En la última parte de La piel de zapa de Balzac, cuatro médicos se reúnen alrededor de Rafael de Valentin para analizar su enfermedad. Insensibles, distantes, tres de ellos pronuncian sus sentencias sin considerar las expectativas del paciente, mientras que sólo uno, el más joven, se conmueve ante el sufrimiento de su amigo y su padecer. «Indudablemente», sentencia uno de los más viejos, «ha cometido usted multitud de excesos en medio de una vida disipada y además se ha entregado a profundos trabajos intelectuales».
Me atrevo a pensar que este diagnóstico le hubiera parecido divertido a Humberto Macedo, entregado como era a multitud de excesos y trabajos intelectuales. Conocí a Macedo en Oaxaca, en 2008, cuando obtuvo el premio Benemérito de las Américas con su libro de cuentos Última escala. Uno de los presentadores del libro dijo que ahí sin duda se encontraban algunos de los cuentos más importantes de la literatura mexicana del nuevo siglo; agregó que los cuentos de Macedo eran «horrorosos, terribles, ¡pero uno no puede parar de leerlos!». Ambos comentarios, en mi incredulidad, me parecieron exagerados; además, el carácter más bien amable y sonriente de Macedo no parecía ocultar tantos horrores. Después de leer Última escala descubrí que los halagos no habían sido para nada desmesurados; le escribí de inmediato para profesarle mi admiración, pero, como toda persona sensata, Macedo no pareció tomarse los piropos muy en serio, ni entonces ni nunca: «No sabía que tenía un fan, fuera de mi propia familia», me dijo Humberto burlonamente dos años después, ya en el hospital, la última vez que lo vi.
Me sorprende descubrir con qué precisión Macedo pudo definir su estilo en unas pocas palabras, cosa que pocos autores son capaces de lograr: «Una sólida fusión entre la fantasía tétrica y el realismo descarnado». Y no hay arrogancia en esta autocrítica, porque el escritor no intentaba revelar estas notas, que aparecen ahora entre sus archivos encontrados por su hermana Isabel, quien pudo además hacerle otra travesura en su ausencia además de espiar en sus papeles: subir a Facebook dos o tres de sus fotos donde aparece de esmoquin y no con su acostumbrada melena larga y su ropa desaliñada, como apareciera en las fotos oficiales del inba que lamentaban su muerte.
Julio Cortázar y Edgar Allan Poe: sólo esos dos autores menciona Macedo como definitivas influencias en su vida. Y, de seguro sonriendo, escribió también que durante cuatro años escribió una novela, y sólo en sus ratos libres estudió y se tituló de la carrera de Psicología en la unam; Ordalía, premiada con el Premio Juan Rulfo en 2003, es sin duda esta novela, una de sus «fantasías tétricas», de una originalidad y profundidad pocas veces alcanzadas en la literatura fantástica latinoamericana. A esa misma rama personal pertenecen Nictofobia (ahora inconseguible, pues fue una publicación interna de la Universidad de Oaxaca) y Al anochecer, una novela de vampiros en el más típico estilo de exageradas metáforas y pasiones desbocadas, pero desarrollada en los escenarios de Coyoacán, Reforma y la colonia Doctores. Participó también en una antología de la revista Punto de Partida titulada Moscas, niñas y otros muertos.
Y, con un talento implacable y un estilo agudo como un bisturí, con ese «realismo descarnado» con el que se autodescribe el autor, cuatro historias se llevan a cabo en Última escala: «Camaradas», «Dos de tres», «La señal» y el cuento que intitula el libro. La primera es la historia de dos amigos de la infancia que se encuentran veinte años después: Ramoncito, el inocente, el débil, el niño perseguido por el golpeador del barrio, es ahora judicial, mientras su camarada, el Pepillo, descubre con terror la bestia en la que se ha convertido su antes indefenso amigo a quien nunca tuvo el valor de defender del Vitrolo. «Dos de tres» es un triángulo amoroso, una tragedia griega, pero contada en slang de punketos: el Blúnter, el Véyder y la Julia sufren el infinito drama del amor, la traición, la muerte. El Blúnter, frente al cadáver de su amigo, recuerda cómo llegaron hasta ahí, cómo la Julia entró a sus vidas para calmar el fuego constante de odio en los ojos del Véyder, pero también para separar a los «carnales». En «La señal» vemos la transformación interior de un niño atormentado por la muerte de su madre y cómo se convertirá en un asesino, convencido de que ayuda a liberar a las personas del sufrimiento, del desconsuelo que es la vida, mientras que el personaje de «Última escala», un joven escultor que huye de su pasado, es obligado a volver a él en frases repetitivas, atormentadoras. En un camión destartalado, el escultor llega a ninguna parte, a un lugar de completo olvido y desolación, donde se convertirá a la vez en víctima y victimario de una nueva pesadilla: «Sí, jodí mi vida…¿y? Sonrío al recordar esa frase que antes me atemorizaba y ahora sólo me parece lo más cierto del mundo: quien arruina su vida en un sitio, lo va a hacer en cualquiera».
Supe todavía de voz de Macedo que había terminado otro libro de cuentos y quizá una novela, ya apalabrada en una editorial, aunque su conversación era inconexa e intermitente y su hermana me advirtió que se equivocaba a menudo con los nombres y los tiempos, que no era de fiar. Me pareció, sin embargo, que él aprovechaba para burlarse de los demás, teniendo a la enfermedad como pretexto idóneo: con su desbordada imaginación literaria me inventó otro nombre, citas fallidas y rechazos amorosos nunca ocurridos, según mi versión de los hechos, «pero ahora aquí estás, paradota». Nos despedimos entre insultos y carcajadas: inmejorable adiós.
«Desesperanzado, cruel, nihilista»: así se describía Macedo a sí mismo, y así es el devastador estilo de su narrativa, prueba de un talento insustituible que, para desdicha nuestra, no veremos llegar a la madurez. Pero, sin ser asesina, creo a veces, como el asesino serial de Macedo, que más allá de la muerte hay una paz absoluta en la que no seremos tocados por el dedo del desconsuelo. Hay una frase que se repite una y otra vez en «Última escala»: me gusta pensar que es la dedicatoria de Humberto Macedo a la literatura misma, a la que, como dijeran los médicos románticos con sus diagnósticos vitalistas, dedicó todos sus excesos y profundos trabajos intelectuales: «Juré que por ti iría hasta el fin del mundo», escribió Macedo: «ya llegué».