(Cusco, 1969). El año del viento (Planeta, 2021) es su novela más reciente.
Estoy dudando de la existencia del otro Cristóbal. Durante tres años he intentado encontrar pistas que me conduzcan a él, pero cada vez que estuve a punto de alcanzarlo, todo se perdía entre las brumas. Comienzo a creer que es mentira que exista un hombre tan semejante a mí, que no sólo lleva mi nombre completo y es también cura, sino que anda escribiendo crónicas de ritos e idolatrías de los incas. Tal vez, alguien que me conoció de joven está confundiendo los hechos de mi pasado como si hubieran sido cometidos en el presente por un ser distinto.
Su búsqueda me ha distraído demasiado. Debería dedicarme a mis asuntos urgentes. No me queda mucho tiempo, lo sé. Cada día aparecen más buitres entre las montañas. ¿Qué lugar abandonaron antes de buscar alimento en esta sierra? Nunca tuve curiosidad por conocer fábulas sobre estos pájaros. Me daban asco. Me siguen dando asco. Tal parece que no tuvieron importancia significativa en el tiempo incaico; quizás ni siquiera los había. Nunca hallé relatos donde aparecieran como personajes principales. Ahora que invaden el horizonte, descarnando a los indios que vuelven moribundos de las minas, quisiera saber más de sus mañas, de sus costumbres. Si estamos metidos en un tiempo cíclico y éstos son los únicos seres alados que siguen volando al final del círculo, ¿por qué nadie me ha mencionado mínimamente su nombre en quechua, ni sus atributos? Tampoco he podido recopilar historias que expliquen el significado de soñar con un sol que sólo tiene ojos y ninguna boca, ni por qué los incas en su templo mayor adoraron como máxima divinidad a un niño de oro sentado en un trono también áureo, ni qué presagios les llevaron a aceptar, casi con resignación, que su mundo tenía los días contados. Ahora es mi tiempo el que se acaba. No me toca a mí dejar por escrito el recuerdo del mundo que encontramos, del mundo que destruimos.
Hace cuatro días llueve sin cesar, aunque su golpe contra el techo no es intenso, temo que las tejas pierdan resistencia y filtren el agua. Agua que ya no es agua. A medida que pasan las horas se acentúa ese olor oxidado, ese sabor oxidado, ese color oxidado. Un viejo soldado de la conquista me ha dicho que el polvo de los ídolos que a mazazos demolimos ha quedado impregnado en las nubes, en la raíz de nuestros cabellos, y ahora no sabemos qué hacer para pensar ni beber sin envenenarnos.
Yo pude ver a Francisco de Toledo cuando destruyó la máscara solar. Hasta esa tarde había cubierto la momia de Manco Inca. Había resistido brillante en la intemperie de su reino en la selva; permaneció fijada a su rostro en medio de la persecución que Francisco les echó encima; siguió allí colocada mientras traían al último Inca, encadenado y descalzo hasta el Cuzco. Si Francisco de Toledo, virrey de España, no creía en la vitalidad de las momias, si todo aquello le parecían idolatrías, por qué la puso junto a él en la ventana la mañana en que mandó decapitar a Túpac Amaru, el Inca niño. Abajo la ciudad se cubrió de llanto; arriba la máscara mantuvo la boca en sonrisa. ¿Esperaba otra cosa Francisco? Pudo haberla fundido en primera instancia, no tenía por qué haber usado el mazo. Por un momento cruzó su mirada con la mía, como si recordara las veces en que, a sus pies, el obispo y los caciques principales suplicaron por la vida del Inca niño, sacerdote y rey a la vez. Le aseguraron que nada bueno le traería matarlo, que eran falsas las razones expuestas para su ejecución; le recordaron la mala muerte que recayó sobre el otro Francisco, Pizarro, por ordenar la ejecución de Atahualpa, cuarenta años atrás. No me miró más, ni yo supliqué nada para impedir lo que ocurrió. Cuatro, cinco, seis, siete golpes y la máscara solar refulgió en miles de fragmentos. En todos aparecía el virrey reflejado, y mi rostro detrás, observando.
Si en aquel momento sólo estábamos él y yo, y nada he escrito sobre aquellos hechos, ¿cómo es que hay otro Cristóbal relatando ese suceso?, como si lo hubiera visto con sus propios ojos, añadiendo cosas que no ocurrieron y que ahora leo y empiezo a dar por ciertas.
Anochecía, el niño de oro seguía brillando, como si fuera el primer sol de la mañana. Del arcón, Francisco extrajo una alforja, la puso en mis manos y me mandó recoger hasta el último residuo de la máscara. Sentado en el alféizar de la ventana, el niño de oro permanecía impasible. Durante siglos había coronado el Templo del Sol y a la llegada de los españoles al Cuzco, ni el mismo Pizarro se atrevió a tomarlo. En su huida, Manco Inca lo llevó a Vilcabamba, allí volvió a ser adorado, en nuevos templos de piedra blanca erigidos en medio de la selva.
¿Qué hiciste, Francisco, con su trono? ¿Qué hiciste con su tocado de rayos? ¿Qué hiciste con los pumas y las serpientes de oro que lo custodiaban?
Esa misma noche ordenó fundir los fragmentos de la máscara solar. Cuando ya todo aquello formaba un caldo denso, al fondo de la olla distinguimos un cristal que iba cambiando de colores, como un arcoíris. Como un encantamiento. Yo vi cuando Francisco se abalanzó sobre la olla, acaso creyendo que Dios lo estaba recom- pensando con un tesoro mayor, un diamante del sol. Hecho un demente, lo tomó con una mano y de inmediato lo arrojó. Era una piedra negra y dejó su huella negra en sus manos. Desde el alféizar, el niño de oro todo lo contemplaba. ¿Qué me ocurre hoy a mí para creer que ese ídolo de metal tendría la potestad de mirar las cosas, de interpretarlas?
El otro Cristóbal ha escrito que él vio cuando el virrey hizo moldear otro niño de oro y ésa fue la copia que mandó a la corona de España. Yo me pregunto, ¿cómo pudo saber del niño duplicado, si en esa sala sólo estuvimos Francisco de Toledo, el orfebre indio y yo? Por ese informe enviado al rey hace tres años, antes de morir Francisco me dejó advertido que me cuide, que me hará matar. Por diferentes barrios y pueblos he buscado al orfebre, deseoso de conocer a quién le develó el secreto; tal vez así yo podría dar con el otro Cristóbal. No hay rastros. Nadie lo recuerda, nadie dice conocerlo ni tener noticia del lugar que ocupaba su casa, el lugar donde fundimos la máscara, el mismo donde el niño de oro habría sido duplicado. A veces sueño que todo aquello fue un delirio y que la máscara solar sólo me mira, sin ningún gesto en la boca, sin boca. Francisco aseguraba que todas esas acusaciones eran falsas, un invento mío, por hallarme confabulado con sus detractores, encomenderos españoles y caciques indios que nada más están deseando volver a sus idolatrías. Durante dos años, once meses y nueve días he vivido en alerta, temiendo que su amenaza cayera sobre mi cabeza; aquí todavía tiene gente que le debe favores. Pero mi cabeza no ha rodado como la del Inca niño, antes ha muerto Francisco en España, con el corazón hecho cenizas.
Dicen que, gallardo, llegó ante el rey. No en vano, durante los doce años en los que se desempeñó como virrey del Perú, sofocó una y varias rebeliones, con tenacidad persiguió idolatrías y engrosó ricamente las arcas de España. No sabía que en el mismo barco que lo trasladó de regreso también viajaba la carta del otro Cristóbal, como también misivas de detractores con severas acusaciones. «No te mandé a las Indias para que mataras reyes, te mandé para que sirvieras a reyes». Dicen que eso le espetó Felipe II antes de darle la espalda. Si esto no es cierto, tal vez le haya dicho algo peor. A su casa Francisco se marchó sin entender nada; acusado de ladrón y traidor, en esa casa se quedó encerrado, acaso pensando en el trato injusto que se le daba, quizás recordando al niño de oro que no había entregado, acaso hallándolo en los destellos del sol.
Y yo estoy en este cuarto cerrado, tratando de escribir sin luces, trastornado por el agua oxidada que cada día bebo y palpo, agua que no envenena a los buitres que cercan mi patio… Me dicen que hay otro Cristóbal cronista, clérigo también, asentado en Chile. Me avisan que durante algunos años vivimos al mismo tiempo en el Cuzco, él y yo. Quisiera creer que ese ser lejano es el que escribe estas cosas, así todo sería un invento alucinado, fácil sería demostrar que en 1572 no estuvo aquí, que desde Chile no podría haber visto la ejecución del último Inca ni los hechos de los que el otro Cristóbal ha acusado a Francisco, hechos que también me señalan a mí. ¿Quién es, entonces, ese Cristóbal que anda recopilando ritos de los incas y osa mandarle cartas al rey como si por mis manos hubieran sido escritas?
No encuentro la luz para entender. Francisco está muerto y yo no tengo a quién preguntarle por qué el sol no alumbra ya ni aunque sea de día. ¿Qué hiciste con el niño de oro, Francisco? El otro Cristóbal tampoco ha sabido decir qué hiciste con él. A mis espaldas susurra, en un pliego de papel sigue escribiendo. Dice que soy tibio. Puedo ver sus manos cuando escribe tibio con letras grandes. No saber si es de día o de noche. Tibio. Los buitres están ocupando el cielo <