En la tradición judaica antigua se creía que Moisés entraba en la muerte mientras Dios, con un beso en sus labios, le succionaba el alma para tomar desde sí y para sí aquel aliento y aquella vida entregada generosamente al nacer. Algo parecido se imagina Alda Merini al pensar en el santo de Asís: la muerte, en efecto, toma al «hijo amado» de Dios y «lo deposita en los labios del Creador».
Así cierra la autora este canto de amor místico que ella misma decidió entonar para una criatura tan dulce y tan alta.
Hace tiempo Alda dejó de escribir poemas pero, como los antiguos rapsodas, los dicta, dejando que el viento y los oyentes los recojan y los cristalicen en las páginas.
Esta lauda franciscana recorre, entonces, una ideal trayectoria sonora y visible que la convierte en palabra dicha y escrita. Como afirmaba otra extraordinaria poeta, Emily Dickinson, «una palabra está muerta / muere / cuando se pronuncia, / suelen decir algunos. / Yo, en cambio, digo / que es en ese momento / que comienza a vivir».
Y las palabras de Alda por Francisco están precisamente viviendo ahora en estas páginas, esperando ser de nuevo difundidas en el seno del aire del mundo y del espíritu de cada lector.
Gianfranco Ravasi
El dinero es una excusa
para defenderse de la muerte,
una máscara tras la cual se oculta el hombre
para no mostrar que es un ángel,
un ángel triste y atribulado.
Yo quería estar desnudo,
ser tan sólo un alma.
Pero así no habría conquistado a Clara
como una tierra mía,
pues ella era una tierra virgen
un desierto de sencillez.
¿Pero es justo, Señor,
olvidar
a quien nos amó a su modo
cubriéndonos de dinero
y de ropajes lujosos?
Es la miseria de un padre
que no entiende
que un hijo pertenece a Dios.
Pero un hombre como mi padre,
que tenía miedo a la muerte,
¿podía acaso entenderlo?
Yo, Francisco,
me he convertido en el juglar de Dios,
pero a mi viejo caballo,
el que murió junto a mí,
lo sigo soñando:
era un animal lleno de miedo,
era mi cuerpo.
Lo dejé morir
en el cruce de las calles,
y sólo entonces sentí
el innoble hedor de mis vicios,
de mi violencia.
Me he convertido en el vértice de la caridad
porque Dios un día
sin que yo lo mereciera
se inclinó sobre mí
y besó mis manos.
Versión de Jeannette L. Clariond
Il denaro è una scusa / per difendersi dalla morte, / è una maschera sotto cui l’uomo si nasconde / per non far vedere che è un angelo, / un angelo triste e tribolato. / Io volevo essere nudo, / volevo essere solo anima. / Allo stesso modo non avrei conquistato Chiara / come una terra mia, / perché era una terra vergine / era un deserto di semplicità.
Ma è giusto, Signore, / dimenticare / chi a modo suo ci ha amati / ricoprendoci di denaro / e di vesti sontuose? / È la miseria di un genitore / che non capisce / che un figlio appartiene a Dio. / Ma un uomo come mio padre, / che aveva paura della morte, / come poteva capire?
Io, Francesco, / sono diventato il giullare di Dio, / ma il mio remoto cavallo, / quello che mi è morto a lato, / l’ho sempre sognato: / era una bestia piena di paura, / era il mio corpo. / L’ho lasciato morire / all’angolo delle strade, / e solo allora ho sentito / l’ignobile puzzo dei miei vizi, / della mia violenza. / Sono diventato il vertice della carità / perché Dio un giorno / immeritatamente / si è chinato su di me / e mi ha baciato le mani.