Julieta y Eulalia [novela en proceso] / Jaime Echeverri

La casa aparece y desaparece entre la niebla. Nubes espesas cubren la memoria. Mi memoria que ahora tiende a desaparecer como la casa donde se tramó mi vida. Era un paraíso y un infierno. Rodeada de árboles añosos, plantas exóticas y orquídeas sensuales, marcó mis vacaciones y me volvió otra. Está escondida en una especie de valle rodeado de montañas. Unas vacaciones fueron largas, muy largas. Otras pasaron tan rápido como del día a la noche. Y todo por Julieta. No sé qué fue primero, si ella o su nombre. Lo que no he dejado de saber es que Julieta ha estado en mí siempre.

     La memoria es parecida a esas ciudades donde los habitantes se pierden al doblar la esquina. Y se encuentran de pronto frente a lo que menos quieren. No es lo que me pasa ahora. De repente me entró la nostalgia, esos punzones de nostalgia que nos obligan a revivir algunos momentos. Y me dio por ver la casa de los abuelos, me subí al carro y ahora estoy aquí metiéndome en la niebla, aunque el día es despejado. Sábado de verano, sábado de sol.
     La carretera sube y baja y los árboles parecen congregarse a los lados para saludarme. Algunos son los mismos que veía cuando veníamos todos, papá al volante y mamá dándonos instrucciones. Ella siempre daba instrucciones, todo debía hacerse como ella ordenaba. Otros son arbustos recientes y bajos, sin esas sombras grandes de los viejos, de troncos arrugados y gruesos. Aunque se ven los cambios, el trazado es el mismo que tengo en el recuerdo. El camino no es muy largo y se ha hecho más corto con los años al extender sus brazos la enorme ciudad devoradora. El sol abraza, rodea con un manto de oro las hojas de los árboles. Es bueno ir despacio, subir y bajar por el camino, recorrer la montaña. Antes todo este territorio me parecía enorme, un mundo misterioso y atractivo, un mundo por descubrir. Mis primos, Julieta y yo, organizábamos excursiones que duraban el día entero. Y, ya crecidos, montábamos a caballo e íbamos más lejos. No siempre había sol. Muchas veces nos perdíamos entre la niebla. La niebla no se aparta de mi memoria, no porque haya querido olvidar (siempre olvidamos), sino porque es como una tela envolvente, como un paño algodonoso que parece limpiar las cosas, los árboles, la casa, que aún no se ve desde aquí.
Las visitas a la finca del abuelo me encantaban y me llenaban de emoción y ansiedad. Por un lugar especial de la casa y porque en esas temporadas yo tenía más tiempo para pasar con Julieta. En la casa, Julieta a veces se cansaba de mí. Además ella iba al colegio, yo también, pero a otro, a primaria, y teníamos poco tiempo para estar juntas. Me ponía como loca cuando anunciaban las vacaciones en esa casa vieja con sus posibilidades infinitas. El tiempo no parecía correr y todo tenía la lentitud de las esperas. Y el lugar era un cuarto con una mesa enorme, un par de sofás y tres paredes forradas de libros; la otra era una ventana grande con cristales desde el piso hasta el techo por donde se podía ver buena parte del jardín cuando las cortinas de lana virgen estaban recogidas a los lados. El abuelo pasaba allí buena parte de los días. La llamaba pomposamente la biblioteca. Parecía llenársele la boca al decirlo. El abuelo era una especie de ave que volaba siempre alrededor de los libros. Creo que a Julieta y a mis primos no les interesaba ese mundo. Para mí era un imán. Mientras veníamos, me imaginaba ya abriendo alguno de los libros que el abuelo había escogido para mí.
     Antes de llegar sacaba la cabeza por la ventanilla, contrariando a mamá, que se desgarraba vestiduras y todo tratando de hacérmela meter otra vez. Era su gran fracaso. Nada me podía impedir sentir el viento fresco en la cara, revolviéndome el pelo. A veces Julieta me jalaba de la cintura para hacerme entrar y eso me llenaba de alegría, yo no sabía por qué. Siempre linda Julieta, su pelo brillante y negro y largo y ella tan alta y tan blanca.
     El camino hace sus vueltas de serpiente en mis recuerdos. Siento el aire golpear mis mejillas y vuelvo a sentir las manos de Julieta agarrándome para hacerme meter la cabeza. Y siento otra vez el mismo placer, esa alegría que me hacía cosquillas en el cuerpo.
     Cuando llegábamos a la finca, era la primera en bajarme y correr a la biblioteca. El abuelo abría los brazos y yo le saltaba encima. Me daba unas vueltas en el aire y después me mostraba los libros que tenía para mí. Ésos eran los que todos sabían que leía, eran una muralla que me servía para esconder los que nadie podía saber que yo hojeaba despacio para poder entender lo que contaban.
     Así conocí dos placeres: leer y engañar.

 

La novela vive, revive, sobrevive

De modo recurrente se lee u oye decir que la novela ha muerto y en verdad hay muchos escritores y editores que hacen lo posible por hacer que la afirmación parezca cierta. Sin embargo, no se necesita ser muy inteligente para comprobar que la novela vive y, muchas veces, se alimenta y apropia de otros géneros para crecer. Esto no debe parecer extraño. Basta considerar su multiplicidad formal notando los cambios sucedidos entre Don Quijote y Ulises, por citar sólo lo más evidente.
     Tal vez no haya una forma expresiva más dinámica y plástica. Si hay algún texto en constante movimiento es éste. Forma dispuesta siempre a trascender sus límites, espacio de libertad. Hanif Kureishi, en el prólogo de su libro Soñar y contar, hace un recuento de la perpetua ilusión de su padre por ser un escritor de novelas; de sus ilusiones y de su frustración. Parte de allí para reflexionar sobre el sentido general de la narración, de la creación de ficciones, de esas deformaciones de la realidad, surgidas del disgusto ante lo que llamamos o consideramos «real». Y esto vale tanto para el mundo exterior como para el interno.
Y es que en esa rebeldía tal vez esté la clave —aunque no su carácter— de un género que no respeta fronteras y que está siempre dispuesto a asaltar otros géneros para crear realidades ficticias. Ficción, imitación, mimesis. Aunque parta de la experiencia viva del autor, aunque se nutra de la noticia de hoy que mañana empieza a ser historia, o de lo histórico mismo, en el fondo se aleja de todo ello para ser otra cosa. En alguna parte, Marthe Robert comenta que la novela no pretende «captar, representar nada real». Aunque parezca real, aunque construya o reconstruya un suceso, su intención no es otra que manifestar una inconformidad con la realidad. Su deseo, su ilusión, su objetivo es cambiarla, según ella. La novela permite que la vida gris nos muestre una de sus mil caras. Y la hace memorable.
     Cada novela es una apuesta. Cada escritor expone su propia concepción del género. Y en esa proporción tenemos una variedad amplia de posibilidades narrativas. De hecho, podemos hallar en librerías novelas de diversa condición, por temas, situaciones y tratamientos. Pero hay períodos de sequía, en los que se impone un modo o una moda. Entonces el panorama se contrae y encontramos novelas repetidas por diversos autores. Juego de réplicas que hace que la novela parezca en agonía.
     Si hablamos de lo novelístico, hablamos de una historia prolongada, distinta de la ficción corta que no se detiene en explicaciones y que, de uno u otro modo, pretende repetirse, perpetuarse completamente. La novela, en cambio, por su extensión permite el devaneo, la digresión. Y esto es posible porque no admite reglas fijas y rechaza cualquier camisa de fuerza. Si el cuento tiende a ser repetido, recontado, la novela se comparte invitando a otros a leerla. Prolonga su efecto ampliando el número de sus lectores.
     Por otra parte, su libertad, su pathos libertario, trasciende lo formal e impulsa un contenido jamás sujeto a lo moral. Esta característica es fundamental para Kundera. «Suspender el juicio moral no es lo inmoral de la novela, es su moral», afirma. El novelista se ve obligado a situar sus historias y sus personajes, suspendiendo su juicio sobre ellos. La conducta del personaje no es la suya, es la propia de ese sujeto, que por ser de ficción no deja de ser posible, y es la que le confiere su grandeza o singularidad. Nada más, nada menos.     
     Creadora de realidades posibles e imposibles, de personajes que crecen y salen de sus páginas para adquirir una vida que trasciende los siglos, que acompañan a quienes los han conocido a través de la lectura, e incluso a quienes saben de ellos sólo por referencias de lectores. La novela siempre se renueva y asume mil posturas e imposturas. Y está allí al alcance de los ojos para satisfacer las necesidades surgidas desde nuestra deficiente imaginación.

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