1. Así como los solteros y los casados se desprecian por motivos puramente teóricos, lo mismo que los jóvenes y los adultos se tienen desconfianza basados en razones que no son sino literatura fantástica, los escritores inéditos y los ya publicados se miran con distancia al creer que, pareciera, juegan en bandos contrarios. Ciertamente, un abismo separa a quienes han entregado a la imprenta un original de quienes carecen aún de plan para ver su nombre en letras impresas.
Esto significa lo mismo que si, en una carrera de fondo, uno de los competidores se desmarcara del conjunto y se adelantara. Significa que lo que seguirá sigue en suspenso. Un sprint efectivo no anuncia necesariamente una permanencia a la cabeza. Hay muchas formas de correr la maratón literaria. Cada uno de los competidores encuentra la suya, tarde o temprano, y es entonces cuando empieza su propia carrera, la de verdad. Porque, en realidad, aunque hasta ahora el ejemplo integre a una masa recorriendo el mismo camino, tras los mismos objetivos, lo cierto es que cada uno de los competidores corre en su propio planeta, a una distancia unos de otros perfecta para presentirse entre sí, pero también para sentirse el último ser humano vivo en la galaxia, que es la única forma de concentrarse en sus propias expectativas y circunstancias.
Lo que separa a los dos bandos —publicados e inéditos— es bastante obvio: la obra en los anaqueles, en las mesas de novedades, en el catálogo editorial, y, si todo sale bien, en la imaginación de los lectores. En ese objeto inicial, la primera obra, descansa, hasta antes de que exista en papel y tinta, el deseo de un escritor: mostrarse ante el público, inaugurar su obra como un producto cultural que pueda movilizarse socialmente —más allá de un círculo pequeño que, quizá, acompañó e impulsó de manera solidaria la gestación.
Pero hay una situación que tal vez sólo se percibe una vez que se ha dejado atrás dicho debut, cuando se disipa la polvareda ese libro funcionará, de ahora en adelante, como una llave para entrar al universo literario de quien lo firma. Las primeras novelas, los primeros libros de poemas, las primeras colecciones de ensayos o de cuentos, contienen las temáticas que se desarrollarán en futuros libros, marcan los nortes de los problemas formales que le interesa afrontar; son un discreto sumario de los modos, los asuntos; prefiguran el futuro, la obra por venir. Por ello, las obras iniciales tienen un cariz de desesperación que les da intensidad; poseen un aura de misterio porque han aparecido, materialmente, de la nada; contienen el presentimiento de que esa escritura bien podría no terminar ahí; son un objeto ambiguo: realidad y promesa.
2. Hacia la mitad de Suave es la noche, la última novela que alcanzó a terminar y publicar, Francis Scott Fitzgerald describe así a uno de los protagonistas: «Como les pasa a tantos hombres, había descubierto que sólo tenía una o dos ideas, y que su pequeña colección de ensayos, ya en su quincuagésima edición en alemán, contenía el germen de todos sus posibles pensamientos o conocimientos». Dick Diver, joven psiquiatra de personalidad encantadora y alrededor de quien todos adivinan un futuro brillante, escribió hace bastantes años su opera prima y ahora, al enfrentarse al reto de concretar una segunda obra —la que lo llevaría a ser ya no una promesa sino una realidad cumplida—, está seguro de que la mejor vía para lograrlo es subir el listón de sus ambiciones.
Para ello, planea concretar un libro dividido en dos volúmenes. El primero consiste en una detallada clasificación, mientras que el segundo es, en realidad, «una versión considerablemente ampliada de su primer librito, Psicología para psiquiatras». Esta novela ha fascinado a los lectores por diversas razones: la prosa lúcida, aguda y brillante de Fitzgerald, así como la precisión con que expone la psicología de sus personajes, para mencionar un par de ellas. Extraliterariamente, la historia causa fascinación debido al largo periodo de escritura que significó y los altibajos que debió librar el novelista para concluirla, pero, sobre todo, por el contenido autobiográfico que sostiene algunas tramas.
Es un dato conocido que los conflictos del personaje de Nicole Diver, esposa de Nick, están basados en la enfermedad mental de Zelda Fitzgerald y su calvario en busca de una cura, además del bagaje de conocimiento en el área que ganó su marido al recorrer la experiencia junto a ella de manera solidaria. En este sentido, no es descabellado pensar que ciertos rasgos de Fitzgerald pasaron a Dick, y que el gran temor —nunca dicho, siempre latente— del personaje por no lograr sus metas —o mejor dicho, las metas que los demás le marcan con sus admiraciones, sus apegos y las apuestas sentimentales que parecen jugarse a su favor (o quizá en su contra) en su círculo social— provenga de alguna experiencia propia del autor. Nicole, al hablar con su marido, le recuerda: «Siempre decías que un hombre aprende cosas y cuando deja de aprenderlas es como todos los demás, y por eso lo que debe hacer es adquirir poder antes de que deje de aprenderlas».
Si la novedad nos mantiene vivos, hay que estar seguros de que, cuando ésta se agote, hace mucho nos hayamos convertido en estatuas. Duraderas e insensibles.
3. Los primeros libros contienen una elección. La de dónde ha decidido el autor que empieza su historia, dónde inicia el pasado que le concierne. La juventud, que es la puerta —amenazadora o plena de promesas— de la adultez, los sinsabores de la adolescencia, la utopía o el invierno de la infancia, o bien en la prehistoria de los padres y los abuelos.
Eduardo Antonio Parra afirma que a un escritor le bastan la infancia y la juventud para escribir. La idea suena atractiva, sólida: la cantera temática se asienta en los años de formación, cuando el descubrimiento del mundo, el ensanchamiento de sus fronteras, es la labor cotidiana del niño, del adolescente. Luego, los desafíos formales, las maneras de abordar el material, serán concebidos en las etapas posteriores, cuando la conciencia busca las formas más adecuadas para contenerlo, mirarlo desde fuera, manipularlo para poner en jaque sus significados.
Comúnmente llamamos «obsesiones» a los elementos más visibles en la obra de un autor. Los vasos comunicantes, los asuntos que se repiten, las referencias que permanecen, provienen de esa matriz vital. Aunque el origen y la gestación de toda creación escapará siempre a los intentos de rastreo de parte de su creador, todo libro tiene dos biografías: una que es posible compartir, delimitar, comentar, el momento en el que empieza la batalla con la forma, y ésa es la segunda parte, precisamente la que se elabora en la conciencia. La otra se libra en el inconsciente, a espaldas de todo movimiento volitivo, se puede extender hacia la oscuridad de la prehistoria, cuando, ante unos ojos sobre los que la inteligencia actuaba de manera primitiva, la luz caía por primera vez sobre todas las cosas. Imposible guardar recuerdo de los primeros años. Pero a ellos regresamos, a veces en sueños, a veces en ese plano abierto de la ficción.
El narrador de Suave es la noche dice en algún momento: «Se habla de que las heridas cicatrizan, estableciéndose un paralelismo impreciso con la patología de la piel, pero no ocurre tal cosa en la vida de un ser humano. Lo que hay son heridas abiertas; a veces se encogen hasta no parecer más grandes que un pinchazo causado por un alfiler, pero siguen siendo heridas».
Quizá el retrato más bullicioso de esas experiencias primigenias que dejaron su marca sea esa primera obra. El material está expuesto. Lo que falta, por suerte, es la clave. Porque así cada lector podrá inventarla, para internarse por caminos ajenos, pero hacia sus propias heridas.
4. El guardián del vergel delinea el mundo de hombres solitarios y paisajes hermosamente agrestes que comprende la novelística de Cormac McCarthy. Americana contiene ya los delirios y temores contemporáneos que Don DeLillo rastreará en todos sus libros posteriores. En Ampliación del campo de batalla, Michel Houellebecq presenta ya una voz firme, la mirada desencantada con la que desenmascarará en delante los desencantos de la época. Goodbye, Columbus, de Philip Roth, contiene ya las temáticas que encontraremos en los distintos estratos que animan su obra: el judío asimilado, la sexualidad que al ser reprimida se vuelve amenazante, el peso de la moral colectiva en la vida privada.
Pero también hay salidas en falso, libros que los autores desearían nunca haber escrito, e incluso hay quien, cada que puede, desaparece de sus semblanzas: Jugada de presión (publicada originalmente bajo seudónimo), de Paul Auster, quien dice haberse encontrado a sí mismo con la autobiográfica y multigenérica La invención de la soledad. José Saramago se encargaba de desestimar sus dos primeras novelas, Tierra de pecado (publicada en 1947) y Claraboya (que dejó inédita y fue publicada de manera póstuma en 2012), y marcaba el inicio de su obra con Levantado del suelo, título que hace alusión no sólo a la lucha por la dignidad de las clases desprotegidas que tiene lugar en la novela, sino al sentimiento del autor al encontrar el estilo y el tono que caracterizaría a su obra en adelante. La primera novela de Salman Rushdie, Grimus (1975), no tuvo el mínimo eco entre la crítica y el público; sin embargo, cinco años después, Hijos de la medianoche le ganó el renombre que ahora tiene, al virar de la fantasía y la ciencia ficción a esa versión asiática del realismo mágico que es hasta hoy su sello personal.
Los periodos formativos de los escritores se desarrollan con una individualidad rabiosa. Las obras se cultivan a distintos ritmos, amasando ese «núcleo de necesidad» (el término es de Houellebecq) en el que se apelmazan memoria e imaginación, dudas y seguridades, rumbos y desconciertos que habrán de encarnarse en la primera obra. Pero, ¿es su derecho obviar una parte que, ciertamente, puede ser sumamente frágil, como la de los primeros intentos, pero que dice y revela tanto de la gestación y los orígenes de los universos que fascinan a sus lectores? ¿A quién le corresponde decidir dónde empieza la madurez, cuándo terminan los tiros de práctica? Muchos autores niegan rotundamente las reediciones de sus primeros libros, pues se sienten inseguros de sus virtudes, e incluso están convencidos de sus muchos defectos. Una vez, un amigo escritor vio en mi biblioteca la primera novela que publicó, y que tanto desdeña —y, si me apuran, que me parece que detesta—, y su impulso fue no mirarla, hacer de cuenta que no estaba ahí. Llegué a pensar que me la pediría, para destruirla, e incluso pude armar una imagen suya sustrayendo el ejemplar del anaquel. Sin embargo, nada de eso ocurrió. El libro sigue ahí, y mi amigo sigue sin contarlo en su marcador personal.
¿Prisa al publicar? ¿Falta de autoconocimiento? ¿Malos consejos editoriales? ¿Taller literario equivocado? ¿Una posibilidad de salir del anonimato demasiado buena para desecharla? Tal vez ninguna de las anteriores. La historia de la literatura nos dice que incluso los más grandes escritores cometen un desliz, o un par de ellos, y que muchos de éstos se verifican en los años tempranos, o bien en los crepusculares, cuando la potencia creadora mengua (pero ése puede ser tema para otro momento). Si hasta el más vulgar y anodino de los artistas tiene derecho a un día de inspiración, entonces el creador más dotado puede ser presa de la mordida de la mediocridad.
¿Y dónde podemos ubicar a esos escritores que han dejado apenas un libro, un par de ellos, como prueba de su genio, y cuya estela es más perdurable que fugaz? Obras que nacieron de un golpe, casi, y que resultaron certeras, maduras, inagotables; obras que cuyo epicentro se encuentra, curiosamente, en las novelas. Pienso en Pedro Páramo,de Juan Rulfo; en El guardián entre el centeno,de J. D. Salinger, y en La conjura de los necios,de John Kennedy Toole. Haya sido la causa la muerte o el síndrome Bartleby (como llama Enrique Vila-Matas a la renuncia a la escritura), el silencio que les siguió fue casi definitivo, pues existen relatos y otros títulos que completan o redondean el universo ficcional de los autores, pero es posible afirmar que la posteridad y el favor de generaciones de lectores que han ganado los autores se deben a esas novelas medulares.
5. En el ensayo Holgazanear mientras la musa recarga pilas,el novelista norteamericano Richard Ford revisa los tiempos creativos y los tiempos de ocio que ha mezclado para establecer sus ritmos de escritura. «En estos treinta años me he puesto como objetivo dejarme largos periodos sin escribir, tanto que mi vida de escritor parece tener más de no escritura que de escritura, lo que apruebo calurosamente […] nunca imaginé que estaba en este oficio para batir récords de velocidad de escritura, ni para acumular grandes cifras». El autor de Canadá hace un elogio de la propia percepción de las necesidades y los ritmos de trabajo, del autoconocimiento en el que cada autor establece sus parámetros a la hora de crear una obra. «La mayor parte de los escritores escribe demasiado», afirma, y concluye que «es difícil escribir justo lo suficiente». Considera que si su «flojera» al escribir sólo le permitió escribir siete libros en veintiséis años (el ensayo se publicó originalmente en 1999, y su primera novela, La última oportunidad,salió de imprenta en 1976), se trata de una decisión muy personal, ni más ni menos legítima que la tomada por otros escritores que deciden ser prolíficos, o encuentran una razón para escribir todos los días, todo el tiempo.
La primera regla del creador debe ser convertirse por entero en el dueño de su tiempo. Decidir sus velocidades y sus momentos, hacerlo de una forma totalmente independiente, consciente, egoísta. Esa batalla, que se libra contra el mundo, nunca termina, pero debe empezar lo más pronto posible.
La autocrítica la dan la distancia de los años y la experiencia que en ellos se acumula. Los pasos que culminaron en resbalón, los principios fallidos, las búsquedas que prometían velocidad de fuga y terminaron en un callejón sin salida, fueron, de muchas formas, necesarios. El aprendizaje empieza a dar sus frutos cuando el escritor es capaz de rastrearse a sí mismo y decidir sus procesos, vivir a plenitud y bajo sus propias reglas la materialización de éstos que son los libros.
Aunque la verdad última es que el autor, desde su primera página publicada y hasta la última, le pertenece al lector. Él decide qué quedará y qué no. El lector, los lectores. Los de ahora y los de mañana. Única medida que al final importa. La inmensa suma, la incontenible dispersión de individualidades lectoras que conforma el presente y el porvenir de la imaginación del mundo.