(Guadalajara, 1971). Entre sus publicaciones más recientes está De otra cosa (Cataria, 2022).
Hecho a mano
No me precio de coleccionar libros raros. Tengo, más por mi edad que por afán acumulativo, libros que han ido cobrando interés por las dedicatorias que manos generosas accedieron a estampar en ellos,
o porque son ejemplares de tirajes agotados, y los conservo, desde luego, con afecto.
Pero no los atesoro como piezas de museo ni los comparo con libros de otras bibliotecas. Con una excepción: el objeto que, para divertirme, llamo el Codex Fraxinus-Monellii.
Es un libro de Marcel Schwob, y puedo asegurar que nadie más lo tiene. Está hecho a mano. A primera vista es apenas una copia —literalmente una copia, no un ejemplar— de una edición argentina del Libro de Monelle, con prólogo de André Salmon, publicado por la editorial Argonauta en traducción de Teba Bronstein en 1945. He aquí su singularidad: alguien fotocopió las páginas de un ejemplar genuino, recortó esas fotocopias y las pegó cuidadosamente, respetando la escala del original, y luego forró el volumen con cartulina y un pliego de mica transparente. Hay tres palabras escritas a mano en esta especie de incunable fraudulento: el apellido Schwob y el nombre Monelle, ambos en mayúsculas, en el lomo, y la palabra hipocresía en el medianil de la página 25. Las tres coinciden con la letra, inconfundible para mí, de Eduardo Lizalde.
Lizalde fabricó este Libro de Monelle con sus propias manos antes de 1970, según mis cálculos. Recuérdese que un poema de su libro de 1970, El tigre en la casa, se titula «Monelle». Me gusta pensar que Lizalde leyó El libro de Monelle en aquella edición de 1945 y que después, a medida que iba concibiendo el poema, clonó el ejemplar que alguien le había prestado y tenía que devolver. Imagino que se habrá servido de una Xerox hoy paleontológica, pero entonces vanguardista, sin duda en la Imprenta Universitaria, donde Lizalde trabajó
algunos años.
Quien puso el Codex Fraxinus-Monellii en mis manos fue David Huerta, su dueño por no sé cuánto tiempo. Conjeturo que Andrea Huerta, exesposa de Lizalde, le dio el Codex a David, su hermano menor, en algún momento. David, entre solemne y juguetón, me lo dio a mí hacia 2016, en un viaje a Guadalajara, cuando lo llevé a conocer la barranca de Huentitán y después fuimos a ver un Atlas-Toluca bastante soso en el estadio Jalisco (quizá la última vez, decía él, que Antonio Naelson Sinha y Rafael Márquez coincidirían en una cancha como futbolistas profesionales). Fraxinus, por cierto, es la palabra latina que significa fresno. También el apellido Lizalde, de origen vasco, significa fresno. De ahí el nombre macarrónico del pequeño tesoro que recibí de Huerta, sin sospechar siquiera su existencia ni mucho menos habérselo pedido, por esa generosidad impar y aun sobrenatural que lo distinguía.
Números redondos
David Huerta murió el año en que se cumplieron cinco décadas de la publicación de su primer libro, El jardín de la luz, que apareció en 1972.
Habían transcurrido diez años de la publicación de aquel poemario cuando, en 1982, murió Efraín Huerta, padre de David.
Habían transcurrido veinte años de aquella publicación y diez años de la muerte de Efraín cuando, en 1992, viajé con Ángel Ortuño a Hermosillo para conocer a David, que impartió en aquella ciudad un curso sobre Borges.
Habían transcurrido treinta años de la publicación de El jardín de la luz, veinte de la muerte de Efraín Huerta y diez de aquel curso en Hermosillo cuando, en 2002, la editorial Filo de Caballos publicó Hacia la superficie, libro que se presentó en el centro de Zapopan durante un homenaje a su autor, David Huerta.
Habían transcurrido cuarenta años de la publicación de El jardín de la luz, treinta de la muerte de Efraín Huerta, veinte de aquel curso en Hermosillo y diez del homenaje zapopano cuando, en 2012, David reunió los poemas que grabaría con su propia voz en el disco Perro de Goya, editado en la longeva y excepcional colección fonográfica Voz Viva de México, de la unam. No mucho después, en su columna de la Revista de la Universidad de México, Huerta explicaría con detalle muchas de las referencias contenidas en «Perro de Goya», el poema que da título a ese disco. En torno a ese poema están reunidos, pues, el poeta que lo escribió, la voz dulce y cristalina que lo grabó y el maestro que se detuvo amablemente a glosarlo.
La religión perdida
«Esperan demasiado de los poetas, camaradas. Que deliren y que sean congruentes. Que sean intransigentes pero también amables. Que mueran aferrados a las palabras pero también que sepan callar a tiempo. Que respeten la tradición pero también la violen. Que sepan mucho sin ser doctos. Que sean profundos y también mundanos. Ustedes lo que necesitan es una religión».
Escribí esto en 2018, poco menos que como una broma para jugar en Facebook, donde la publiqué unos meses antes de cerrar mi cuenta en esa red social. Cerrada la cuenta, me olvidé del asunto.
Años después, en abril de 2022, hice un viaje muy breve a la Ciudad de México, donde vi cumplido mi sueño casi adolescente —por el espíritu, no por la cronología— de pasar unas horas con Fernando Fernández, Carlos Ulises Mata y David Huerta, compañeros de averiguación lopezvelardeana, corazón hiperbólico y humor extraordinario. En algún momento de la comida, David se refirió a la broma que yo había publicado en Facebook en 2018 y de la que ya no tenía recuerdo alguno. Prometió buscarla y mandármela. Resulta que David no sólo había conservado esos renglones: también los había destacado, casi para escándalo mío, como epígrafe de un libro que planeaba terminar pronto y que se llamaría, según me contó apenas en junio, Razones para no fundar una religión. Ese libro, que ignoro si David llegó a concluir, lo publicaría en el Estado de México el poeta y editor Félix Suárez.
Estación Panteones
La muerte —de todos los hechos, acaso el más desprovisto de sentido— da sentido al resto de los hechos.
El último libro de David Huerta (es decir, en sentido estricto, el último de sus libros que Huerta viera publicado) es al mismo tiempo un libro anómalo, impredecible, y un libro sobre lo que todos conocemos y desconocemos: la muerte. Dicho así, nada más, no parece que lo primero tenga nada que ver con lo segundo. Viéndolo todo más de cerca, las cosas cambian.
Ese libro, el último, se titula El viento en el andén. Lo diagramó Federico de la Vega y lo editó Francisco Magaña bajo el sello de Monte Carmelo en mayo de 2022. Yo recibí un ejemplar el 7 de junio, el mismo día que David me comentó que Fernando Fernández había ganado el Premio Iberoamericano Ramón López Velarde, y empecé a leerlo en seguida. Es un libro impredecible y anómalo, incluso para un lector acostumbrado a la obra de David Huerta, porque se trata de una novela, género que hasta entonces no había cultivado el autor de Incurable (si bien el mismo Incurable, copioso poema versicular de cuatrocientas páginas, en cierto modo ya es una novela).
Tan extraño es que David haya escrito una novela que su editor la publicó en una serie llamada, inequívocamente, «Poesía», y el mismo Huerta parecía confundido cuando le pregunté si estaba consciente, al terminar El viento en el andén, de qué género de libro había escrito. «Para mí es como un vómito», me dijo, no sin cierta vergüenza. Se trata, sea como sea, de un relato en prosa en doce capítulos y más de ochenta páginas (que sobrepasarían el centenar en formato de bolsillo). El narrador y protagonista se dispone a visitar a un amigo para expresarle sus condolencias tras la muerte de uno de sus hijos. Al bajar del metro en la estación Panteones, al norte de la Ciudad de México, siente que un «viento sólido» y «rotundo» lo empuja por la espalda, primero, y más tarde lo rodea, lo hace perder pie y lo conduce hasta la salida de la estación —en los alrededores de la cual, como se sabe, hay no uno sino varios camposantos, en particular el Panteón Español y el Panteón Francés—, donde oye un coro de voces, o más bien un trío de voces bien diferenciadas, «un triángulo sonoro barnizado de himno y de quejumbre», que lo interpelan a propósito de su cuerpo, de su destino y de la ciudad en la que vive, todo en un lenguaje denso, apabullante y visionario. El protagonista sabe que su propia madre fue sepultada, muchos años atrás, en un cementerio a las afueras de la estación, pero no planea visitar su tumba ni mencionarle a su amigo, cuando pase a recogerlo, esa coincidencia, tal vez porque las voces del metro, precedidas por «sonidos como pelambres de miedo y maneras de destruir las almas, de obsesionarlas con el temor y el asco», ya le han anunciado que una presencia maternal, sin duda la tierra misma, lo envuelve, lo atrae y lo convoca. Esa presencia, que al mismo tiempo es una cavidad, un vacío, y es material e inmaterial, le revela el mundo y se lo esconde: «Lo sé todo y lo ignoro todo de ese día milagroso y común».
Unos años antes, a fines de 2019, Huerta publicó El cristal en la playa, libro en el que figura el poema «He visto la muerte», que al menos hoy no puedo leer como si fuera un poema cualquiera con un tema cualquiera. Cito dos de sus estrofas:
He visto el avance zurdo de la muerte sobre arenas oblicuas, playas de forma ultraterrena, riscos y acantilados de soledad impenetrable. He visto las modulaciones de la muerte, sus alveolos de piedra y sus filamentos de sangre, su espesa proclamación en la gris ola de un gesto y en el ademán último de los crepúsculos humanos.
La muerte —bien lo sabemos— es la última Tule de nuestro futuro: el punto más alejado en el futuro de nuestras propias vidas, después del cual ningún otro futuro es posible, al menos en la vida. Es el umbral de la estación Panteones, con sus vendedoras de flores como «sacerdotisas que se aburren junto a las bocas cavernosas que conducen al inframundo». Sin embargo, nos referimos en pasado a la muerte porque solamente llegamos a conocerla cuando le ocurre al otro, cuando se verifica en los demás como un hecho consumado, haciendo del otro nuestro prójimo en el sentido más estricto de la proximidad, que a su vez no puede sino desembocar en una despedida, en «el ademán último / de los crepúsculos humanos».
El otro, que ha muerto, ha dicho ya la última palabra, pero con esa palabra, si sabemos oírla, nos ha conducido hasta el umbral del significado de todas las demás palabras, las que ahora nos parecen inevitablemente dichas en pasado.