Visito al poeta dos semanas antes de que cumpla noventa años. Al día siguiente, sus colegas de la Academia Mexicana de la Lengua le rendirán un homenaje en la Capilla Alfonsina. Es miércoles, son las cinco de la tarde y cae un tupido aguacero, típico del verano de la Ciudad de México. En cuanto pongo un pie en su casa, la lluvia se convierte en violento granizo. No tengo que hacer grandes esfuerzos para escuchar a Eduardo Lizalde, a pesar del estrépito que hacen los pequeños proyectiles de agua congelada al golpear el techo de la terraza que antecede al jardín, que adivino más allá de la ventana empañada. Su voz, pero también su estampa física, su agilidad de juicio y su inteligencia se mantienen intactas e imponentes. Antes de dejarnos a solas, Hilda Rivera, su mujer, me ha ofrecido un café y me ha servido un whisky. Él se ha servido una copa de vino. Después nos hemos sentado a la mesa del comedor, que conserva el mantel de la comida reciente. El poeta ocupa la cabecera de la mesa y da la espalda al jardín; yo me siento a su izquierda. Traigo conmigo dos libros suyos: uno, Autobiografía de un fracaso, la historia de sus años poeticistas, un autorretrato crítico del talentoso joven poeta; el otro, la segunda edición de Algaida (2004), el poema escrito a las puertas de la vejez, una de las cimas de la poesía mexicana del último cuarto de siglo. Como yo mismo he cumplido años hace poco, el tema de nuestros aniversarios ocupa los primeros minutos de la plática. Después hemos regresado al tema de la ciudad, anegada ya a estas horas.
—Yo he sido un gran caminador de la ciudad. ¡Pero es imposible ahora! Ahora está espantosa… Qué violencia de la ciudad, ¿eh? La inseguridad en la ciudad es verdaderamente terrible.
—¿Cómo has estado?
—Bien; bueno, pues más viejo que antes, como es natural
—Pero también más sabio, ¿no?
—No. Mucho menos. Ya se me olvidó todo lo que he leído.
—¿Al menos estás más tranquilo?
—No, tengo muchos problemas encima, y luego una cantidad de libros que he tratado de organizar. Estoy empapelado y lleno de problemas.
—Salud, querido Eduardo.
—Salud.
—Por nuestros cumpleaños.
—Por nuestros cumpleaños.
—Pero ¿qué problema tienes con esos libros? Son libros tuyos.
—Todos los libros que tengo en la casa. Tengo miles de libros, que estoy tratando de organizar. Los tres pisos están llenos de libros ¡y de papeles! ¡Estoy empapelado! Luego busco cosas que no encuentro. Todos estos libreros están llenos de papeles y libros. Se va uno llenando de cosas.
—¿Vives hace muchos años en esta casa?
—Veinticinco años tenemos aquí, en esta casa.
—Y has sido un gran coleccionista de libros y de documentos, ¿no?
—Lo que pasa es que hemos comprado libros toda la vida, y en cuanto tuvimos casa compramos más. Cada cambio de casa ha sido verdaderamente una tragedia. Nomás mira cómo está aquí, ya se caen los libros. ¡Estoy lleno! Tengo un joven que me está ayudando allá arriba en el tercer piso, que es un horror. ¡Y discos! Veinte mil discos.
—¿Conservas los lp?
—No, ésos los tiré hace mucho tiempo. Conservo joyas. No, tengo puro dvd, de video y de audio. Y un aparatazo que ya no puedo manejar.
—¿Por qué? ¿Por viejo o por novedoso?
—No, por incompetente, por incapacidad mía. Le vinieron a hacer unas conexiones, y bueno… La cantidad de discos es enorme. Ya subirás un día de éstos al despacho del tercer piso, que es terrible. ¡Salud!
—¡Salud! ¿Y qué se siente estar en casa y no ir a la Biblioteca?
—No sé, porque ir a la Biblioteca era bastante cómodo como trabajo, y me gustaba. Pero el centro de la ciudad es inhabitable. Por fin descansé no yendo a la Biblioteca, ya no lo necesito. Además, estuve muchos años en las bibliotecas, ¡imagínate!
—Es cómodo trabajar en casa, ¿no?
—No siempre para mí. No siempre. Estaba yo acostumbrado a andar en instituciones. Siempre me he manejado con instituciones muy grandes, direcciones de publicaciones, todo eso, porque tenía yo muchos ayudantes y muchos servicios. Pero la ciudad no es cómoda. Aunque, bueno, vivimos en una zona civilizada. ¿Dónde vives tú ahora? ¿Igual, en el mismo lugar?
—Vivo en la colonia Cuauhtémoc.
—Ah, en Cuauhtémoc.
—En una calle en la que vivió Arreola.
—Claro, él vivió en toda la colonia Cuauhtémoc. En Río Guadalquivir, en toda la colonia. Ahí vivió y trabajó. Y jugamos ajedrez durante cuarenta años.
—Buen amigo tuyo Arreola, ¿no?
—Sí. ¡Fuimos amigos cincuenta años!
—¿Cómo lo conociste?
—Desde que era yo niño, casi. Yo tenía dieciocho años cuando conocí a Arreola y a Rulfo, que eran diez años mayores que yo.
—Tampoco es tanto.
—No, sí era mucho, en una etapa determinada me parecían muy viejos, pero luego fuimos amigos medio siglo.
—¿Dónde los conociste?
—En la Ciudad de México, donde vivíamos todos. Pero nos vimos mucho en su casa de Guadalajara. ¡Fuimos amigos toda la vida, Arreola y yo!
—Él fue tu primer editor.
—Arreola editó La mala hora. Y editó mis plaquetas. Y, bueno, conoció toda mi obra. Ahora que me están pidiendo textos sobre mis libros para los homenajes, ¡no encuentro nada, hombre! Los textos de Arreola, que eran muy pocos, ahí están; pero he perdido textos de mucha gente importante.
—Textos que escribieron sobre tu obra.
—Sobre mi obra, claro, sobre mis libros. Ya estoy abrumado frente a la cantidad de libros, hombre, mira nada más cuánto hay aquí, por toda la casa. El segundo piso está lleno y el tercero también. Y estoy tirando papeles. Soy un coleccionador de papeles feroz. Todos los días tiro toneladas de papeles, copias, apuntes, bueno…
—Habrá otros que conservas.
—Conservo lo que me parece posible. ¡Oye, qué aguacerazo! Bueno, pues conservo algunas joyas. Ahí hay setecientos diccionarios —señala hacia un gran muro que tiene enfrente, en la sala, del otro lado del comedor.
—¿Diccionarios?
—Pero cuento la Enciclopedia Británica como uno. Aquí hay una parte. No están todos: de música, literatura, de lenguas, son puros diccionarios, todo eso.
—¿Todo ese muro es de diccionarios?
—Pero no son todos, tengo muchos más arriba.
—¿Por qué tu interés en los diccionarios?
—Por la literatura, por mis curiosidades; colecciona uno todos los libros de las lenguas que no habla y hasta de las que no comprende. Tengo franceses, ingleses, españoles, catalanes, portugueses, de todo. Enciclopedias de la Británica tengo dos, una antigua y una más reciente. Y otras enciclopedias. De música tengo… ¡para qué te cuento! Mi ayudante se ha aterrorizado al ver la cantidad de libros que hay allá arriba, hombre.
—¿Y cómo los organizas?
—No están organizados.
—¿Tienes un plan para hacerlo?
—No, me está ayudando este nuevo joven… Bueno, sé dónde están las cosas. Y cada vez que llega un ayudante me desordena todo, porque me saca las cosas de donde las tenía yo acomodadas y ya no encuentro nada. Y además no es lo mismo tener noventa años que treinta, ¿eh?, y que sesenta. Ya no tengo la capacidad física para moverme en toda la ciudad y en todo el mundo como lo hacía antes. Pero me muevo.
—Pero no tienes grandes achaques.
—No, afortunadamente, pero tengo noventa años, y ése es el problema.
—¿Qué es lo que tienes? Perdiste algo el oído y te cuesta un poco caminar. Y nada más, ¿no?
—Pues el oído, sobre todo. Pero he perdido fuerza física también. Mi equilibrio es mucho menor que antes. Era yo bastante fuerte. Los noventa son mala edad. Nada buena edad. Aunque se han muerto amigos, diez y veinte años más jóvenes que yo. Pacheco era diez años menor que yo. Ernesto de la Peña era sólo dos años y medio mayor que yo, y murió hace casi siete. No, mi generación está muerta. Toma en cuenta eso. No queda nadie de mi generación.
—¿Nadie?
—Elizondo está muerto, Ernesto de la Peña está muerto, muy poca gente queda de mi generación. Manuel Felguérez, que es de mi edad.
—Él vive, ¿verdad?
—Muy fuerte, muy activo. Un año mayor que yo. Fuentes murió hace siete años. Era de mi edad exacta. Fuentes y yo nos conocimos cuando teníamos veinte años. ¡He conocido a la humanidad entera! ¿Sí tienes mi libro que se llama Algo sangra?
—No.
—¿Una antología de una cantidad de textos escritos sobre mi obra?
—No, no lo tengo.
—Es una cosa que te tengo que dar.
—Te traigo un par de libros para ver si me los puedes firmar. Esta maravilla, que… —le extiendo mi ejemplar de la primera edición de Autobiografía de un fracaso, publicado por Martín Castillas en 1981.
—Ah, es el prólogo de mi obra completa. —Le muestro también mi ejemplar de la segunda edición de Algaida (Conaculta, 2009). Sobre este poema, dice—: Ahí hay cosas que te quiero señalar. Tú dijiste en algún ensayo muy bueno sobre ese librito que había cosas que no digerías, como una línea sobre Gorostiza. Que decías que pensabas que era una reflexión sobre poética, y no, era una cita de Gorostiza. Nunca te las aclaré, no tuve tiempo. Te las voy a aclarar. La edición grande, ¿la tienes? —se refiere a la primera edición de Algaida (Aldus, 2004).
—Claro, ésa me la regalaste tú.
—Está agotadísima. Ya no la encuentras por ningún lado. Ésta quedó muy bien —hojea mi ejemplar de Algaida. Y dice—: Lo tengo anotado para señalártelo.
—Me gusta muchísimo este poema. Vuelvo a…
—Han escrito magníficos textos sobre él. Son poemas de los años dos mil. Me llevó un tiempo largo hacer este texto, ¿eh?
—Si quieres, después localizo yo la cita y te pregunto.
—No, te la voy a localizar yo. Siempre que te veo, digo: «Ah, se me ha olvidado traerle a Fernando…». Porque el otro poema que me llevó muchos años es Tercera Tenochtitlan, que también has leído.
—Claro, sí.
—Y también hablabas de una cita sobre Lugones, decías que por qué le llamaba yo «Hercúleo océano», y era un comentario sobre Lugones. Lo tengo anotado por ahí. Si no lo encuentro aquí, está en mi ejemplar… No, no lo voy a encontrar, si no encuentro mis notas…
—…
—Oye, ¡qué aguacero! —Lee—: «Somos nosotros, Pedro, no el eterno mar» es una cita de Pedro Salinas, «El contemplado». Bueno, hay muchas referencias.
—¿De dónde viene el que la poesía sea tan referencial? Porque muchos poetas de tu generación lo son.
—Desde siempre. Desde Horacio y desde Dante para acá, hombre. Baudelaire…
—Eliot lo fue mucho, ¿no?
—Eliot, ¡muchísimo! —Sigue hojeando el ejemplar de Algaida en busca de la cita de Gorostiza.
—…
—Pues no vives tan lejos ahora.
—No, no, muy cerca. Lo que pasa es que vine casi a vuelta de rueda porque a partir de cierto momento empezó a llover muy fuerte.
—¡Terrible!
—¿Y trabajas en alguna cosa estos días? ¿En algún texto literario?
—En todo lo que puedo. Que no termino nunca —deja a un lado el ejemplar de Algaida—. Ahorita estoy haciendo una nueva versión de El cementerio marino, producto de unas discusiones con Octavio Paz. Y cuento mi historia. Hace como cuarenta años le dieron el premio a Octavio en Minería, y a Buñuel. Salimos juntos con nuestras mujeres a caminar por el Centro. «Vámonos, hay mucha gente aquí». Fuimos a un bar de por ahí del pasaje de Sanborns y volvimos a la discusión. Con Octavio era siempre discusión, siempre una tarea tremenda, de todo el día. Conversación larguísima, dialéctica. Y diálogo. Yo le pregunté: «A ver: El cementerio marino… ¿por qué nunca lo tradujiste?». Me contestó: «No me habías preguntado eso nunca. Me lo ha preguntado mucho mucha gente. ¡Pero no puedo! Porque es un atentado hacerlo». El cementerio marino, la traducción la hizo Jorge Guillén junto con Valéry. Jorge Guillén, que ya era un poeta muy célebre, pero por supuesto cuarenta años más joven que Valéry, y Valéry pues era el poeta francés más importante del mundo. Entonces dice Octavio: «Tratar de traducir El cementerio marino, que ya hizo con perfección absoluta Jorge Guillén, ese gran poeta, es inútil». «Sí», le dije, «pero no es fiel al poema…».
—Es decir, Paz pensaba que la traducción de Jorge Guillén era perfecta y que no había nada más que hacer.
—«Bueno, pero además está hecha por los dos», dice. «Meter la mano en eso es un poco un acto herético». Y en la Academia, hace poco, hice una lectura de esa traducción de Valéry, que fue hecha en el año que yo nací, en el 29, exactamente. Es un acto herético, pero lo estoy cometiendo, aunque no me voy a enorgullecer de eso porque naturalmente Jorge Guillén escribía muy español [en el español de España], y la traducción del poema, al oído de Valéry, era muy convincente… Pero ni Jorge Guillén ni Valéry hablaban el mismo español que nosotros, ¿no?
—…
—De principio, hay un error de sentido —dice, en francés—: «Ce toit tranquille, où marchent des colombes / Entre les pins palpite, entre les tombes»… «Ese techo tranquilo en que ambulan palomas». «Ambulan», «marchan». «Où marchent des colombes»: «En que marchan las palomas».
—Y Guillén traduce: «Ese techo, tranquilo palomas». Se salta el verbo.
—No, el problema es que no hace el ruido de la marcha de las palomas, que es lo que agita las tumbas y los pinos. Desde el primer verso hay problemas.
—Y luego la intención de Guillén de ajustar el poema en endecasílabos…
—Claro. Yo lo hago en alejandrinos, queda mejor que en endecasílabos. Pero a Valéry le sonó bien, y está muy bien, pero el sentido no es exacto. Y no nada más en esos versos, en muchos otros. Ya verás la traducción completa, que la voy a publicar, por supuesto.
—Tu idea es corregir el texto que ya existe, ¿verdad? No hacer algo nuevo.
—El de Guillén, sí. Lo voy a publicar como una curiosidad, o cuando menos como una crítica a Guillén, que no se iba a poner a discutir con el poeta su propio poema, ¿no?
—Me imagino que era una buena experiencia discutir con Octavio.
—¡Hombre, espléndida! Era una aventura.
—¿O él quería tener siempre la razón?
—¡No! Él se cuestionaba todo el tiempo y era un hombre de una agilidad y una inteligencia impresionantes.
—…
—Porque hay varias versiones, claro [al español, del poema de Valéry]. La de Mariano Brull, la de Pérez Hermosillo, muchas otras, y todas afrontan las mismas dificultades de traducción. Un poema muy complicado.
—¿Por qué es tan complicado?
—Pues porque hay muchas cosas que no pasan al español y que no se pueden traducir sin deformar un poco el texto original. Ya leerás el poema, lo voy a publicar entero.
—¿Dónde vas a publicarlo?
—En donde se pueda. No importa.
—¿Con quién dijiste que saliste aquella noche con Paz? ¿El otro quién era? ¿Buñuel?
—Le daban el Premio Nacional de Literatura en el 77, en el Palacio de Minería, a Octavio, que no lo quería aceptar desde hacía años, y a Buñuel, dos celebridades enormes. Había un tumulto, y al salir estaban Marie Jo, la mujer de Octavio, y Andrea Huerta, que era mi mujer, y me dijo Octavio: «Oye, vámonos a tomar una copa, esto es un tumulto tremendo, no me dejan aquí de [hacer] firmar cosas». Y nos fuimos al pasaje de Sanborns, a un bar. Bueno, ¡miles de conversaciones tuvimos! Y toda discusión con Octavio, como decía Monsiváis, era una tarea. Porque planteabas algo y ya empezaba un diálogo, pero infinito. No le paraba la mente. Un hombre de una genialidad y de una lucidez imponentes. Y fui amigo de él cuarenta años, así que…. ¡O más!
—…
Toma de nuevo el ejemplar de Algaida y vuelve a hojearlo.
—Aquí está la cita de Lugones, pero no es ésa la que buscaba, hombre. Pues no la encuentro… Pero la tengo anotada por ahí.
—Eduardo, y tu compañero del Poeticismo, González Rojo, él sí vive, ¿no?
—Sí, es el único que vive. Era casi un año mayor que yo, pero era muy frágil de salud. Ya está muy enfermo, me dijo su prima, que era, como él, nieta de Enrique González Martínez, el viejo poeta González Martínez, en cuya casa viví los últimos años de la vida del poeta, porque era yo íntimo amigo de su nieto, de González Rojo. No coincidimos con todo en el Poeticismo y todas esas locuras, en la visión de la poesía que teníamos que hacer, y él creía que iba a ser el más reconocido poeta de la generación y no lo fue. Lo fui yo, inevitablemente. Pero era nieto de González Martínez, simpatiquísimo personaje. Cuando tenía yo veinte años se publicó un soneto mío, «Martirio de Narciso», que está en ese libro —señala su Autobiografía de un fracaso—. Lo publicaron y lo leyó [Ramón] Xirau y me dijo: «Es una obra maestra ese soneto. Usted es poeta total». González Martínez lo leyó y dijo: «Ah, caray, eso está muy bien hecho, de veras». Así que fue el primer gran poeta que elogió un texto mío. Y luego, pues traté a la humanidad entera.
—…
—Don Enrique fue un encuentro importante para mi persona, un hombre de una gran cultura y gran generosidad. Le agradezco muchísimo. Tengo la edición original de Babel, el último poema completo que leyó en Bellas Artes, en 1949.
—La palabra y el concepto de «Babel» fueron importantes para ti en una época.
—Y el que encontró ese título fue Emilio, porque leyó los originales de mi libro Cada cosa es Babel en la imprenta universitaria. Yo tenía treinta y siete años y Emilio veintiséis, veintisiete.
—¿José Emilio?
—José Emilio Pacheco.
—¿Él te sugirió el título?
—Sí. Era uno de mis versos. Me dijo: «el título de ese libro es Cada cosa es Babel, ahí está en tu verso». Tienes razón, le dije, tienes razón.
—Sí, buenísimo. ¿Tenía buen ojo José Emilio?
—Muy buen ojo, y era un hombre muy culto… Igual que lo tenía Octavio Paz. Bueno, son las colaboraciones entre poetas que suelen existir, desde luego.
—…
—Pues no lo encontré, hombre, no puede ser —deja sobre la mesa el ejemplar de Algaida que ha estado hojeado.
—Buscabas lo de Lugones y lo de Gorostiza, ¿verdad?
—¿Cómo?
—Lo de Gorostiza, buscabas, y lo de Lugones, ¿no?
—Lo de Lugones, sí, hombre. Sí, que tú decías que no habías entendido la referencia de por qué le llamaba Hércules a Lugones, dices en tu nota.
—«El mar, rudo operario, / el mar de urgencias masculinas, gran Leopoldo», dice el poema.
—Ésa es. Pero no se refiere a que tuviera urgencias masculinas Lugones, sino…
—El mar, ¿no?
—El mar, no Lugones. El mar de urgencias masculinas.
—Ese verso es de Lugones.
—Es de Lugones, sí.
—En el poema conocí la palabra báratro, que me parece magnífica.
—¿Cómo?
—La palabra báratro.
—¡Báratro! ¡Sí! No la encuentras en la literatura española toda.
—El adjetivo mexica es brutal para báratro. «El báratro mexica»: el infierno mexicano. Y a Gorostiza, ¿lo trataste?
—No se dejó.
—¿Por qué?
—Nunca. Porque se retiró de la literatura, tuvo una neurosis espantosa. Don Pepe Gorostiza decía: «No quiero saber nada de la poesía porque ya no entiendo nada de la poesía moderna». Lo traté una o dos veces en la casa de Antonio Castro Leal, cuando llegaba la humanidad entera: Novo, Pellicer, Neruda. Cuando se publicó mi libro, en 66 —se refiere a Cada cosa es Babel—, le dijo Castro Leal: «[Le presento a] Eduardo, poeta que lo quiere conocer y regalarle un libro, maestro». Digo: «Maestro, cómo está, mucho gusto». Y le leí: «Para don José Gorostiza, el más grande poeta de México». «Hombre, muy bonita edición de la Universidad, pero no leo nada, ya no entiendo nada de la poesía mexicana».
—Tú pusiste esa dedicatoria.
—Sí.
—Y él te contestó.
—Ahí está en la biblioteca de don Pepe. Pero no, no se dejó tratar. A Pellicer sí lo traté muchísimo y a Novo también. No, no se dejaba. Pero de Octavio sí fui muy amigo y de Alí Chumacero también. Pues no encontré la cita de Gorostiza, hombre. Bueno, voy por mi pluma. —Se levanta por su pluma fuente, para firmar con ella los libros suyos que le he llevado—. Oye, bajó la lluvia. ¡Qué aguacero, qué barbaridad!
—Y el punto culminante de la granizada, cuando llegué yo.
—Cuando llegaste tú, sí… —regresa y firma los libros—. A ver, ah, pero ten cuidado, la tinta está fresca, no se vayan a manchar.
—No, no, muchas gracias —le extiendo, a mi vez, un ejemplar de mi libro Ni sombra de disturbio, que reúne ensayos acerca de López Velarde.
—Qué poetazo, ¿eh? Con Octavio tuve muchas veces discusiones sobre López Velarde. Una de las mayores fue un día que me dijo: «Bueno, López Velarde, gran poeta menor…». ¡Quién sabe! Eso de «gran poeta menor» habría que discutirlo. Marcó todo y se adelantó a todo. Además, había leído todo. No movía un pie del país; nunca, nunca salió; apenas vivió en la Ciudad de México, pero fue un residente nacional y murió en la juventud. No, la información que tenía sobre la poesía latinoamericana y la lectura que hizo de Lugones, de los colombianos y de los españoles, a quienes admiraba… Y a los grandes. Dijo: «Esa sublimación que han hecho de Eduardo Marquina… Finalmente, ¿quién es Eduardo Marquina?». Tenía un ojo impresionante y trató a los grandes poetas mexicanos, igual que los criticó. A su maestro sabio y buen poeta González Martínez, el de la etapa ya un poco mística y sentimental… y a Amado Nervo, que era un hombre de gran talento y poeta magnífico, también su etapa mística y sentimental es lamentable. Está en sus testimonios y encuentros. En cambio, conoció a Díaz Mirón y dijo: «El poeta es imponente, de una calidad, un trabajo de verso y una energía… Lo oí recitar en el bar unos versos de su “Idilio salvaje”, ¡eran como leídos de la boca de Apolo!». Lo dice López Velarde. Tenía ojo bastante bueno, y por eso hizo poesía que no era copia de las anteriores. López Velarde es poeta de gran sentido y gran percepción. Octavio Paz se preguntaba: «¿Por qué la celebridad de la “Suave patria”»? Pues porque es una obra maestra, de visión del mundo mexicano y de precisión y de concreción. Una obra maestra. No la logró ver publicada. El texto impreso nunca lo vio López Velarde. Y los mayores de su generación, Urbina y el mismo Díaz Mirón, lo veían un poco por arriba del hombro. No sabían lo que era… La obra es impresionante y la prosa espléndida. Y su formación cultural, mucho más profunda de lo que parecía. Su lectura de Lugones, precisamente por eso es tan descubridora. Decían: «Bueno, ahí está Darío», «Sí, pero Lugones no es menor», contestó López Velarde. «Hay que leer a Lugones». Era un descubridor… Y la poesía es impresionante. La parte final de la obra de López Velarde es magistral.
—¿Entonces no estás de acuerdo con los críticos que piensan que al final su estilo decayó?
—¡No, hombre! ¡Qué va!
—Hay quien piensa que después de la cumbre expresiva y de todo tipo que es Zozobra hubo cierta decadencia.
—No, no es verdad. Zozobra es una obra maestra, y los últimos poemas también lo son, hasta la «Suave patria». Luminoso texto. De una perfección lírica y de una conciencia impresionante. Y la prosa, que se publicó posteriormente, los cuentos. «El soltero es el tigre que escribe ochos en el piso de la soledad»: así empieza el texto en prosa de López Velarde. No, López Velarde era un hombre de un talento…
—¿Tu tigre emblemático tiene algo que ver con el de López Velarde?
—De alguna manera, también.
—¿O viene más bien de Blake?
—Pues viene de Blake, viene de Salgari, viene de…
—De Borges.
—De Borges, de Cervantes, de Shakespeare, de media humanidad, hombre.