Cuando las bestias regresen: Canon para el fin del mundo / Agustí­n Goenaga

«…saluda, saluda a Alejandría que se aleja»
Constanino Cavafis
Row, row, row your boat
Gently down the stream

Se enteró mientras viajaba en el metro de camino al trabajo. Un periódico abandonado en el asiento en desorden, arrugado y con manchas de comida mostraba la fotografía de un tigre frente a un fondo oscuro. Los ojos de la bestia desaparecían en la sombra de sus cejas. La luz golpeaba la pelambre y la volvía brillante, pero los manoseos matutinos habían desteñido la tinta. Él levantó el periódico para sentarse. La nota hablaba del robo de un tráiler, lejos, muy lejos, en el estacionamiento de un motel en St. Liboire, Quebec. El chofer viajaba desde Nueva Escocia de regreso al zoológico de Bowmanville, cerca de Toronto. Se había detenido para pasar la noche y retomar la carretera a la mañana siguiente. En el tráiler llevaba dos camellos y el tigre de la imagen. La policía declaró que seguramente los ladrones no tenían idea de lo que dormía en la carga cuando echaron a andar el motor y tomaron camino por las carreteras vecinales. En los últimos años la zona había sufrido un incremento, discreto pero constante, en el robo de vehículos. Los cuidadores, quienes desde un principio se habían opuesto a los tratos del zoológico con circos y filmaciones de películas, pero que habían terminado por ceder debido a los cada vez más lánguidos presupuestos, suplicaban a los ladrones que al menos devolvieran los animales. El director del zoológico ofrecía una recompensa a quien diera pistas sobre su paradero. Sobre todo, insistía uno de los entrevistados, temían por la salud del tigre, que necesitaría muy pronto agua fresca y comida. Existía la posibilidad de que los ladrones, al descubrir lo que habían robado, se asustaran y abandonaran el tráiler en algún baldío.      Transcurrirían semanas antes de que alguien hallara a los animales. Morirían de hambre y sed, ahogados por sus propios hedores. El tigre moriría primero, por supuesto. Los camellos durarían mucho más, aunque quizá la pestilencia de la carne, los gusanos, los olores atrapados, la falta de ventilación, los harían enfermar y las infecciones ganarían la carrera a la inanición y la abulia.
     Tal vez la policía se equivocaba y los ladrones habían planeado el asalto a conciencia: siguieron al chofer una vez que abandonó las instalaciones del circo en las afueras de Halifax y condujeron detrás del tráiler hasta que cayó la noche y llegó su hora. Los animales terminarían en el mercado negro.
     La alternativa que nadie mencionaba en la nota pero que inmediatamente se volvió una realidad tangible dentro del vagón del metro donde él leía la historia era que alguno de los ladrones sintiera lástima y dejara salir a los animales. De seguro habían sido dos cómplices, quizá más, pero por lo menos tendrían que haber sido dos: uno vigilaba la puerta del cuarto donde dormía el chofer, mientras el otro trajinaba con los cables debajo del volante de la camioneta. Tras la sorpresa inicial emprenderían camino hacia el norte, evitarían las ciudades y los pueblos grandes, rodearían por las afueras de Trois Rivières y seguirían adelante, hacia el parque nacional de Mont-Tremblant. Poco a poco las viviendas se volverían más escasas y más distantes. Abandonarían el tráiler con la esperanza de que algún guardabosque lo encontrara pronto. Uno o dos días más tarde, sin haber conciliado el sueño y sin decir nada a su compañero, uno de los ladrones volvería en un automóvil destartalado a buscar el remolque. Llevaría consigo una bolsa de carne en charolas de poliestireno, un costal de ¿granos?, ¿paja?, un par de cubetas y varios galones de agua. Encontraría a los camellos incólumes, indiferentes, igual que los había dejado un par de días atrás, la última vez que abrieron la puerta del tráiler para admirar de nuevo a los animales. El tigre, en cambio, estaría tendido en una esquina de la diminuta jaula. El ladrón arrojaría un pedazo de carne entre los barrotes pero el tigre lo miraría sin mover un músculo. La lástima le haría rebuscar la cruceta de fierro debajo de los asientos del automóvil. Si dejaba salir primero a los camellos y esperaba un poco, de seguro podrían alejarse lo suficiente. Dejaría el resto de la carne a unos metros del tráiler, rompería el cerrojo de la otra jaula y correría al auto para escapar de ahí antes de que el tigre saliera. Si la bestia moría después de eso ya no sería culpa suya. Así lo haría. Abriría a golpes las jaulas de los camellos y esperaría en el carro a que salieran y corrieran hacia el bosque. Tomaría toda la tarde. Esperaría una hora dormitando en el asiento para darles suficiente tiempo de ventaja. Estacionaría el coche frente al remolque y dejaría la puerta abierta. Golpearía el cerrojo varias veces, asegurándose tras cada embestida de que el tigre permaneciera ovillado en el otro extremo de la jaula. Correría hacia el coche pero no llegaría a tiempo, la bestia lo alcanzaría de un brinco. O llegaría a tiempo y volvería a su pueblo y no contaría a nadie lo que había hecho sino hasta muchos meses después.
     «Sería lo de menos», pensaba el sujeto mientras doblaba de nuevo el periódico y lo depositaba en un contenedor de reciclables a la salida de la estación del metro. El verano se asomaba entre los edificios. La luz de esos meses parecía dejar al desnudo todos los recovecos que permanecieron ocultos durante la oscuridad del invierno. La ciudad era ahora un cuerpo atrapado en un cuarto vacío, un cuerpo rodeado de espejos y reflectores que subrayaban cada arruga, cada imperfección de la piel, el cebo en el cabello y entre los dedos de los pies, la ondulación de la carne fláccida, la pátina de jugos humanos que recubría pliegues y orificios.
     Bajo el brillo de ese sol que volvía a aparecer después de tanto tiempo, la ciudad daba la impresión de ser poco más que un bosque de ruinas. Las bestias se habían replegado otra vez. Se escondían en las alcantarillas y debajo de los puentes mientras esperaban que volviera la noche.
     Siempre creyó que los animales reclamarían su mundo, pero nunca imaginó que así sería. Primero llegarían cataclismos nucleares, terremotos, cuerpos celestes que destruían a su paso ciudades enteras, que abrían en la tierra boquetes del tamaño de pequeñas lunas y levantaban nubes de polvo tan espesas que los pájaros casi podían posarse en ellas. Después los bombardeos reducirían los rascacielos a escombros. Las hordas de saqueadores hallarían los restos de cualquier objeto valioso como cerdos olfateando trufas en el barro. En las ruinas morarían los sobrevivientes, ocultos entre los restos de los muros, tratando de mantenerse a salvo de las bestias que bajaban de las montañas y patrullaban las calles por las noches: lobos, coyotes, perros embravecidos por el hambre, ratas, buitres. Los cuerpos temblarían entre los castillos de fierro oxidado. Los trozos de concreto caerían sobre sus cabezas como si fueran migajas. Algunos de ellos, los que aún llevaran niños consigo, buscarían refugio en los áticos de las casas o en los segundos pisos que permanecieran en pie, lugares elevados adonde treparían para permanecer seguros. Aquellos hombres y mujeres saldrían por la mañana a buscar comida, a disputarse los cadáveres de los perros caídos en las peleas nocturnas. Dejarían a los niños en aquellas guaridas con la esperanza de que los animales no los alcanzaran.

Row, row, row your boat
Gently down the stream

A los cincuenta perdió su primer empleo: un asunto nunca aclarado del todo, que involucró cifras maquilladas en un reporte a la gerencia y dinero que había ido a parar al bolsillo de alguien más. Durante algunas semanas vivió el luto de su carrera truncada. Siguió los rituales de despertar tarde y dormir temprano. De pasar noches en vela y dormir durante el día. De beber en el sofá y despertar adolorido. Después pasó la melancolía y quedó nada más el aburrimiento. Un día cargó el coche con los pertrechos para acampar —llevaban años en un clóset, desde que los hijos dejaron de ser niños— y condujo hasta la costa. Tomaría el ferry hacia la isla y buscaría un lugar cerca de la playa. Sería una experiencia transformativa, decía, aunque su mujer le había pedido que la llevara consigo, que invitara a algún amigo, que no fuera solo. Él había insistido que no, que debía ir solo. Tras un par de días podría terminar de sacarse el rencor y volvería a buscar trabajo.
     Pagó el derecho de campamento en una oficina a la entrada de uno de los parques. Lanzó una ojeada al cuaderno de avistamientos y notó reportes sobre osos merodeando en la zona durante tres días seguidos. Dejó el coche y se encaminó por uno de los trechos hacia una bahía alejada de la carretera. Fueron cuatro horas de marcha, casi todo en pendiente, hasta llegar a la cima de un cerro que después bajaba en vertical hasta la playa. El oleaje y la gravedad habían acomodado las rocas hasta formar una escalera natural que descendía hacia la arena. Decidió que sería mejor montar la tienda de campaña en lo alto. La marea subiría durante la noche. Por la mañana bajaría a nadar en la bahía. El olor de la humedad y la sal. La luz oblicua. El paisaje abierto, interminable. Había sido una buena idea venir. Se acostó temprano y concilió el sueño de inmediato.
     Al día siguiente nadó en el agua helada. El cuerpo se entumía en los primeros minutos y pronto dejaba de sentir. Al salir del mar dolían los tobillos y las muñecas. Se tiró a secar al sol después de cada zambullida. Cocinó una olla de pasta con salsa de tomate en la estufa de gas que llevaba en la mochila. Enjuagó en el mar la lata de la salsa, los trastes y los cubiertos de peltre y los puso en una bolsa de plástico junto con el resto de la comida. Colgó el bulto de un árbol, varios metros más allá de su campamento. Volvió a dormir temprano, antes incluso de que oscureciera, pero despertó a las pocas horas. Lo primero que percibió fue el rugido del viento y enseguida se instaló la certeza de que la respiración hambrienta de un oso esperaba a que él moviera un músculo para destruir a dentelladas la tienda de campaña.
Un taxi atropelló a su mujer mientras cruzaba la calle esa noche. Sus hijos le dijeron que al parecer la muerte había sido instantánea.

Merrily, merrily, merrily, merrily,
Life is but a dream

Tras el fallecimiento de su esposa no logró conseguir un empleo fijo, pero tampoco le había hecho falta. Le llevaba la contabilidad a un par de negocios y ocasionalmente ayudaba con otras tareas administrativas. Entre el pago del seguro de vida y la indemnización por el despido, sus necesidades financieras habían quedado resueltas.
No mucho tiempo atrás, algunos meses, quizá un año, leyó un reportaje sobre una plaga de hipopótamos que amenazaba las selvas de Colombia. También entonces la fotografía que acompañaba el texto había llamado su atención. Un grupo de soldados posaba detrás del mastodóntico cuerpo de un hipopótamo. Los soldados aparecían con las mismas miradas confundidas de las fotografías de guerra, el gesto desorientado de quien no tiene idea de cómo llegó ahí. Abrazaban sus rifles de alto calibre como niños que abrazaban sus muñecos en el terror de una noche sin dormir. Ellos no sabían que eran la primera línea de defensa. La nota explicaba que el hipopótamo era uno de los animales que Pablo Escobar había mandado traer de África. Las bestias se habían reproducido a un ritmo demoníaco y los guardianes del rancho, entre la desidia y la indiferencia, sin saber qué hacer tras la muerte de su patrón, habían sido incapaces de contenerlos en los límites de la propiedad. Uno a uno, los hipopótamos comenzaron a rondar las selvas y las granjas.
     Él pasó la mañana revisando las cuentas de un negocio de importación y venta de antigüedades en el centro de la ciudad. Durante la hora del almuerzo entró a un café cercano para comer algo. Mientras pagaba la cuenta, antes de volver a sus números, la televisión que colgaba sobre el mostrador anunció los encabezados de las noticias del mediodía. La camioneta que arrastraba el remolque con el tigre y los camellos había sido abandonada en un estacionamiento cerca de Saint-Hyacinthe, unos veinte kilómetros al oeste del motel donde había desaparecido. Aún no había información sobre los animales. Lo peor que podía suceder era que encontraran ahora el remolque vacío. No importaba si las bestias habían sido robadas para el mercado negro.
     «Es lo de menos. Mientras los ladrones no dejen libres a los animales, es lo de menos», pensó al salir del café y volver al trabajo.
     El daño ya estaba hecho.
     Más o menos por las mismas fechas que apareció la noticia de los hipopótamos colombianos, leyó también un reportaje sobre una mujer que regenteaba en Cali un albergue para las bestias abandonadas de los circos, de las redes de traficantes y de las casas de excéntricos. El artículo hablaba de un caballo que había sido bañado en gasolina y prendido en llamas —sus despojos, todavía pulsátiles, llegaron para morir en cuestión de días—, una guacamaya con el pico aserrado, un caimán con las patas amputadas. Entre las bestias había también un león que había sido empleado por las escuadras paramilitares para devorar los restos de los ejecutados. Espolvoreaban cocaína sobre los trozos de carne para que el animal se diera abasto. Ahora era un espíritu desquiciado. Ese león era el que despertaba el miedo. Él no había reparado en eso cuando leyó la nota, pero ahora no podía quitarse de la cabeza la fotografía donde una reja raquítica evitaba que el león se lanzara hacia las barriadas. Aquella mujer que recogía a los animales era la primera línea de defensa. Mentira, ella era la guardiana de la última fortaleza, la única que podía mantener a las bestias a raya. Cuando ella cayera, todo estaría perdido. Ella y los soldados que cazaban hipopótamos con sus rifles de juguete eran el último bastión, el esfuerzo desesperado cuando ya es demasiado tarde y las bestias rondan las puertas de la ciudad.
     Él pensaba todavía, casi con nostalgia, en los supervivientes de aquel cataclismo imaginario. Tomarían turnos para dormir en la parte alta de las edificaciones que aguantaron la primera oleada de ataques. Los que permanecían despiertos contarían las mismas historias repetidas decenas de veces: dónde estaban cuando cayeron las primeras bombas, el fulgor del cielo mientras esperaban que el asteroide asomara la nariz en la atmósfera, la tela de los muebles de la sala que quemaron para calentarse cuando el sol dejó de calentar el mundo, los oficios ahora olvidados, los nombres que el silencio ha engullido de nuevo. Dejarían fuegos ardiendo durante horas para espantar a las jaurías que los acechaban. Cada mañana descubrirían que uno o dos sujetos habían desaparecido durante la noche. Los animales habrían aprendido a vigilarlos con paciencia, a saltarles al cuello mientras orinaban en la oscuridad. No importaría cuántos perros mataran a palos, siempre serían más, siempre los superarían en número. Tarde o temprano la bestias se apropiarían también de las ruinas. Siempre pensó que así sería y ahora sentía, otra vez, que algo le habían robado.
«Aquella mujer era la primera fila de defensa. Y ahora llega la noticia del tigre y los camellos», se decía.

Merrily, merrily, merrily, merrily,
Life is but a dream

Casi una veintena de años atrás, el rugido del viento lo despertó de golpe, como un relámpago que caía sobre su cabeza. Supo de inmediato que un oso se había acercado al campamento en busca de comida. En el instante de duermevela pudo ver de nuevo la bitácora de avistamientos. Contuvo la respiración. El bosque guardaba silencio debajo del viento, ningún pájaro volaba de una rama a la siguiente, ningún ratón agitaba la hierba, ninguna varita se quebraba bajo las patas de alguna bestia. Todo permanecía en silencio. Y el silencio no era señal de que no había nada afuera, no, por el contrario, anunciaba la presencia del monstruo que esperaba el menor movimiento para lanzarse a la carga. Cada ser vivo en ese cerro cercado por las olas contenía también la respiración. Todos intentaban hacerse pequeños y esconderse en el follaje de los árboles o en los agujeros cubiertos de humus y musgo. El soplido del viento era en realidad el bufido interminable que salía, caliente, del morro del oso. La saliva escurría al suelo mientras olfateaba las esquinas de la tienda de campaña. Aquellos soplidos entrecortados invadían la cavidad que el oleaje del mar había rascado en la montaña. Él se empeñaba en contener el aliento tanto como podía. Sus pulmones comenzaban a patear en cuestión de segundos y entonces despegaba los labios para dejar pasar el aire sin hacer ruido, tratando de exhalar lo menos posible para que el oso no pudiera olfatear su aliento, para que no identificara el olor de las entrañas que se descomponían en el caldo del miedo. El tormento duró cinco o diez minutos, pronto el cansancio lo hizo dormir de nuevo. Soñó que el oso finalmente cargaba contra la tienda de campaña. Una zarpa gigantesca se posaba sobre su pecho y dejaba caer todo el peso para reventar la caja torácica. Pulmones, hígado, intestinos, se convertían en una masa gelatinosa una vez que el animal rasgaba con los dientes la piel y los músculos. Despertó de nuevo al amanecer. El bosque era un tumulto de sonidos. Podía escuchar, al fondo, el oleaje que se había alejado con la marea. Salió de la tienda de campaña con el cuerpo adolorido por la mala noche. Junto a la piedra donde había puesto la estufa vio la caja de pasta seca que había olvidado guardar con el resto de la comida. Al levantarla notó que estaba vacía. Un ratón o una ardilla había mordisqueado el cartón hasta abrir un agujero. Respiró hondo. Primero pensó que ésos habían sido los estentóreos pasos que había escuchado durante la noche. Rio. Hubo algunas horas de alivio. Después, cuando llegó de regreso a casa y vio las caras largas de sus vecinos y el llanto de los hijos, supo que no, que los pasos habían sido de alguien más.

Row, row, row your boat
Gently down the stream
If you see a crocodile
Don’t forget to scream

Volvió a casa en el metro. Se limitó a mirar por la ventana mientras dejaba que las estaciones corrieran en sentido inverso. Todavía había luz para rato. Todavía era seguro estar afuera. Tenía tiempo de llegar a casa,revisar los cerrojos y las ventanas, preparar la cena, servirse un trago, sentarse frente a la televisión. Así lo hizo. En las noticias de las diez anunciaron que el remolque había aparecido a la orilla de una carretera, cerca de Drummondville, cuarenta kilómetros al norte del motel donde había sido robado. Los animales estaban a salvo en el interior. Los ladrones los habían alimentado antes de abandonarlos. Un veterinario los examinaba en esos momentos pero todo indicaba que estaban sanos y no habían sufrido daño alguno. Al día siguiente retomarían el camino de regreso al zoológico. Una patrulla los escoltaría para asegurarse de que llegaran a salvo.
     Esta vez el alivio sólo duró unos instantes. Supo que los edificios se desplomaban en otra parte, vencidos por su propio peso, y que poco a poco los cimientos de la ciudad también terminarían por ceder. Los puentes hacía tiempo que habían sido arrastrados por los ríos circunvecinos. Las hierbas habían abierto el pavimento y en cuestión de meses altos árboles abrirían su paso en medio de las autopistas. Las tuberías de todo el vecindario se habían podrido. Las fosas sépticas estaban por desbordarse. No importaba que aún quedara piedra sobre piedra. Bastaba abrir los ojos para entender que la ciudad se desmoronaba. Otra vez le habían robado el cataclismo que marcaba el final de las cosas. Las bombas y los meteoritos cayeron mientras dormía. La señal de Dios que anunciaba el turno de las bestias para reclamar la tierra le había pasado inadvertida. El silencio en la calle no subrayaba la ausencia. Era la respiración contenida, los músculos tensos de sus vecinos arrebujados en los sótanos, las bocas cerradas para no delatarse, para no dejar que el olor del miedo escurriera fuera de los escondites. Pronto los perros comenzarían a ladrar. Los hipopótamos estaban por entrar a la ciudad, pronto se asomarían por la ventana.

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