Teodicea
Ser abstemio, a la fuerza, es igual a ser creyente, con la única diferencia de que el creyente tiene fe en un dios o un conjunto de divinidades o en un tótem, mientras que el abstemio sustenta su fe justamente en la ausencia de éstos, el abstemio cree que dejando de beber la vida puede encaminarse, pueden darle un buen trabajo con el que le será fácil encontrar una mujer y quizá hasta le alcance dinero para tener unos cuantos hijos. Pero el alcohol es un buen dios; cuesta mucho más que la limosna durante las misas pero vale la pena, es un dios mudo que empieza a hablarte directamente al cerebro, se mete en tu sangre y con el tiempo se empoza en el hígado, en los riñones, cuando orinas puedes verlo brotar de tu cuerpo mezclado con aguas ambarinas, aspirar su esencia mientras tu vejiga se va desinflando y el placer cubre tu cuerpo, miras tu rostro en el espejo y no eres tú, eres alguien que puede arrancarse el pulgar y no sentir absolutamente nada, pero tampoco conviertas tu relación con el alcohol en un dogma, puedes beber mucho, por horas, quizá un par de días, pero nunca pierdas la conciencia de tus actos. Claro, un poco de euforia no está mal, puedes controlarte con unos tiros bien encajados, yo mismo he bebido como si estuviera corriendo una maratón, pero creo que jamás he defraudado al alcohol dejando que me posea sin ser consciente de su efecto, por eso me deprime ver sujetos tirados en las calles, durmiendo junto a los postes, sin zapatos: a ellos mi dios los ha abandonado. Dios no puede ser una botella de infame cienfuegos; creo que si mi dios existe es la botella de cerveza o de Jack Daniel’s que adoramos en un aquelarre, ¡jamás bebería algo que no se parezca al gozo!, ni tampoco me volvería un alcohólico inestable, jamás expulsaría a Dios de mi cuerpo sin que sus palabras me hayan tocado, una temporada creí en la sobriedad y todo empezó a derrumbarse, no podía respirar con normalidad, mi pulso se aceleraba sin causa aparente.
Esa noche soñé que el Hombre ponía un pie en la Luna
Una semana después de ver perdida la publicación de mi libro de poemas tuve la grandiosa idea de sentarme a la mesa y no levantarme hasta secar una botella de escocés. Mi esposa me alentaba desde la cama, pero pronto quiso que cumpliera con mis deberes de marido. «Lo haré, chata, créeme que sí», le dije, apurando un vaso y uno más. «Mañana no será a ti a quien se lo pida», me advirtió. «Haz lo que tengas que hacer». Me quedé dormido entre mis brazos. Cuando desperté, la botella parecía estar tan llena como al principio. Era casi la medianoche del día siguiente. La cena estaba servida, y éramos tres: mi hermano, mi mujer y yo. Luego de comer, mi mujer sopló las velas, tomó del antebrazo a mi hermano, lo condujo a nuestra habitación y se echó llave. Yo no hacía otra cosa que beber y pensar en el libro que pude haber publicado. Detrás de la puerta de mi habitación, mi cama gemía penosamente como un animal mordido por un cepo. Llamé a mi esposa. La volví a llamar. Cuando tuve su atención, le dije: «Trae los originales de mis poemas, tengo algo bueno que agregarles». Ella salió con su camisón apenas abotonado. Una película de sudor le cubría el cuerpo. «¡Nunca serás un Whitman!», me dijo, abofeteándome con los papeles mecanografiados. Esa noche soñé que el Hombre ponía un pie en la Luna y luego no podía poner el otro.