El espacio efímero / Silvia Eugenia Castillero

Hace unos días transitaba por la carretera Guadalajara-Tepatitlán y de pronto encontré en sus orillas una obra arquitectónica que me llamó la atención por estar en medio del campo, como saliendo de la nada. Era domingo, entré. Nadie. Sentí un desdoblamiento de mí misma, como si fuera el personaje de algún relato. La atmósfera era literaria: los muros, los edificios, los árboles, encerraban un sentido rotundo, una presencia que no llevaba más que a su propia hondura, una especie de vacío que descubría su significado al fondo de sí. Aquello era multiforme y sin un código que lo encajara en el desciframiento de ese instante que yo vivía mientras hurgaba en un edificio extraño, desconocido.

     Mientras recorría el recinto, percibí una especie de pulso en la construcción, una sensación de que algo tramaban el suelo o los cristales, las puertas y las ventanas. Había una historia entre aquellas paredes, sentí el instante que pasa y se pierde, la transitoriedad de espacios que se quiebran conforme la luz cambia, en un sucederse de sólidos y de lugares semicerrados y abiertos, donde el espacio se expandía con una respiración que iba del interior a la lejanía y regresaba para tocar los elementos más íntimos de ese mismo ámbito.
     El alma humana posee una vocación hacia lo múltiple, que proviene de la tendencia de la materia del universo —a decir de Gilles Deleuze— a desbordar el espacio y a conciliarlo con los fluidos. Lo múltiple existencial del edificio se resolvía ante mis ojos, a través de las ondulaciones de los muros, la elasticidad de los cuerpos, los fluidos de la materia. De manera inesperada una serpientebajó ondulante por un corredor también curvilíneo y se quebraba en terrazas y se volvía plazoleta, pero también fuente, cascada, y se siguió quebrando hasta volverse escalinata, rampa; luego se atrevió a ser estanque —varios estanques— al morir en una especie de espejismo plano, para renacer y reptar en forma de andadores alternados, hasta conquistar la forma de un arroyo y unirse, ser un puente —múltiples puentes— y llegar por fin a las aulas.
     Salones, auditorios, una escuela con formas cavernosas: hay en ellas el hueco y el contorno, las zonas negras que podemos considerar como el envés de lo que vemos. ¿Soy presa de un ilusionismo óptico? Imposible. Hay una realidad contundente: la raíz de la luz que es la sombra, del inicio del volumen que es el hueco. Desde las raíces de la materia proviene esta arquitectura, en diálogo franco con los templos naturales: robles, pinos, cipreses y nopales, los barrancos y las cimas. En sus espacios habita el tiempo: sus edificios son cambiantes, orgánicos, evolucionan y coexisten con el medio natural, pero son a su vez independientes en su estética, los recursos de construcción varían de uno a otro y sin embargo los anima la noción de individualidad como una parte del todo.      Y cada espacio único también se desmiembra en unidades notables: las texturas de los muros, las escaleras, las columnas, los ventanales, las pérgolas.
     Entro a los pequeños espacios y siento un «algo» enmarcado que comienza al traspasar las puertas y ventanas, allí donde da inicio la luz y sus reflejos, donde ésta hace ondularse y reverberar los muros, dotando al espacio de interioridad, de un «entre», pliegue donde lo inorgánico y lo orgánico logran un milagroso punto de encuentro: es la grandeza de lo efímero, lo grandioso de lo fugaz. El espacio así logrado provoca una necesidad metafísica de ir hacia lo otro.
     Me encamino a la salida y veo una placa donde leo: Centro Universitario de Los Altos. Tepatitlán, Jalisco. Arquitecto Fernando González Gortázar. El arrobo que sufre mi persona es indescriptible; entonces recuerdo la definición de arquitectura que alguna vez le escuché pronunciar al mismo Fernando: «La condición efímera de la experiencia arquitectónica, esta condición mutable del espacio, el hecho de que la percepción es distinta en un día nublado que en uno con sol, y distinta para una persona que mida un metro noventa que para otra de uno cuarenta, hace de cualquier edificio, y de cualquier calle, algo infinito». 
     Subo al auto y miro por el retrovisor erigirse ese enigmático lugar, con la misma virtud de las ciudades visitadas por Marco Polo, en las que, según recrea Italo Calvino (Las ciudades invisibles), «se podía dar vueltas con el pensamiento en medio de ellas, perderse, detenerse a tomar el fresco, o escapar corriendo».

 

 

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