El placer de lo incierto / Ignacio Padilla

Hace apenas unos días, en alusión al ascendente cuentístico de la moderna narrativa latinoamericana, hablaba yo de las obras que en español han nacido a medio camino entre el cuento y la novela. Decía que algunas veces (muy pocas) nos nacen textos tan siniestros que son ya algo más y algo menos que una novela. Desde luego, usé el término siniestro con pleno conocimiento de causa, en recuerdo de lo unheimlich, ese horror tranquilo al que alude Borges en el prefacio a uno de sus ensayos dantescos, pero pensaba ante todo en lo uncanny que Chesterton (citado allí mismo por el argentino) definía en su delirante obra El hombre que fue Jueves. Me parece que cuando estos autores hablaban de aquellos objetos que son un punto más y un punto menos que sí mismos, sentaron las bases para que entendiésemos también aquellos relatos que nos desconciertan y nos inquietan porque eluden la definición, y porque se pasean en los espacios liminales, en esta zona fronteriza de la extensión canónica donde todo cabe y nada cabe, donde el lector experimenta la sensación tan grata como terrible de haber sido embarcado en una aventura extraña al otro lado del espejo en la que el cuento es hipertrofiado y la novela raquitizada. Al leer Quién recuerda a Doña Olvido, de Adrián Curiel Rivera, he experimentado ese mismo placer de lo incierto, ese gusto desasosegante de no saber ni entender a qué especie de híbrido me enfrento.
     Pero no puedo quedarme ahí en mi indagación del inquietante horror tranquilo que me ha provocado esta obrita inmensa. En coherencia con su propuesta o carácter fronterizo y ambiguo, Quién recuerda a Doña Olvido es también un libro espantosamente gracioso, o si se quiere, risiblemente espantoso. Como el horror, la risa puede producirse a veces con un ligero, casi imperceptible desplazamiento del ángulo desde el cual observamos lo cotidiano. Un árbol, una persona, un sonido perfectamente atendibles y audibles pueden de pronto, en las circunstancias adecuadas y desde el punto de vista preciso, producir en nosotros tanto espanto como hilaridad. Cuando el ángulo exacto es identificado, lo cotidiano se fractura o se enrarece, se hipertrofia o desvanece. En esta obra, Adrián Curiel ha encontrado ese ángulo exacto, ese punto preciso donde lo cotidiano es de pronto fabuloso, horrible y cómico. Nada en realidad puede explicarnos cómo, cuándo o desde qué punto del relato lo cotidiano comenzó a parecernos grotesco o siniestro. Sin embargo, sabemos que así ha sido.
     En algún momento de esta historia tan desaforada como habitual, uno de los protagonistas se asoma a la mirilla de la puerta de su departamento y contempla con temor y temblor la mano de su vecina, que se asoma de su correspondiente puerta despidiendo a un repartidor de pizzas. Esta mirilla, este ojo de pescado que enrarece lo normal, curvándolo, dilatándolo, reduciendo indiscriminadamente unas cosas para engrandecer otras, es la perfecta alegoría del ángulo al que ha acudido Curiel Rivera para contar sus cosas.
     Naturalmente, alguien tiene que mirar a través de la mirilla para que ésta se convierta en el ángulo de la comedia del horror. Alguien tiene que mirar y ser mirado, de preferencia ambas cosas, de manera recíproca. Los mirones mirados, los escuchas escuchados, los espías espiados de Adrián Curiel Rivera son, me parece, la camarilla ideal para el ángulo que él mismo propone. Tres estudiantes de postgrado, inmigrantes latinoamericanos en Madrid, tan disfuncionales como cualquiera en sus circunstancias, se enfrentan y son confrontados por una mujer solitaria que les teme y a la que ellos, por supuesto, temen. Algo tienen estos personajes que recuerdan esa otra nouvelle siniestra que es el Coloquio de los perros: transformados, animalizados en su marginalidad estudiantesca y sudaca, este trío de Cipiones y Berganzas miran con tanto miedo como compasión a una mujer abandonada y loca que prefirió convertirse en bruja antes que ser sólo una mujer abandonada y loca. Persecución mutua, conflicto de cuadros paranoides, cortocircuito inevitable es éste que nos narra Curiel Rivera, como inevitables han sido todos aquellos choques entre culturas que, como la mexicana y la española, se unen por sus diferencias y se aborrecen por sus semejanzas.
     Hace ya algunos años, cuando coincidí con este amigo de infancia en la aventura de ser estudiante en tierras españolas, tuve la fortuna de ser recibido por Adrián, más de una vez, en su refugio madrileño. Ubicado ya por fuerza en la marginalidad, festejé y me horroricé conjuntamente con esos tres paisanos delirantes que Adrián invoca y caricaturiza sin piedad en esta obra. Y creo que, como Dante en el siniestro castillo del Canto Cuarto, más de una vez fui el cuarto en aquella ilustre compañía. Con ellos percibí los mil atemorizantes ruidos de los pisos madrileños, de muros tan lánguidos que es posible, lo juro, escuchar y descifrar las vidas privadas de los vecinos para descubrir que todos somos igualmente monstruosos; en mi propia migración por pisos sórdidos aprendí, como ellos, a temer la vecindad de los otros y a asumir que los otros, de tanto escucharme con el oído pegado al muro, seguramente me temían. Navegué por un mundo entero de hombres y mujeres con el oído pegado al muro, como si fuésemos sanguijuelas, temí y fui temido, causé risa y desconfianza entre aquellos que me causaban risa y desconfianza. Incluso puede ser que haya enrarecido mi propio recuerdo de ese mundo enrarecido.
Desde luego, con tales antecedentes soy ya el lector ideal de este relato. O así quiero pensarlo porque bien pude ser cualquiera de los tres jóvenes que lo protagonizan. Sin embargo, bien visto este relato, cualquiera es su lector ideal. No hace falta haber pasado por las desventuras del latinoamericano desterrado en España para ser lectores propicios de Quién recuerda a Doña Olvido: quienquiera que haya alguna vez estado en el cenagal de la no pertenencia (¿y quién no lo ha estado?) sabrá reconocerse en estos personajes que amenazan y son amenazados. Parejamente (y esto es lo más duro) cualquiera que haya pisado esta tierra sabrá también reconocerse, aunque no lo acepte jamás del todo, en la solitaria mujer que, como la Cañizares de Cervantes, lucha a brazo partido contra sus propios demonios, contra su inminente locura, contra la resignación a asumir la soledad como un signo de nuestros tiempos, de todos los tiempos l

Quién recuerda a Doña Olvido, de Adrián Curiel Rivera. Axial / Colofón, México, 2012.

 

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