Antecedida de las voces derivadas de purgar y purgatorio, la palabra puta está ya presente en el primer diccionario de la lengua castellana, el de Antonio de Lebrija de 1495. Allí se toma como sinónimo de ramera y meretriz, además de anotarse ciertas variantes del llamado «oficio más antiguo del mundo» como «putilla defta
manera», «puta barvacanera» o «puta carcavera». Según Camilo José Cela, miembro de la Academia Española de la Lengua durante cuarenta y cinco años, ha persistido un equívoco —desde el reinado de los Reyes Católicos hasta nuestros días— al confundir estos términos y mezclarlos en la misma coctelera filológica. En su clásico Izas, rabizas y colipoterras (1967), el novelista subraya las diferencias de grado entre las palabras puta y ramera. En el primer vocablo cabe el placer de la lujuria por voluntad y gusto; en el segundo, el goce carnal casi siempre desaparece borrado por la necesidad y el beneficio.
Pero, aun así, esta actividad babilónica debe ir acompañada de matices y contextos. El mismo autor de La familia de Pascual Duarte, entre veras y burlas, afirma haber registrado mil ciento once sinónimos y «voces parientes» de la susodicha palabrita que incomoda aquí, envilece allá y condecora acullá. ¿Y de verdad son tantos los términos que definen, y a veces adjetivan, este pro- ceder electivo o esta empresa ejercida en los bajos fondos y en las altas esferas? Sin ponerse a rematar todo el inventario, Cela enumera, explica y glosa en la obra citada al comienzo de estas líneas, unas cuantas entradas de tipos y perfiles de mujeres de la vida galante: bagasa, baldonada, buscona, cantonera, callenca, capulina, carcavera, coima, cortesana, cotorrera, chamicera, chai, churriana, daifa, desmirlada, descocida, hurgamandera, iza, lagarta, lumia, meretriz, mozcorra, mujer de arte, pendangas, putara- zana, rabizas, vulpeja, zorrastrón y zorrezna.
En el Diccionario de la RAE se anota la etimología de puta, proveniente del latín vulgar putus que significa «niño». Extraños son los caminos del hablar y del pensar.
Ni en el siglo de Pericles o de Augusto, el infante estaba facultado en su psique para elegir el oficio del placer, aunque la presencia del efebo en el imaginario erótico tuvo un rol central entre los griegos y los romanos. En El cuarteto de Alejandría, Lawrence Durrell describe una escena cruel y perversa, en un ámbito de ficción donde esos dos adjetivos son moneda corriente en la trama de la novela; el episodio en cuestión es la visita ¿inesperada? de Mountolive a un prostíbulo de niñas, circunstancia que desafía en la conciencia del personaje los principios fundacionales de la razón humana. En otro orbe, el testimonio de Retrato del artista en 1956, de Jaime Gil de Biedma, no se guarda absolutamente nada respecto a las correrías sexuales del poeta durante sus días en Manila; sin reparo de ningún tipo comparte con el hipócrita lector su numeralia: «El chiquillo que se ocupó de mí (dicho sea en jerga de burdel barcelonesa) tenía doce o trece años».
Eran otras épocas y eran otros los códigos morales que permitían abierta y disimuladamente la prostitución infantil, llamada ahora, sin eufemismo, explotación sexual de menores. La palabra prostituta tuvo que esperar casi trescientos años para figurar en las voces del diccionario de Esteban de Terreros y Pando, publicado en Italia en 1788; con el rigor, la claridad técnica —y también los prejuicios y la jactancia— de la Ilustración, el jesuita español define dicha entrada de esta forma, inequívoca y despectivamente: «mujer perdida, mujer de reja, pública, ramera, de fortuna…». En este mismo compendio, el filólogo define el término prostitución con estas palabras: «abandono a una liviandad licenciosa, infame». Una obra contemporá- nea del diccionario de Terreros y Pando es el poema de largo aliento de Nicolás Fernández de Moratín titulado Arte de las putas, pieza compuesta hacia 1770 y cuyas publicación y circulación fueron prohibidas por un edicto del Santo Oficio. Por amor a la precisión filológica, el tratado lírico —que tuvo una influencia propiciatoria en los Caprichos de Goya— debió titularse Arte de las rameras o Arte de las prostitutas; sin embargo, la voz puta, el éxito de su uso indiscriminado en el habla coloquial posee, en su condición bisilábica, su mérito mayor. Se dice como punzón y puñal, putrefacción y tabletazo, ofensa y herida que desestabiliza más el alma que el cuerpo, purga y puya de un dolor íntimo que se torna público.
Más allá de romper el endecasílabo, Octavio Paz debió escribir «déjame ser tu concubina» en aquel verso que el poeta trae a su poema «Piedra de sol» de una carta de Eloísa dirigida a un esquivo Abelardo. La acepción que la monja concede a putain no es la de puta, mucho menos la de ramera; pero también en el francés medieval, el prestigio, la flexibilidad y la contundencia incendiaria de la palabra puta saltan las trancas de la precisión. Con la misma complicidad equívoca, Jaime Sabines inicia con un imperativo este poema en prosa: «Canonicemos a las putas. Santoral del sábado: Bety, Lola, Margot, vírgenes perpetuas, reconstruidas, mártires provisorias llenas de gracia, manantiales de generosidad». El texto, perteneciente al libro Yuria (1965), fue escrito en la década estelar de la lucha de las libertades públicas de las minorías; en tal contexto, el poema rezuma cierta pedagogía de los Evangelios —los encuentros de Jesús y Magdalena— entremezclada con lecturas de Nietzsche y con las del Neruda de las odas donde también se exalta y reivindica la potestad de las prostitutas en la hegemonía del patriarcado. Sí, aparece la compasión, pero también la hipocresía.
Faltarían unas décadas más para que la cultura de lo políticamente correcto llamara a los negros afrodescendientes, a los viejos personas de la tercera edad, a los ciegos invidentes y a las prostitutas sexoservidoras. Ante tal claudicación, es preferible que los poetas utilicen la contundente e incendiaria palabra; la remota posibilidad de un censor futuro que le enmiende la plana a nuestro Premio Nobel con un «déjame ser tu sexoservidora» produce escalofrío, no obstante que se recupera el endecasílabo blanco de su célebre y memorioso poema.