Cualquiera que sea el lado en el que uno se encuentre, la proximidad de una frontera suscita siempre el sentimiento de hallarse en el lugar equivocado. (Pienso principalmente en las fronteras geográficas, pero también en las que demarcan nuestra pertenencia o nuestra no pertenencia a todo grupo humano. Por ejemplo, la frontera que una niña intuye que existe entre ella y sus compañeras en el recreo, un día del cuarto año de primaria —intuición que pronto será innegable y hará que esa niña quiera volverse invisible). Las fronteras nos hacen saber que no somos lo que son quienes están del otro lado. Y, antes que ayudarnos a precisar lo que somos, esa extrañeza —que puede estar hecha de admiración por lo que hay allá, pero también de aversión; de ilusión o de ambición, lo mismo que de miedo o de prejuicios; de fantasmagorías, en todo caso—, esa extrañeza promueve una irresistible certidumbre de inadecuación que nos impele a cambiar de sitio. De ahí que en el trazo de toda frontera esté ya también su borramiento, la necesidad de transgredirlo, de pasar a ser lo que no somos aquí —y quién sabe qué somos aquí— para ser lo que podríamos ser allá.
Saltamos, entonces. Y lo que encontramos redobla la extrañeza: la claridad que acaso imaginamos que ganaríamos se ve estorbada, irremediablemente, por el modo en que se ha intensificado nuestra ajenidad. Peor, todavía: esa ajenidad ya está aguardándonos también en el lugar del que salimos, como si nuestra decisión de saltar hubiera puesto en funcionamiento una especie de saqueo o desmontaje radical de lo que hasta entonces veníamos siendo. Las preguntas «¿Dónde estoy?» y «¿De dónde vengo?», entonces, se vuelven intercambiables a un lado y otro de aquella línea que cruzamos. O, más bien, se vuelven la misma: la pregunta incontestable a que nos reduce el hecho de que toda frontera hace de nosotros algo que no debería estar ahí. (La niña que supo que quería ser invisible terminó optando por exiliarse, por apartarse del grupo que la rechazaba: enfrentarse a una frontera siempre conlleva el riesgo de empezar a desaparecer).
Aunque pueda parecer que las palabras son el único recurso a nuestro alcance para cruzar las fronteras, especialmente las geográficas, y salir indemnes, lo cierto es que nada nos lo garantiza. (Justo acabo de escribir esto último cuando se da a conocer la noticia de que el Premio fil ha sido concedido este año al poeta David Huerta. En la conferencia de prensa, un periodista interroga al ganador por su trabajo como traductor, y Huerta responde con una cita de la poeta Sarah Maguire, «La traducción es lo contrario de la guerra»). Las mutaciones de los sentidos que las palabras sufren han de entrañar siempre pérdidas —seguramente ganancias también, pero éstas no restituyen las primeras—, y sospecho que en la averiguación de lo que implican esas mutaciones estuvo el impulso primero que Verónica Gerber Bicecci tuvo para concebir este proyecto y poner manos a la obra: ¿qué pasa con las palabras de quienes migran? ¿En qué medida se afirma en ellas la indeterminación ontológica que acarrea consigo trasponer una frontera? Hubo también, desde luego, una preocupación por explorar las vivencias de quienes participaron en la experiencia (la experiencia: un taller, descrito por su creadora como «un ejercicio introspectivo a través del dibujo y la escritura») y, a partir de esas vivencias, el interés de proponer una perspectiva para la comprensión como fenómeno cultural de la migración, asunto acerca del cual bien podemos tener una sobreabundancia de informaciones, sobre todo noticiosas, pero con las cuales no alcanzamos la inteligencia que sí puede brindarnos el arte. Sin embargo, en aquel impulso radica, creo yo, la singularidad de la empresa, y también su significación más notoria: al poner a los niños y adolescentes participantes a pensar en sus palabras, a representarlas con emojis, a confrontarse con sus interpretaciones y, luego, al aventurar las suyas, la autora dio con una vía óptima para cuestionar la relatividad de las diferencias y las distancias entre las personas que ya estaban y las que van llegando —pues en ello termina consistiendo el problema último de la migración: en saber cómo podremos entendernos. «Tal vez el único modo de neutralizar el poder letal de las fronteras es sentirse siempre de la otra parte y ponerse siempre del lado de la otra parte», escribió alguna vez Claudio Magris.
Nos lo han machacado las filosofías del siglo xx, pero no es infrecuente que se nos olvide: siempre tenemos que empezar por el lenguaje. Y gracias a que tomó esa vía, la afirmación que la autora hace hacia el final de esta exploración termina por conferir el valor decisivo a todo su empeño: «entiendo la imaginación como uno de los últimos resquicios que le quedan a la esperanza». Y esa afirmación está lejos de ser fruto de una efusión de optimismo infundado —si algo amenaza todos nuestros afanes de que las cosas se arreglen es, hoy en día, justamente eso—: se trata, más bien, de constatar cómo, en lo que hacemos con el lenguaje, se materializan nuestras posibilidades mejores. Aquello que Huerta recordaba que decía Maguire: en la traducción de las palabras que utilizamos, y también, como se propuso Gerber Bicecci en su trabajo, en la invención de palabras nuevas, está nuestra mejor posibilidad de futuro, por más que ese futuro encarne fatalmente en un reiterado signo de interrogación.
(Aquella niña se volvió invisible porque supo que era la sola forma de estar en el mundo: «Mi deseo de ser invisible probablemente significaba eso mismo, poder estar en el lugar que deseaba estar, aunque yo no fuera deseada ahiÌ» (1). Las palabras pueden lograr que seamos invisibles. Y, ante el prejuicio y el odio, es seguramente lo que muchos querrían conseguir).
l Palabras migrantes / Migrant Words, de Verónica Gerber Bicecci. Impronta, Guadalajara, 2019.
1 Verónica Gerber Bicecci, «Invisible», Luvina núm. 63, verano de 2011 .