Mujer cubo / Carola Aikin

Gruñe la urbe, pálida, bajo el peso de sus coches, el caminar firme de sus ejércitos. Taconeos, resoplidos, edificios de cristales opacos, corbatas, trajes, cabezas con cerebros focalizados. No hay despistes ni equivocaciones en la gran calle avenida. Pies de piernas elegantes, maletines. Pura y dura determinación. Es la hora del trabajo.
     En las afueras, de donde viene ella, en los lejanos polígonos, ya silbaron las sirenas. Aún no amanecía cuando ella salió. Aquí cae la luz de primera hora, blanca, rabiosa. Ahora se trata de mantener el paso, de avanzar. Es difícil para ella, labios demasiado rojos, suéter naranja chillón. A saltos cortos, temblones y simples van sus zapatos prestados. Ella fija la mirada en su trozo de pavimento. Se concentra. Afuera sensaciones sospecha, afuera imágenes negativas. Debe visualizarse caminando entre nobles trabajadores como una más, como una…
     ¿Una qué? ¿De que está intentado disfrazarse? Profunda y terrorífica pregunta. De pronto se siente disfrazada de… ¡Puta! ¡Pero qué tendrán que ver las putas, bastante tienen ya! Pensamientos inadecuados le agravian esta mañana, inadecuados como su ropa, como ella misma. ¿Por qué no se siente igual a los otros? Le embiste la gana de llorar. Se pregunta por qué no puede esconder sus dudas un rato, sólo un rato hasta después de la entrevista. No puede ser tan difícil. Ella debe avanzar. Y avanza y balbucea las palabras aprendidas. Tiene una cita con un señor lm en el treinta y seis, última planta, Todo Audiovisuales. Se repite que sí, que lleva el currículo, que sí, que ella (bueno, una hermana suya) tuvo una experiencia hace unos años (pero que lo mismo da: ella es su hermana, su hermana es ella), que lo que quiere es una oportunidad porque Ella vale. Vale. Vale…
     —Bueno, pues tú me contarás —dice el tal señor lm, pañuelo color vino al cuello, bigote y patillas. Detrás suyo una ventana inmensa.      Abajo el mundo. Arriba la luz que cae a borbotones sobre la azotea blanca, ocupada por hierros oxidados que sujetan un emblemático cartel de publicidad.
     —Qué sucio que se ve el cartel desde cerca, señor lm —responde ella, sin pensar en lo que está diciendo. Desde esta última planta se toca el cielo, no se escuchan ruidos, se siente algo ligeramente extraño.
     —Llámame Luisma, por favor —sonríe él—. Mira, creo que vas a sernos útil, bonita.
     Llámame Luisma: cincuenta años, barba rasa. Parece buena persona. Le ha dicho bonita. En sus manos el currículo abierto. Difícil precisar si los ojos son verdes o grises. El sol borra un poco la nariz aguileña. Claro, está al contraluz y todo él queda como oscurecido y luego el encalado de la azotea reluce e ilumina el caos que reina en ese despacho: mesas repletas de pósteres, fotografías de actrices, modelos, documentos.
     —Has trabajado en muchos sitios, ¿eh? —dice él—. Así me gustan las jóvenes: briosas. Eso es, con brío, sin miedo—. A ella le aboba el rostro una sonrisa. Le va a doler la boca si sigue estirándola.
     —Mira qué te digo —continúa él, hojeando su currículo con pericia, un poco como hacen los hombres importantes cuando leen los diarios de economía—. Me gusta tu nombre, Victoria. Y sobre todo me gustan las chicas sin remilgos, dispuestas a lo que haga falta. Ah, veo que además tienes algunos estudios.
     —Sí, ahora me estoy preparando el acceso a la universidad para mayores de veinticinco años y tengo pensado…—. Siente deseos de abrir su corazón a Llámame Luisma, confesarle que sueña con estudiar la carrera de cine, que le encantaría aprender a escribir guiones en la escuela de Borau, que está leyendo la Odisea.
     —¿Ya veinticinco? —interrumpe él—. ¡Si pareces una cría! Me gustas, qué quieres que te diga. Tienes ambición. No lo pensemos más. Te hacemos contrato y empiezas mañana mismo—. Ella flota literalmente en el aire del despacho, esa luz blanca, que viene de afuera, no le hiere más. Se ve trabajando en la mesita de al lado del jefe, con su propia línea telefónica, quizá con los pies en alto. Llámame Luisma, siempre a contraluz, teclea impaciente.
     —Ay, los dichosos formularios, esto del papeleo…—. No tarda en girar la pantalla hacia ella para mostrarle, muy fugazmente, un documento.
     —Estándar —dice—, un formulario estándar. ¿Lo rellenamos, te parece?—. Ella no cabe en su gozo, hasta se alegra de haber escogido el suéter naranja chillón, mira que lo ha dudado. ¡Pero si resulta perfecto para este lugar! Llámame Luisma sigue hablando mientras rellena y rellena en el ordenador el contrato.
     —En nuestra profesión las cosas son así, aquí te pillo aquí te mato. Éste es el mundo donde todo puede suceder, hay que estar preparado. Además, Victoria, ya estoy harto de tanta mediocridad. ¿Por qué no tener una empleada guapa, con cara de chica mala? Ya puedes firmar. Si te parece empezamos con un sueldo simbólico hasta que te sueltes, así que no te asustes por la cifra, que ya la cambiaremos —añade con un guiño.
     Suena el teléfono.
     —Firma aquí.
     Ella firma como nunca: magnifica la «V», alargada la «T», la «A» termina en un grandioso tirabuzón. Llámame Luisma por favor está atendiendo el teléfono.
     —Es mi socio —dice, tapando el auricular, e indicándole una puerta pequeña del mismo color que la pared añade—: Ahí encontrarás algunas cosas.
     Ella se levanta y, obediente, entra a un cuartito oscuro, cierra la puerta tras de sí, se aplasta contra la pared, suspira. Cuando enciende el interruptor descubre una agonizante fregona con cubo, una vieja escoba, un recogedor. Se frota los ojos. Los abre de nuevo.      De un gancho cuelga una bata sucia. Obviamente se ha tenido que equivocar… Se ha equivocado de puerta, de vida, de identidad.
     —¡Mira que eres torpe! —grita la chica, y se deshace en maldiciones. Lo peor es el aluvión de imágenes que invaden su mente. Oh, si pudiese hacer desparecer ese desfile macabro, ese odioso ejército de triunfadores que marcan glúteos, pechos, muslos, a golpe de despertador. Pero, ay, los oye, los huele, los ve cómo enfundan sus carnes blandas en fajas y slips y forran sus cuerpos con atuendos impolutos, cómo estrujan callos y juanetes para caber en finos zapatos de caballero, de señora con moño y tacón. Van a la conquista, a la conquista del mundo. Pasan y desfilan, por esa gran calle avenida, la atropellan, susurran: Eh, tú, adónde creías llegar.
     Desde el cuartito se escucha la voz de Llámame Luisma por favor al teléfono, aún al teléfono. Está discutiendo sobre dinero.
     —Las cosas claras, tengamos las cosas claras, por Dios.
     Victoria, la chica, se echa de pronto a reír como enloquecida, sus carcajadas atraviesan las endebles paredes del cuartito de la limpieza. Llámame Luisma balbucea algo más, pero al pronto se levanta del sillón, cautelosamente rodea la mesa, la luz le pega de frente, lo abofetea. La puerta del cuartito se abre. Una mujer desnuda, con el cubo de fregar encasquetado en la cabeza, escoba en mano, sale de un brinco y se queda parada en mitad del despacho. Llámame Luisma enmudece. Pasa un siglo y medio hasta que rompe a decir:
     —Oye, tenemos a la nueva… Sí, sí, está conmigo ahora.

 

 

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