Entre 1976 y 1983 transcurrió la dictadura más sangrienta de la historia argentina. Su proyecto fue definitivamente exitoso: derrotó con una contundencia nunca antes lograda la lucha del campo popular, dejó treinta mil desaparecidos, cientos de niños y bebés también desaparecidos, desmanteló la industria nacional y por ende a la clase obrera, atando los intereses de las clases dominantes al capital financiero internacional, para lo cual generó una deuda externa asfixiante que fue el yugo de las generaciones que siguieron. En diciembre de 1983 comenzó la democracia en un país que ya nunca volvería a ser el mismo. Sin embargo, esa nación aterrorizada y dañada hasta lo infinito había mantenido, aun en esos años oscuros, un interés genuino por su propia literatura. Poco antes, en 1980, la novela de Ricardo Piglia Respiración artificial había sido un éxito de ventas y había generado debates literario-políticos en amplios sectores cultos de la sociedad argentina. Se leían cuentos y novelas de Julio Cortázar, se discutía a Borges, se atacaba o defendía a Jorge Asís, a Silvina Bullrich, a Beatriz Guido. Si, pese a la censura y a escritores desaparecidos, prohibidos, exiliados, estas cosas habían seguido ocurriendo, cuando empezó la democracia la esperanza era enorme: ahora volverían los grandes tiempos en que nuestro país tenía la segunda industria editorial en español del mundo y su capital era la ciudad cuyos cines llegaban a poner funciones a las once de la mañana para dar abasto al público que quería ver películas como Fanny y Alexander, de Ingmar Bergman. Las discusiones sobre literatura argentina volverían a sonar, apasionadas, en las mesas de los bares repletos de la calle Corrientes y vender tres mil ejemplares iba a ser un piso normal para cualquier libro medianamente novedoso.
La nueva democracia decepcionó profundamente: ni logró castigar los crímenes de lesa humanidad de la dictadura, ni terminó con el modelo económico de desmantelamiento de la industria y pago riguroso de una deuda externa que era la lápida que hundía cada vez más a la clase media hacia los subsuelos de la exclusión. En cambio, hizo algo que ni los militares habían podido: barrió de un plumazo a la literatura argentina. En la nueva democracia, la literatura nuestra dejó de interesar a los grandes sectores de clase media y acomodada que leían; leyeron a Paul Auster o a Almudena Grandes, pero América Latina y el propio país desaparecieron de la demanda. El desinterés se mantuvo casi sin fisuras hasta el estallido de 2001, y si hoy se está revirtiendo es, apenas, suavemente.
En 1984, el bar La Paz (histórico centro de reunión de bohemia e intelectuales, en la céntrica Avenida Corrientes de Buenos Aires) empezaba a poblarse temprano y todavía hervía por las noches. No lo haría por muchos años más, pero, todavía en el comienzo de la democracia, cada gesto se sostenía en la ilusión de la euforia del pasado reciente, preñada de futuro. «Volver a», «volvamos a», era lo que más se pronunciaba. Una escena se repetía: entraba al bar gente que, cuando empecé a ser habituée, no había visto nunca en los años de dictadura; entonces alguien del bar se paraba conmovido y daba un abrazo y decía cosas como «Creí que te habían matado». Luego, quienes habían tenido la suerte de volver y reencontrarse se sentaban en nuestras mesas; los recibíamos con alegría: eran la prueba de todo lo que regresaba. Ese todo, claro, incluía a la literatura argentina: ese territorio abierto, en producción, donde la fantasía y la reflexión se liberan de la chata obligación de la referencialidad directa, de la responsabilidad por bajar línea, donde la sociedad entera puede imaginar Argentinas alternativas, mundos distintos, temidos o deseados, discutir con audacia cualquier cosa.
Pronto escuché contar en una mesa que había vuelto al país Néstor Sánchez, un escritor experimental y vanguardista que Julio Cortázar admiraba. Sin embargo, asombrosamente, era un completo desconocido, sin editor ni periodistas interesados en hacerle notas. Y sería 1986 cuando pasó por mi mesa la colecta que organizaron para Antonio di Benedetto, el autor de Zama, hoy un clásico. Di Benedetto había vuelto y estaba enfermo, en la miseria. También por entonces supe del fracaso estrepitoso de la reedición de un par de novelas argentinas famosas por haber sido censuradas por gobiernos militares anteriores a causa de cruces entre erotismo y política, escandalosos para su época.
El escritor y psicoanalista Germán García lo explicó una noche en La Paz, con el primer Fernet: «Los libros fueron la insignia de una consigna: hagamos la revolución. Esa consigna fracasó del peor modo», nos dijo. «Los libros hoy están asociados a la masacre, nadie los quiere cerca». Recordé cómo habíamos leído, yo y tantos, de adolescentes, a Julio Cortázar, recordé esa certeza de que entrar en sus cuentos era iniciarnos en los secretos más revulsivos que latían en lo cotidiano: había otra realidad detrás de la realidad conocida, había otros tiempos y otros espacios, pasajes a algo donde las reglas aprendidas no servían para nada; recordé que en esa aventura también latía una promesa de revolución que asociábamos a la política social pero también iba más allá, era casi metafísica. Recordé al bello varón alto y barbudo, con camisa negra y cigarrillo en la boca, que visitó el país precisamente en 1973, año de la euforia política socialista, y lo comparé con tristeza con la segunda y última visita de Cortázar que yo había conocido, apenas días después del comienzo de esta democracia cuyas promesas estaban defraudando a velocidad inaudita. Ni más ni menos que Julio Cortázar había llegado al país, pero si bien no se había movido en la oscuridad en la que se hundía ahora Néstor Sánchez, el presidente Alfonsín no lo había recibido y ningún gesto oficial de ningún funcionario lo había saludado. Si no fuera por lectores que lo reconocían por la calle y algunos periodistas, la visita ni siquiera se habría advertido.
Entendí que Germán García tenía razón; la literatura había cambiado de lugar, los libros ahora se asociaban con una pasión que había costado demasiado cara. «Y si mañana es como ayer otra vez, lo que fue hermoso será horrible después», cantaba otro García, el roquero Charly, en un tema que no en vano se llamaba «Cerca de la revolución» y acababa de grabarse. Es decir: nada volvía. Los tiempos en que multitud de profesionales liberales y otros especímenes de clase media poblaban las librerías urbanas, las familias obreras compraban las colecciones completas de Eudeba, el Centro Editor de América Latina o el Círculo de Lectores, en que el periodismo cultural iba a la vanguardia de los dinosaurios de la academia y «vestir» una pared en un living a la moda era ponerle una biblioteca nutrida (incluso si en esa casa nadie leía, o si los libros de arriba eran lomos de utilería), en que los jóvenes se seducían llevando un libro bajo el brazo… esos tiempos habían terminado. Nacidos de la euforia político-cultural, habían sobrevivido durante la dictadura. Paradójicamente, la naciente democracia los barría de un plumazo.
La aniquilación de la literatura argentina fue la victoria póstuma de la dictadura militar o la primera de esa democracia que el ensayista Alejandro Horowicz llamó «de la derrota» por razones precisas, hoy ya obvias: la democracia que continuó con el programa de desmantelamiento de la industria nacional del ministro de Economía de la dictadura, José Alfredo Martínez de Hoz, y con la masacre de generaciones de compatriotas, una nueva masacre que ahora no usó (casi) la desaparición y la tortura: bastaron el hambre, el saqueo al consumo popular, el final del derecho a trabajar, a educarse, a curarse, la privatización de riquezas esenciales llamadas «joyas de la abuela», con el gobierno neoliberal de Carlos Ménem, la consagración vergonzante de la impunidad para atroces crímenes de Estado que dio permiso para toda corrupción sistémica futura. Todo ese contexto empezó a desplegarse casi el mismo día en que comenzó la ansiada y festejada democracia, se evidenció cuando el presidente Alfonsín negoció con militares amotinados y garantizó la impunidad para los militares culpables de delitos de lesa humanidad, o con la primera hiperinflación. Entonces, una sociedad derrotada, decepcionada, aterrada por el pasado amenazante decidió que no tenía que pensar(se) más, que era peligroso, y con esa decisión perdió la conciencia de que había literatura argentina en producción y el interés por leerla, porque leer literatura es confrontarse, reflexionar: dos acciones íntimas pero también sociales que habían caído cuando ahora las únicas acciones valiosas se compraban y vendían en la Bolsa.
Sin embargo, esta aniquilación no supuso la liquidación de escritores, escritoras y obras, sino la de un público lector y, por consiguiente, la de las posibilidades de publicar. Supuso, además, el final de la literatura del presente como objeto visible de estudio por parte de la crítica. Las pocas veces que se ocuparon de libros nuevos, los especialistas hablaron en los suplementos culturales con una endogámica jerga afrancesada, postestructuralista, a menudo incomprensible hasta para ellos mismos, jerga que tendió a predominar durante la democracia, usada más para guiñar un ojo a los «elegidos» y excluir a los pocos pero empecinados lectores comunes que quedaban, que por la pulsión de decir algo.
Así se ahuyentó de la literatura argentina nueva a la gente que leía y en el mismo acto se puso de moda que la academia denigrara suavemente a los pocos escritores que la gente seguía leyendo. Esa fue la suerte que corrió Julio Cortázar, quien tendió a ser mirado por encima del hombro por la crítica universitaria, tal vez porque era uno de los pocos cuya vigencia continuaba entre lectores y lectoras reales y en el nuevo panorama se prefería que la literatura fuera un objeto de lujo, inane y sobre todo poco peligroso.
Los periodistas culturales no actuaron contra todo esto; al contrario, se prosternaron ante la academia, entregando casi por completo los suplementos literarios a un solo criterio de legitimación y hasta de escritura: los que provenían de las elitistas aulas de la Universidad de Buenos Aires. Así perdieron lectores. La moda típicamente académica de despreciar por principio y sin leer de verdad lo que se vende se extendió también a los muy pocos libros argentinos nuevos que tuvieron la insólita fortuna del éxito de mercado, éstos sufrieron ataques virulentos de parte de la crítica prestigiosa, el «pecado» de vender los descalificaba ab initio. Entre lectores de a pie se instaló la «verdad» de que en la literatura argentina ya no había nada valioso, no había pasado nada desde Borges, Cortázar o, a lo sumo, Ricardo Piglia; entre investigadores y críticos se festejó que lo poco que había no tuviera mercado. Eso probaba, supuestamente, que esas obras tenían un carácter «irreconciliable» con el statu quo. Repetían así acríticamente, a finales del siglo xx, concepciones que habían tenido sentido a comienzos de siglo en una polémica específica y contextualizada, y en una situación completamente diferente. Era un uso mecánico, anacrónico, de la notable teoría estética de Theodor W. Adorno. Porque lo que realmente reconciliaba con el statu quo era, por un lado, esta nueva crítica literaria, actividad que si en los sesenta y setenta había sido de riesgo, ahora renunciaba (con pocas excepciones) a cualquier nexo de la literatura con el mundo presente y la discusión sociopolítica; y por el otro, un mercado sin demanda de palabra ficcional y pensamiento crítico, consumidores de libros que, cuando leían, no querían saber nada con leer(se).
Así llegamos a la tremenda crisis de desocupación y hambre que puso al país al borde de su extinción y a los estallidos sociales de diciembre de 2001. Con la Historia detenida, en el fondo del pozo y con la fantasía instalada: los últimos escritores argentinos valiosos o están muertos o tienen muchos años.
No era así. Durante la década de los noventa había nacido, en un parto oscuro, una literatura diferente de potencia enorme que poquísimos conocían. Era una etapa brutalmente distinta de todo lo anterior: la memoria de la picana eléctrica estaba grabada hasta en quienes no lo habían vivido y sembraba miedo ante cualquier conflicto, cualquier enfrentamiento podía conjurar de nuevo el espanto; entonces, los jóvenes lúcidos no escribieron el conflicto sino el miedo, el aislamiento, la inmovilidad para sus solitarias conciencias sumergidas en un presente negro y sin futuro. En ese mundo en que habían caído todas las certezas, los modos de escribir antes hegemónicos habían envejecido a una velocidad pasmosa. Una innovación estilística clave pasó por la entonación: ya no era creíble tomar la palabra propia demasiado en serio; la denuncia convencida de su importancia o la solemnidad épica habían dejado paso al sarcasmo, la ironía, el humor negro, y además (pese a interesantes excepciones) las peripecias, las tramas, tendieron a perder dramatismo, aflojaron los enlaces de causa a consecuencia o incluso desaparecieron.
Esa literatura nueva logró convocar con pocos títulos y por un lapso muy breve a nuevos lectores. Con la excepción de Memoria falsa, novela de Ignacio Apolo de 1996 (una joyita que pasó inadvertida y luego tendió a ser libro de culto entre algunos jóvenes), lo poco que se visibilizó de esta nueva estética salió por la colección de ficción Biblioteca del Sur, del Grupo Planeta, que apareció entre 1991 y 1993. La crítica especializada tendió a despreciar la colección dirigida por Juan Forn, aunque allí salieron obras de enorme influencia como Nadar de noche, del propio Forn, o clásicos de la nueva narrativa como Muchacha punk, de Fogwill (quien pertenecía a otra generación, pero sería descubierto y leído por los nuevos); El muchacho peronista, de Marcelo Figueras; Rapado, de Martín Rejtman; Acerca de Roderer, de Guillermo Martínez, e Historia argentina, de Rodrigo Fresán.
Biblioteca del Sur logró, sin embargo, interesar a adolescentes y jóvenes lectores que habían llegado a la conciencia ciudadana en un desierto de valores y derrota. No pudo mantener su propuesta por diversos factores y cuando cerró, poco después, la literatura argentina, sus escritores y escritoras, su producción constante, se volvieron invisibles. Se escribía en soledad, se peleaba en soledad por publicar. Los hombres a veces encontraban un editor; las escritoras, casi nunca. Pagar la edición era generalmente el único modo de publicar, y como eran ediciones pagas, los editores no estaban interesados en distribuir y conseguir lectores, su negocio ya estaba hecho y a eso lo denominaron pomposamente «no regirse por las leyes del mercado».
Nunca hubo una producción literaria más rica y variada que en estos últimos treinta años y nunca esa producción fue tan silenciada e ignorada, al menos hasta hace pocos años. De todos modos, en ese período oscuro se produjeron transformaciones radicales que se pudieron ver sobre todo en el mundo endogámico de la academia: el pasado se resignificó y modificó el canon. La crítica se liberó de la confusión entre compromiso político de quien escribe y potencia subversiva de una obra y Borges terminó de ocupar su trono merecido; Silvina Ocampo dejó de ser «la esposa» que escribía cuentos menores sin la elegancia de su marido, Adolfo Bioy Casares, para ser la originalísima creadora de una poética chirriante y socarronamente marginal, de imaginación bizarra; Copi dejó de ser un escritor rarito para volverse punto de referencia de una estética nueva. La crítica especializada hizo su gran aporte: impuso a Juan José Saer. Y César Aira, desconocido hasta muy entrados los ochenta, fue —pese a hacer una literatura inane— el modelo que autorizó a los jóvenes a escribir relajados, sin obligación de «transmitir mensajes». Hebe Uhart venía produciendo en la oscuridad desde los setenta, pero hacia finales de los años noventa fue descubierta y brilló porque encontró lectores capaces de entenderla en sus deleites pequeños, cotidianos, sus desautomatizaciones inteligentes y humorísticas, su sensibilidad de género antes ilegible.
Esos años produjeron escritores y escritoras de diferentes estratos generacionales. Por un lado, los escritores que fueron muy jóvenes en los noventa e irrumpieron invisibles y silenciosos con una literatura de rasgos diferentes de los de las generaciones de militancia; por el otro, los más grandes, donde me incluyo. Nuestra visibilidad quedó pinzada entre la época rutilante y heroica de los escritores de los sesenta y setenta y estos nuevos, que recién ahora logran salir de la oscuridad.
Estos jóvenes hicieron ficciones con risa amarga y angustiada, víctimas no de la falta de memoria sino de una memoria traumatizada que sólo podía recordar desaparecidos arrojados al río, porque la sociedad había enmudecido las relaciones históricas concretas, la memoria política de una lucha de clases anterior, de intentos, de errores, porque estaba obturada la posibilidad de criticar, de preguntar a los padres qué hicieron y pensaron entonces, de trascender teorías que simplificaban, que apelaban a dos demonios o angelizaban a todos los desaparecidos y demonizaban a todos los sobrevivientes. Su literatura se escribe desde el trauma de treinta mil jóvenes como ellos, que vagaban fantasmagóricamente a su lado, junto con innumerables asesinos que también andaban por las calles argentinas, pero no como fantasmas sino como asesinos de carne y hueso, libres e impunes. Todo esto tiende a aparecer, no necesariamente desde lo referencial directo, pero sí en filigrana, en jeroglíficos sutiles, en la obra que los jóvenes de postdictadura publican en los noventa y también en la que se continúa publicando en la década siguiente, cuando además las escritoras mujeres de esa primera generación (que tenían una buena cantidad de obra inédita) encuentran para sus voces una oportunidad más democrática.
En mi ensayo Los prisioneros de la torre. Política, relatos y jóvenes en la postdictadura mostré cómo en las generaciones de postdictadura hay libérrimos y variados imaginarios y estilos que en buena parte pueden leerse como síntomas de preguntas impronunciables sobre el pasado político reciente, un intento de elaborar ese pasado impronunciable para poder vivir el presente. Hay por ejemplo profusión de relatos con fantasmas; angustiantes escenarios abstractos sin lugar ni tiempo, sin relaciones de causa y efecto; culpas materializadas en parejas de personajes que llamo «dos, pero uno muerto» (camaradas, amigas, hermanos donde uno está muerto o ausente) aparecen fácilmente en medio centenar de obras o más, tematicen éstas o no la política.
Descuellan en esta literatura cuentistas como Samanta Schweblin, Gustavo Nielsen, Alejandra Laurencich, Patricia Suárez, Oliverio Coelho, Edgardo Scott; novelas como Las Islas, de Carlos Gamerro; Entre hombres, de Germán Maggiori; El año del desierto, de Pedro Mairal; El viajero del siglo, de Andrés Neuman; El trabajo, de Aníbal Jarkowski; Los topos, de Félix Bruzzone; Glaxo, de Hernán Ronsino; La virgen Cabeza, de Gabriela Cabezón Cámara; Bajo este sol tremendo, de Carlos Busqued; Gineceo, de Gustavo Ferreyra, y Quieto a la orilla, de Marcos Bertorello, además de otras obras difíciles de encuadrar en la novela o el cuento tradicional, como las de Fernanda García Lao, Eduardo Muslip, Federico Falco y más.
Éstos son apenas algunos de los títulos o escritores valiosos de la narrativa de postdictadura, que elijo nombrar entre muchos buenos, privilegiando el hecho de que sus autores tienen una obra ya con muchos libros publicados. Hay también escritores y escritoras más jóvenes que empiezan pisando fuerte, aunque sean muy recientes: Enzo Maqueira, Ángeles Yazlle, Bruno Petroni, Mariana Arias, Mateo Ingouville, Virginia Gallardo, Federico Novak, Mariano Quirós, Azucena Galettini, son nombres que entre muchos otros deben seguirse, creo, con atención. La pregunta es si hay o no virajes donde la pertinencia de la caracterización «de postdictadura» tiende a diluirse, en qué medida aparece en esta nueva producción otra conciencia histórica.
¿Está finalmente el trauma empezando a elaborarse? ¿Contribuye la decisión que ha tomado el Estado de castigar delitos de lesa humanidad a liberar a estos nuevos de la segunda década del siglo xxi de la culpa que tuvieron los nuevos anteriores? A ellos les tocó ser jóvenes después de los últimos que fueron reconocidos por la sociedad como tales en el sentido primaveral: los últimos considerados idealistas y valiosos, capaces de sembrar de brotes nuevos la sociedad argentina. Tal vez hoy los nuevos puedan volver a visibilizarse como creadores y constructores de futuro porque el Estado los ha liberado de la culpa al terminar con la impunidad.
Con el sangriento estallido del plan neoliberal en diciembre de 2001 retrocedió en algún aspecto la democracia de la derrota y empezó a gestarse (con vacilaciones y contradicciones que hoy parecen triunfar y quieren retornarnos a aquella etapa oscura) la incipiente posibilidad de una democracia mejor. Eso que comenzó después de 2001 pareció devolver a las clases media y media alta algo de disposición a leerse y pensarse. Eso explica entre otros factores el éxito rotundo de la novela Las viudas de los jueves, de Claudia Piñeiro, que trabajó con inteligencia la descomposición ética y subjetiva de los sectores pudientes. En ese contexto los escritores y escritoras más jóvenes, de la segunda generación de postdictadura, pudieron juntarse y armar un movimiento literario social y militante. No militante como antes: no se trataba de levantar el dedo acerca de los compromisos políticos que había que tener para escribir ni de juzgarse entre ellos por sus posiciones políticas; se trataba de juntarse en grupos de discusión y gestión inclusivos, horizontales, de leerse entre sí, tolerarse y colaborar para hacerse conocer, para editarse y difundirse utilizando todas las ventajas de las nuevas tecnologías, para comprar y vender sus libros. Militante porque tenía como objetivo la literatura argentina más allá de los destinos personales de cada miembro (aunque también estuvieran en juego) y porque entendieron que la unión da más fuerza, que la competencia narcisista debilita y que el triunfo de alguno abre puertas a otros, visibiliza una literatura invisible.
Con contradicciones, esto funcionó y operó en el campo intelectual: la academia pasó a ser uno de los dadores de prestigio, no ya el único; los suplementos culturales recuperaron iniciativa y la consagración entre pares del oficio que se leen entre ellos en lugar de desconocerse se volvió significativa. Reapareció el intercambio entre diferentes generaciones de escritores, la endogamia empezó a caer y se visibilizó la literatura valiosa que había surgido en las dos primeras décadas de democracia, no sólo la de los jóvenes, porque el movimiento arrastró a escritores mayores.
En esta última hay obras consolidadas, algunas con el reconocimiento que merecen; otras, marginadas. En la nutrida literatura local que empezó a gestarse en los ochenta están los cuentos y microficciones brillantes, malignos y sensuales de Ana María Shua, las lúcidas geografías postindustriales de Marcelo Cohen, los climas fantásticos de Elvio Gandolfo; está Plop, esa novela impresionante que dejó Rafael Pinedo al morir con cincuenta y cuatro años en 2006, y otras obras excelentes de escritores más o menos consagrados o hasta hoy poco visibles, como María Inés Krimer, María Negroni, Zelmar Acevedo Díaz, María Teresa Andruetto, María Rosa Lojo, Miguel Vitagliano, Federico Jeanmaire, Sonia Catela, Gabriel Bellomo, Clara Obligado, Inés Legarreta, Adrián Abonizio y otros.
Una sociedad un poco más preocupada, crítica, inquieta, está dispuesta a leer. Por eso algo de todo lo que murió en la democracia empezó a resucitar y se va viendo que hubo mucho, mucho más después de Borges, Cortázar y Piglia. ¿Sobrevivirá lo mejor de estos últimos años o ganarán el espíritu y los valores de una democracia de la derrota que nunca terminó del todo?
El legado de Cortázar
¿Qué destino tuvo el legado de Julio Cortázar en la producción de los jóvenes que crearon la nueva literatura argentina durante los noventa y en la primera década de este siglo? No es mucho lo cortazariano que vibra en estos libros nuevos, al menos en sus procedimientos, aunque gran parte de la obra de la juventud de postdictadura acuda a lo fantástico. Por un lado, porque la personalísima escritura de Cortázar es tan particular que seguirla condena inevitablemente a ser epónimo, como pasó con quienes lo hicieron durante los setenta y ochenta. En tanto constructor de un estilo demasiado propio que hace de la sucesión vertiginosa de metonimias un modo de relatar, Julio Cortázar cierra la puerta, no hay modo de caminar por donde él fue sin transformarse en imitador. Por el otro, porque la aparición misma del fantástico se transforma radicalmente en el nuevo contexto sociohistórico.
Detengámonos en el fantástico cortazariano. Como planteó Noé Jitrik, siempre irrumpe desde el interior, late en el corazón de la vida más cotidiana o hasta en el cuerpo, como los conejos que vomita el narrador de «Carta a una señorita en París». Pero hay que agregar que esta irrupción es siempre violenta, es un estallido (era en ese estallido en donde quienes fuimos jóvenes y rebeldes en los setenta leímos una promesa inquietante y vivificante de revolución).
¿Qué es lo fantástico? La teoría lo define como la trascendencia y el más allá de una sociedad sin religión, donde Dios ha muerto; o como la emergencia de lo siniestro, de lo Real inaprehensible, que aparece y disuelve toda la consistente organización imaginaria que nos permite sobrevivir; o la irrupción de los deseos inconscientes que se realizan ominosamente afuera; o la queja del artista burgués, lúcido y sensible, ante el caos, el anhelo de orden en una sociedad donde la amenaza es constante. Con matices, los relatos de Cortázar pueden adaptarse a todas estas afirmaciones, pero hay algo completamente nuevo: la esperanza.
La palabra aparece en «El perseguidor», en boca del crítico Bruno, para referirse a la búsqueda del saxofonista Johnny Carter: «la realidad se le escapa y le deja en cambio una especie de parodia que él convierte en una esperanza». La música de Johnny transmite la esperanza de poder entrar a la otra zona, a la «otra cosa que no alcanzamos y que está ahí al alcance del salto que no damos» (Rayuela).
¿Esperanza de qué? Una vez más se vislumbra, seductora, el aura de la revolución. No hay anhelo por el orden en el fantástico de Cortázar, hay anhelo de desorden. Un deseo genuino, existencial, profundamente revolucionario. A diferencia de grandes escritores de literatura fantástica como Poe o Borges, Cortázar no conjura con sus relatos el terror al caos, anunciándolo a pesar de sí mismo, fascinado con su propio terror. Cortázar hace del desorden una causa política.
Por supuesto, todo esto ya estaba en los sueños de algunos surrealistas: tanto la conjunción arte-fantástico-vida, como la más arriesgada: arte-fantástico-acción política. Pero eso que ciertos surrealistas proclamaron más que lograron, e intentaron desde la poesía, es en Cortázar una poética que produjo otro modo de narrar, relatos de notable consistencia, extraordinario poder de influencia en la vida misma de sus lectores. Esto fue lo que el padre Cortázar dijo a mis entrañas y a mi generación: que ese sentimiento de que debajo de tanta mentira establecida había otra realidad —tal vez más peligrosa, pero deslumbrantemente verdadera— no era ni locura, ni necedad, ni infantilismo; era un camino que valía la pena.
La «zona sagrada» que irrumpe (como la llama Jitrik) no es solamente una amenaza, aunque amenace, también es una meta. Puede transformar el mundo al que estamos condenados, con sus normas de pacotilla. Siguiendo la lectura que Alejandra Pizarnik hace de Cortázar, leer «El otro cielo» es desear que el empleado bancario elija a Josianne y al París macabro de Laurent antes que al Buenos Aires insulso; leer «Cartas de mamá» es desear que Nico llegue por fin a París y, aunque nos aterre, los tres se miren cara a cara y ocurra lo que tenga que ocurrir. Este fantástico que anhela, más que conjura, es diferente de muchos otros del siglo xx. Lo fantástico en Cortázar es una utopía. Ni ingenua ni irresponsable, asume los riesgos y precios pero no renuncia a una trascendencia necesaria y seria —por más juego o humor que la recorra.
Retomemos entonces la pregunta por el legado de Cortázar en escritores de la postdictadura argentina que generan una nueva literatura fantástica en la oscuridad de los años noventa, o ya en este siglo. Pienso en quien es tal vez la mejor cuentista de su generación: Samanta Schweblin. Como en Cortázar, lo fantástico suele irrumpir con violencia, porque sí, una bofetada en el relato, o estar desde el comienzo, indicando agresivamente que el mundo es absurdo o repugnante, sin paliativos. Pero la diferencia central es que nunca señala una utopía. En esta literatura lo fantástico no presenta ninguna trascendencia, ninguna certeza hay seriamente en juego cuando su grieta emerge, incluso si es seria o peligrosa. Por eso es difícil que quienes leemos nos identifiquemos con los protagonistas que experimentan lo fantástico, como ocurría con Cortázar, y en cambio nos deleitamos con lo contrario: la distancia muchas veces socarrona que nos impone la voz narradora hacia ellos.
Ni anhelo de orden ni anhelo de desorden: los nuevos escritores constatan que el vacío cubre todo. La grieta fantástica no lleva a otra zona. La única certeza es la lucidez de entender que vivimos en un mundo atroz, pero donde no parece haber remedio.
En este fantástico profundamente desencantado se puede leer la dolorosa denuncia de un tiempo en el que no se concibe futuro ni mejora posible. Dentro de él está la línea que ya mencioné y leo desde nuestra historia sangrienta: el fantástico «de los muertos vivos», muy fuerte por ejemplo en la obra de Mariana Enríquez, de Gustavo Nielsen, en la novela de Alejandro López La asesina de Lady Di. Donde además a menudo se arma la Gestalt «dos, pero uno muerto». ¿Cuánto de esto está cambiando? Habrá que verlo. Mientras tanto, ese cuentista descomunal que fue Julio Cortázar sigue leyéndose, refugiado ahora tal vez en generaciones de adolescentes que le siguen agradeciendo una intensidad y un coraje que ojalá vuelva a llenarse de sentido.
Noé Jitrik, «Notas sobre la "zona sagrada" y el mundo de los otros en Bestiario de Julio Cortázar», en La vuelta a Cortázar en nueve ensayos, op. cit.
Campea en muchos teóricos la lectura psicoanalítica de lo fantástico, a partir del artículo de Sigmund Freud «Lo siniestro» (en su Obra Completa, tomo iii, Biblioteca Nueva, Madrid, 1972), y de la relectura de Jacques Lacan de lo siniestro en El seminario 2. El yo en la teoría de Freud y en la técnica psicoanalítica, Paidós, Buenos Aires, 1995.
Es cierto que ésta es una palabra sin prestigio en Cortázar. Él la insulta («puta vestida de verde»), no sólo —como misógino— porque se acuesta con cualquiera, sino sobre todo porque cobra muy caro. Pero esa esperanza despreciable es otra, es la que anuda por ejemplo relaciones de pareja que deberían terminarse, la inmensa trampa del amor. No es la que promete, cuando irrumpe, lo fantástico.
Julio Cortázar, Rayuela, Sudamericana, Buenos Aires, 1962. No se puede decir que el relato «El perseguidor» sea estrictamente fantástico, porque su verosmilitud no se quiebra en ningún momento. Sí se puede decir que la zona que habita Johnny Carter es fantástica, que su martirio es vivir en esa zona cuando todos los demás, el narrador, sus amigos, mujeres, público, comparten con los lectores el lado «normal». «El perseguidor» tematiza lo fantástico aunque no lo sea y en ese sentido expone una poética y un ejemplo de vida.