(Huelva, 1961). Su último libro publicado es la antología de relatos Tantas veces huérfano (Editorial Contexto, Resistencia, 2021).
Cansado de pellizcar durante cinco horas diarias sobre la taza del váter las cuerdas de una guitarra adquirida dieciocho años atrás, Anselmo Flores abandona por un instante el manoseado instrumento sobre el bidet y regresa enseguida con el firme propósito de dar carpetazo definitivo a ese largo capítulo de sus mañanas. Unas más que generosas tijeras para el pescado, afiladas a conciencia y al efecto hace al menos tres lustros, y una presión ejercida desde la prima al bordón siguiendo el dictado de las leyes de la física —punto de apoyo idóneo, fuerza y aceleración proporcionales— le ofrecen a Anselmo la seguridad de un estudiado corte de cirujano, limpio, que sesga los diferentes timbres de las cuerdas con un intervalo entre ellos prácticamente invisible, infinitesimal, el mismo con el que se abalanzan las liberadas tensiones a su rostro para chicotearle en seco la mejilla y dar paso enseguida a un alegre paralelismo de sangre temerosa, seis arañazos apenas, un instante después borbotones incontrolados mejilla abajo. Sin hacerse esperar, todavía en el primer compás del susto, un sonoro goterón rojo percute en la madera del instrumento mudo, poniendo así el punto final a una aventura de lento y madurado naufragio.
No se interprete pues esta decisión de guillotina fruto de una emoción o arrebato súbitos, sino más bien como el corolario final de una serie de constataciones acumulada durante más de una docena larga de años, casi desde el comienzo mismo del rito de las acústicas de azulejo y sanitarios, el sustituto pervertido de un enamoramiento echado a perder de puro imbécil.
En la demora frente al espejo, una vez atajada la séxtuple hemorragia y contemplando aún atónito el dibujo de los cortes que cruzan la mejilla izquierda en el cristal —la derecha de su carne—, puede Anselmo Flores llegar a una conclusión última con un grado de acierto sumo: la clausura de las cinco horas diarias de composiciones desdichadas durante dieciocho años sin interrupción merece como poco esa dolorosa rúbrica en su piel, una argumentación física patente de los besos y caricias de que ha estado huérfano su rostro. Definitivamente, los seis latigazos bien marcados lo azuzan al fin —treinta y ocho recién cumplidos asoman a la primavera nuevas exigencias— a recomenzarlo todo donde había quedado y dejar los conciertos de cuarto de baño en el rincón más imposible de la memoria.
De la mejor de las maneras combina entonces colores de indumentaria, acierta a bajar el mínimo escalón del baño sin el traspiés acostumbrado y sale a una urgente mañana de luz que apresura a las nubes a un noroeste lejano de tormentas. Puede decirse que en el rostro atravesado de Anselmo Flores se impone con más descaro que la herida la amplitud de una sonrisa, y que amortigua el aguijón dos veces triple de las punzadas rebuscando en el recuerdo algunos nombres olvidados y en sus pasos las calles y locales donde había dejado en suspenso su otra historia desde hacía tanto. Busca, es evidente, algún perfume de mujer, o más fácil en principio, algún alcohólico alimento. Bien está ya de hacer el gilipollas.
Avanza por una gozosa travesía de nuevas diagonales, apartándose de los caminos de la anterior rutina y terquedad rebosante de placer, como nuevo. Esa iluminación del gesto, la alegría imponiendo vergonzosas retiradas a una actitud muscular que incomodó la mirada durante años, un cigarrillo en la boca al estilo Bogart, deben despistar la atención de Waldo, que lejos de caer en el comentario pertinente (hostias, ¿y ese corte, Anselmo?) lo saluda hasta con abrazo y en el café mismo de la esquina le echa la primera cerveza de un tiempo que acaba de nacer. Waldo, el penúltimo amigo en la agenda con los números de teléfono —de Zambrano hace años que no sabe nada—, le añade a la cerveza dos nuevos chistes, una encarecida recomendación de cartelera y la apabullante euforia de sus negocios. Conversaciones hay que quitan el dolor, que acortan las esperas. Que Waldo no se percate del crucificado rostro que tiene enfrente confirma en Anselmo Flores las expectativas, le anima a otra cerveza, a un nuevo chiste incluso. Luego lo deja irse otra vez a los negocios, y sonríe viendo desde la ventana a un Waldo también feliz que atraviesa la calle sorteando con gracia los excesivos coches y se instala en la parada del diecisiete al final de una cola bien nutrida.
Como todavía han de pasar de largo dos diecisietes hasta la bola, tiene Waldo tiempo de observar a su amigo allá en el bar e incluso contagiarse de eso insultantemente feliz que lo rodea. Qué es no lo sabe, aunque sí que ha eclipsado incluso la visión de los seis arañazos en la mejilla; recién entonces se da cuenta. Sigue pensando en ello ya en el autobús: gato, amante, yilet. Dos paradas después entra la chica con el libro y ocupa el asiento frente al suyo. Una cara hermosa para anuncio de cosméticos. Waldo Ruiz lo piensa casi todo en márketing, está más al tanto que su socio, por eso después de la ruptura su agencia patina menos que la otra, acaricia campañas políticas de más envergadura, publicita a clientes arriesgados, vende —es la frase— hielo a los esquimales. De últimas está el lío bien resuelto de los huevos, el beneplácito de los de Bruselas: hacer publicidad en las cáscaras. Dos pujantes empresas de yogures le han aprobado ya los presupuestos de escándalo, inevitables si en verdad quieren observar el código alimentario de la comunidad. Las tintas para imprimir en los huevos —tintas láser indelebles y fijas, incapaces de traspasar las cáscaras y membranas— costarán eso, la sutil maquinaria para la impresión costará más aún. Si los ingleses han sellado desde siempre sus huevos con un león escamoteándole las vueltas a la salmonelosis, por qué no van a poderse incluir docenas de mensajes de último diseño en un soporte tan redondo y tan perfecto. Waldo le ha ganado la partida a su socio (una empresa descabellada, Waldo, una empresa suicida, conmigo no cuentes, le había repetido hasta el hartazgo) y ya sólo puede ver la cara de la chica sentada enfrente impresa en cientos de docenas de huevos prometiendo cualquier cosa. Waldo Ruiz va camino de poner en apuros a medio mundo, a que se lo piense antes de hacer la tortilla: no se casca así como así una cara bonita. Lo ve de pronto: cosmético de clara de huevo empaquetado (packaging es el término) en su natural recipiente, con esa cara de la chica que lee impresa en pura suavidad.
Ella, en efecto, lee. Lee sin ostentación, forrado en blanco el libro para ocultar a la curiosidad del autobús sus preferencias. Muy de vez en cuando levanta una mirada azul al lugar en el trayecto o a una insistente y desnudadora observación de otro pasajero. Para esas veces que abandona la lectura está allí Waldo como agazapado, imaginándola en los huevos. Waldo va aun más lejos en su felicidad publicitaria: más proyectos descabellados, arruinar la industria del marfil, la abolición de ese comercio, suplir el oro blanco del mundo con más duraderas y ecológicas resinas sintéticas, aprovechar la coyuntura para fijar esa cara tan hermosa en un soporte menos efímero que un huevo, verla llena de destellos antes de empujarla con el taco hacia la mejor carambola del billar.
En ese estado eufórico —el nuevo nacimiento de Anselmo Flores es poca cosa comparado con él—, Waldo Ruiz no puede advertir cómo ella señala con un delicado e insuficiente pétalo el fin de la lectura, ni cómo le deja una sonrisa sobre el pelo cuando está sobre él, antes de bajar.
Sin embargo ella, Ana, sí se lleva consigo, en esas fugaces escapadas de una lectura absolutamente enmarañada con los ojos de Waldo, la insultante felicidad que él ha estado irradiando sin darse cuenta.
Como ha bajado por error en la plaza de Lemures, después de saltarse dos paradas de la suya, no tiene otro remedio que desandar con ciertas prisas el camino, urgida más que por la espera de Felisa por mantener —llegar media hora antes a una cita ya le parece tarde— el rito quisquilloso de su puntualidad. Avanza a grandes pasos por las aceras repletas de gente todavía envuelta en las cálidas miradas de ese desconocido del autobús, imaginando que la sigue en secreto a cierta distancia para completar una felicidad ya bien inmensa con lo que aún no conoce de su persona: un argumento de rizos rubios en cascada hacia una cintura de sesenta y una escueta falda en tubo para el nacimiento de unas piernas más que maricler. Es su juego favorito. Amores invisibles, duendes, lobos de mar con pipa y pelo blanco a veces. No puede evitar sin embargo esconder a la estrategia de su juego una de las normas más estrictas, y así como al descuido, lanzando la exuberancia de rizos hacia un lado, se atreve a buscar en los rostros más anónimos que la siguen ese que imagina, ya alejado en la fantasía del primero aquel de Waldo. No le preocupa la ausencia, saberlo lejos ya en el autobús. Con el mismo movimiento de su pelo hacia adelante, de regreso al encuentro con Felisa, sabe que instala detrás de su figura el aliento tan querido de sus duendes, cientos, miles de ellos, de uno en uno. Una felicidad más entre otras muchas, no menor que leer en el autobús o adelantar en media hora las esperas de sus citas y suponer atuendos, actitudes o humores de los citados.
En la seguridad de que Felisa tardará todavía un poco en asomar sus prisas por la esquina de Arrayán, puede Ana empeñar su tiempo en varios juegos: interesante que lee en despiste entre las palomas de la plaza y enreda su balanceo de piernas con los pensamientos de los que cruzan, solicitudes de fuego para unos cigarrillos de papel violeta y filtro azul, recuento de jóvenes, niños y viejos y obtención de medias aritméticas para un duende resultado de la combinación de las partes elegidas de cada uno de los integrantes en el muestreo. Felicidades simples, ñoñas; gigantescas por otro lado, comparadas con la ansiedad de reloj de pulsera de un individuo desesperando en otra espera.
Tras comprobar Félix el alargamiento inverosímil de los minutos en un reloj que le viene atrasando hora y tres cuartos por cada veinticuatro, contento de no haber esperado a nadie haciendo como el que espera, ofrece su fuego de yesca —otro regalo más del abuelo, junto al reloj— al insólito cigarrillo de colores que pavonea la chica y abre sus piernas al paseo de media mañana, en su ocio envidiable de profesor de instituto en versión nocturno. Su felicidad, hasta la hora del almuerzo en la misma cocina de la pensión, se nutre de una descansada observación de las prisas de la urbe, que va sedimentando luego en las siestas y al cabo de unos tiempos no excesivamente largos deposita en forma de aguadas de tinta en gruesos papeles. No ataca en abstracto con el pincel, pero tampoco se detiene en los detalles. Tan sólo a veces se demora en algún pasaje divertido de su observación, y con prolijas descripciones pone los acentos a un individuo de cierta edad portando un váter al hombro o camufla de rubia a su patrona contando el dinero de caja al finalizar la jornada.
Las clases de filosofía en el nocturno son un buen accidente que le proporcionan, a su edad, el regusto de la erótica de la educación, el engaño dulcísimo de acompañarse siempre de gente que parece estancada en los veinticinco, y la mejor manera de hacer tiempo para cobrar un buen talón a fin de mes. Un oficio accesorio, en definitiva.
Caminando sin prisas desemboca las más de las veces en un café con mucha azúcar junto al parque, en una terraza siempre soleada abundante en desocupados. Y es ahí donde con más fuerza se le manifiestan las observaciones que en el trayecto apenas han sido guiños, cuando no meras sombras. Pide el café y los dos sobres de costumbre, y enseguida algunas partes del rostro de la chica se le aparecen con una nitidez mayúscula, más que nada sus labios decorados en oscuro carmín atrapando el filtro azul. Sin embargo, si el reloj es exacto en su retraso, más de dos horas hace ya que ha perdido la más mínima oportunidad para fijar en el recuerdo el resto de detalles. Difícil va a ser pintarla.
Luego, bastante avanzados ya la mañana y el trabajo de reconstrucción de aquella mirada azul, una felicidad como de no creer lo inunda por completo, al recordar a una alumna de primero que bien podría sustituir el cuerpo apenas visto. Bastará sacarla al encerado cuatro veces para tomar el apunte de comienzo, y trabajar después con la improvisación de la memoria. Además, para la combinación de colores del cigarro y de los labios, o tal vez sólo de los labios, podrá valerle incluso la última paleta, la del dibujo de un camión volcado frente al instituto, con las cajas de cerezas estrelladas en la acera.
Deja entonces sobre la mesa el importe exacto del café —descuida siempre y a conciencia la propina, esa pequeña humillación al camarero— y componiendo ya sobre la marcha un primer boceto del dibujo cruza ensimismado y feliz los primeros semáforos camino del almuerzo y de la tarde y los pinceles, para sin darse cuenta multiplicar una vez más un cúmulo de proyectos que desde hace mucho adquiere una irreversible tendencia al infinito, pues será esa pintura de la chica un dibujo más a simultanear con el más reciente del camión de las cerezas, los diez autorretratos falsos en largo demorados, otro con un tablero de ajedrez cubierto de hormigas o insectos parecidos, el bodegón de cristales encargo de la patrona, un aula con los pupitres rotos y el mapa del continente desvencijado en la pared del fondo, sobre un único alumno dormido, él, Félix niño, y otros tantos dibujos inacabados, imaginarios, felizmente imposibles: la mujer del autobús que se cubre el rostro con un libro forrado en blanco, el artesano en su taller fabricando bolas de billar —docenas de colmillos de las bestias formando alrededor raros tapices—, la guitarra manchada de sangre con las cuerdas cortadas, y al óleo, por probar, en la penumbra junto al lecho, un viajero de escaso maletín, con los zapatos, puede verse bien, muy ostensiblemente desatados. Destacará si acaso para alguien avisado una leve inicial dibujada en oro sobre el ocre de ese maletín, una letra ejecutada con escaso o ningún interés, tal vez por ser la última del abecedario, esa que siempre nombra la página más inútil de todas las agendas.