Guadalajara, 1977) Su libro más reciente es Museo portátil del ingenio y el olvido (Universidad de Guadalajara, 2020).
Los edificios no deben moverse. O, al menos, no mucho. Por eso los abogados les llaman inmuebles: inamovibles, inmutables, y por eso ha causado tanta sorpresa que un día feliz de la primavera de 1950 el ingeniero Jorge Matute Remus, nacido treinta y siete años antes en la ciudad de Guadalajara, se haya animado a conjurar el ingenio para atacar un problema que parecía irresoluble: sobre Avenida Juárez, en la esquina con la calle Donato Guerra, existe un edificio que estorba, insalvable obstáculo para ensanchar aquella avenida hasta transformarla en una modernísima arteria vial que permita el flujo imparable de automóviles en dirección de oriente a poniente de la ciudad. Una gran cantidad de inmuebles ya se ha derrumbado. ¿Por qué éste no? Se trata de la Central de Teléfonos de la Compañía Telefónica y Telegráfica Mexicana, única proveedora de servicios telefónicos en la República Mexicana, planta rectangular, tres pisos, estructura de concreto armado perfectamente olvidable.
Pero demoler el edificio, comprar nuevo equipo y transferir los cables de distribución de los teléfonos a una nueva sede costaría una pequeña fortuna, que la Compañía Telefónica no está dispuesta a pagar. La sorpresa es que el ingeniero Matute Remus, que ya entonces ejerce de rector de la Universidad de Guadalajara, se ha presentado con esa solución que, durante infinitas semanas, han calificado de ingeniosa o desquiciada: No tiremos el edificio, ha dicho: movamos el inmueble poco menos de doce metros hacia atrás.
Alguien pregunta si algo así se ha hecho antes, y quizás alguien recuerde que el ingeniero Emmanuel Gendel se ha dado gusto moviendo edificios en la calle Gorki de Moscú, con todos sus inquilinos en su interior. En la ciudad de Indianápolis, la Compañía Telefónica Bell comisionó al arquitecto Kurt Vonnegut —padre de un escritor homónimo, estudiante de física, química y matemáticas— para mover su edificio de unos quince metros hacia el sur, después girarlo novena grados, trasladarlo al oeste otros treinta metros, con todo y sus seiscientos empleados, conservando intactos los servicios de gas, electricidad y calefacción. O quizá no. Lo cierto es que en la oficina de Nueva York de la Compañía Telefónica han firmado la aprobación del proyecto de Matute Remus, quien organiza el plan: demoler las casas alrededor para obtener el espacio hacia donde se trasladará el edificio, crear una cimentación en la nueva ubicación, armar una estructura que sirva de patín para deslizar el inmueble, luego un casquete de concreto armado para dar soporte al edificio y abrazar las columnas. Luego, recorrer el edificio 11.40 metros y alinearlo a la nueva calle.
La idea es de Jorge Matute Remus, pero su puesta en marcha pasa por un equipo extraordinario: el ingeniero José Ruiz Ugalde —un año mayor que él, inigualable perito en cálculos estructurales, creador del primer estacionamiento subterráneo en Guadalajara—, que se hace cargo de la obra civil, y el ingeniero Francisco Vigil Lagarde, el mayor experto de la región, para resolver todo el tema de la conexión telefónica, además del habilísimo fontanero Rafael de Santos, que se ocupa de conservar el servicio de agua y de paso resolver una misión especialmente delicada: cortar varillas y fabricar los rodillos que permitan ir soltando el edificio. Primero se desaloja el sótano que resguarda la planta de fuerza y las baterías, la planta de emergencia y los almacenes de materiales para celadores. La fuente de corriente eléctrica se pasa a la planta baja sin interrumpir servicios: el edificio está dotado de otra planta de refuerzo. Con el sótano libre, inician la construcción de la subestructura, y con unas zapatas se cimentan las columnas al subsuelo. El ingeniero Vigil Lagarde manda bajar la altura de los tablones de madera con los que han aprisionado el edificio para que todas las personas, que no son pocas, participen del espectáculo. El portentoso inventario de herramientas e instrumentos utilizados incluye: durmientes continuos de concreto, rieles ferroviarios, rodillos de acero, parrillas de vigueta, varillas, pirámides truncas de concreto, infinidad de todo tipo de clavos, gatos hidráulicos, placas de acero…
Todo se desenvuelve con una sincronización impecable, armónica; coreografía dirigida por esa voz que resuena en el megáfono, ritmo, balance, una orquesta del ingenio que trabaja de 8:00 a 17:00 horas en hacer que un edificio completo flote hasta viajar algo menos de doce metros en poco más de cinco días.
No sucede ni un solo accidente. Son las señoritas empleadas de los departamentos de larga distancia, quejas, información y otros servicios quienes finalizan la proeza, moviendo directamente las palancas de los doce gatos mecánicos que impulsan hacia atrás el edificio, directo a la inmortalidad.