(Manizales, 1962). Sus últimas publicaciones son la novela Cada oscura tumba (Seix Barral, 2022) y el libro de poemas Manual de hipocondría (Ediciones La Palma, 2022). Es profesor de la Universidad de Caldas.
S llegó dispuesta a oprimir el timbre. Una sola vez. Con extrañeza vio que la chapa seguía siendo la misma y buscó el llavero en su bolso de cuero.
S es S porque durante años tuvo una cabellera exuberante que caía en ondas muy por debajo de sus hombros y porque a los trece años le llegó la menstruación y se convirtió en una mujer voluptuosa, todas la curvas elásticas y pecaminosas.
S es distinta ahora por la bicicleta de spinning, porque corrigió la dieta, aumentó el consumo de agua, se acostumbró a comer poco de noche, y porque un día, sin mucha reflexión, pasó por la peluquería y donó la mayor parte de su cabello a una fundación que apoya a las mujeres sometidas a quimioterapia.
Pero los nombres y el alfabeto suelen ser estables y, por tanto, S sigue siendo S. Ahora que comprobó que todavía tiene la llave que abre la cerradura que hace seis años no usa, debe decidir si entra con toda propiedad en la casa de sus padres o timbra como si fuera una extraña. Duda si es lo correcto, si la sorpresa le va a gustar a F, que está cumpliendo setenta años.
F nunca ha condescendido con las minúsculas. Además de las sólidas líneas vertical y horizontal, ambas en negrita y trazadas con fuerza, con grave riesgo de romper el papel, está esa línea corta, sobrepuesta pero firme, que apunta, que siempre está cargada. Es una predisposición natural que supo cultivar a través de los años.
F debe llevar todo el día recibiendo atenciones de G.
Después del primer embarazo, del que nació S, G cultivó una barriguita indulgente, generosa, que dice tanto de su carácter y que aumentó con las llegadas de I, V y R, que ya deben estar adentro, cumpliendo con los designios de sus letras.
A G le gustaría más una vida en minúscula, pero eso causaría confusiones en el lector y nunca quiso molestar, impedir que las cosas siguieran su curso. Por eso ya ni cuenta que pasó por la universidad, sin llegar a graduarse, y que su adolescencia estuvo llena de ensoñaciones, de proyectos.
Es poco lo que I deja ver de sí mismo, su cabeza muy por encima de las cotidianidades del mundo, pero con su música lo expresa todo. Nació para tocar el violín, dice F, orgulloso, y por tanto le dio licencia para las múltiples inconsecuencias de los imprevistos varios. Es hombre, por supuesto. Muchos de los problemas de S con F se derivan de su condición femenina y de sus reticencias con respecto al matrimonio y la maternidad. Tal vez S tiene problemas con la letra m. H estuvo a punto de hacerla cambiar de idea, pero vio sus pies tan hincados en la realidad, además de feos, y lo sintió tan mudo frente a F, tan obsecuente y compuesto, que más bien lo dejó irse con la misma lentitud con la que había llegado. Ninguna otra letra consiguió apasionarla tanto.
V no tiene problemas con la letra m. Madre adolescente, lo que al principio fue una maldición, con el paso de los meses se confirmó como V, como la víctima recurrente de una ensoñación que siempre abría sus muslos. Ya tiene cuatro hijos, que pueden o no estar dentro de la casa porque F es ahora todavía más sensible a la bulla, más furioso cuando algo lo irrita. Para S sus sobrinos son, por ahora, a, b, c y d, en minúsculas inespecíficas, porque sus relaciones con V son muy difíciles desde que jugaban entre las paredes de esa casa que compraron los abuelos. Sabe que hay dos varones y dos niñas, el mayor próximo a la adolescencia, y que hay cuatro padres distintos, todos irresponsables, el último tan joven como criminal.
Y está R, si es que ya llegó. R siempre se retrasa, se resiste, se resiente, pero por poco tiempo. Riñe con F, rodea con sus brazos a F, le retira la palabra a F, no puede resistir la vida sin F. Todavía se comporta como un adolescente. Todos saben que buena parte de la jubilación de F va a parar a sus bolsillos, y lo aceptan. Es el menor, la esperanza, por ahora inespecífica. Porque I vive de la música y con lo que gana se mantiene íntegro y no muy visible, pero se mantiene. V es madre, incluso más que G, tal vez porque nunca le quedó colgando la barriga después de los partos y siempre hay otro hombre dispuesto a embarazarla. Sus hijos, no ella, son los receptores de otra buena parte de la jubilación de F.
Así que S tiene que decidir si entra con su llave, o no, si sorprende a todos, en particular a F. A G no. G la espera, le pidió que viniera. Una llamada llena de tiernas historias y buenas razones.
F está seguro de que morirá pronto. Su padre falleció a los sesenta y siete años, su madre meses después. Sólo S conoció a los abuelos y su recuerdo sabe a dulce de tamarindo y se deja mecer por la brisa caribeña. F está convencido de que ya vivió de más, que setenta años es algo así como su fecha de vencimiento. Cuestión de herencia. Fatalidad genética, agrega con voz de mando.
No es sólo la celebración de su cumpleaños, entonces. Es algo más, con melancolías y formas de despedida.
Los dientes de la llave brillan bajo el sol que busca el mediodía. La mano de S gira cómoda porque la cerradura le es familiar. La puerta metálica abre sin esfuerzo y sin la impertinencia de los goznes. Allí, frente al jardín estrecho y largo, a las baldosas cafés que apenas delatan el uso y la intemperie, S duda de si tomó la decisión correcta. A lado y lado los crotos, las astromelias, los helechos. A la derecha, el árbol que F sembró cuando nació S abre sus ramas de hojas verde oscuro para dar sombra a la segunda entrada, a esa puerta de madera que siempre está abierta, testimonio de cuando la casa era campesina. Es un quiebrajacho y a la más gruesa de sus ramas la hiere un recipiente plástico que alberga una orquídea, en este momento deslucida, sin flores, las tres hojas con puntas amarillentas, dos raíces buscando nada en el aire.
Así que F por fin renunció al sueño de un jardín de rosas, que nunca lo quisieron. En el tapete de fibras recias se lee: «Este hogar está bendecido».
S se siente en casa y, como cuando era niña, da el primer paso como si moviera un caballo de ajedrez, y así mismo el segundo. Es un juego de guerra, le decía F, que siempre se consideró un gran estratega, me lo enseñaron en la academia militar.
Las sesenta y cuatro casillas fueron, en el pasado, un territorio común. S ganó muy contadas veces, después de que aprendió a pensar. Pero poco a poco sus ideas desbordaron el tablero y se atrevió a preguntar por el sentido de las reglas, no del ajedrez, que a veces juega contra su computador, sino por el sentido de las otras, las de todos los días, y las respuestas no la dejaron satisfecha.
Adentro, canta Raphael, uno de los grandes amores de F, pero las voces de los niños ensucian sus notas, opacan sus alardes. S también cree escuchar que hay copas que entrechocan y que alguien dice que va a la cocina por más platos. Anticipa el olor de la cubierta de chocolate, las capas de harina y crema pastelera, el vaso de ron en la mano de R, el violín en su estuche esperando la hora correcta.
S da entonces un tercer paso, otra vez la uno del caballo de ajedrez, ese movimiento que le enseñó F sobre las baldosas del patio que entonces era un proyecto de rosal, y sus ojos se fijan en la pared de la izquierda, bajo un alero de tejas plásticas, y sonríe ante las veintitrés plaquetas de iglesia de pueblo que cuelgan sin que se vean los clavos, armonizados sus tamaños y sus detalles de artesanía local. Se ven bien porque además ocultan los rastros de humedad que de seguro afectan el estuco. Y empieza a leer los nombres: San José de Puertomatías, Supiritena, Cartagena de Las Trojes, Resistencia de Fita, Cortabesos.
Siempre le llamaron la atención los nombres de los pueblos, sobre todo aquellos de los que no puede imaginar origen o, por el contrario, los que le sugieren una situación, una escena, una historia. Sabe que Cartagena no tiene nada que ver con cartas ajenas, pero ya no recuerda el resultado de su investigación. ¿Qué puede ser Supiritena? ¿Cuál era el nombre real de Fita y a qué o a quién resistió?
Le parece que Cortabesos insinúa la interrupción de una cita clandestina, de un romance que quiere sobrevivir a todas las penurias. Recuerda su plaza bien arbolada, el cielo muy azul y el contraste entre las camionetas último modelo y las patas de la recua de mulas, suspendidas por la inmediatez de la fotografía. Y a sus habitantes, sentados en los muros con la cabeza baja, rostros curtidos por el sol y la tristeza, los sombreros en las manos. Y entonces también recuerda la bandera de la onu en los costados de las camionetas, la indiscreción de los carros de la policía, y a los burócratas asfixiados por las corbatas, aplacando la indignación de los periodistas, negando culpas gubernamentales. Y recuerda las otras fotografías, las de los llantos, las de las tapias tatuadas por las balas, las de los cadáveres. Y esos nombres de iglesia que trazan los recorridos de F, que denuncian su vida, se van llenando de víctimas.
En ese momento, S amarra sus pies y se promete no llorar. Sin pensar en el caballo de ajedrez, en su valor estratégico, retrocede hacia la puerta metálica. No puede celebrar los setenta años de F.
De su vista desaparecen los crotos, las astromelias, los helechos, el árbol de quiebrajacho, la desolada orquídea, y sólo queda en su retina el gesto de resignación de G, que parada en el umbral de la puerta de madera, con un delantal navideño puesto y las manos aferradas a un plato de sopa, las canas disimuladas por el tinte rojizo, acepta que su hija, su primogénita, le sonría con tristeza y la obligue a repasar las iglesias, los rumbos en la pared carcomida, las masacres. Esa hija que después abre la puerta metálica, se para en el andén y aporrea sin discreción la cerradura de la que tanto tardó en tener la llave.