelativo de una actriz, pero es también el estallido de un mundo «de luz y de color» (como la tómbola), después del cual ya no se puede ser el mismo. Época en la que México entra de lleno a la modernidad con todas sus singularidades idiosincrásicas, sus flaquezas, sus fortalezas, sus profundos defectos, sus esperanzadoras riquezas.
Narrada con la agudeza y la gracia que caracterizan el trabajo de esta autora, la novela es un verdadero agasajo de aciertos literarios que la convierten en experiencia memorable, como la vida misma.
La bomba de San José, de Ana García Bergua.
Era, México, 2012.