Con la rabia de este mundo y las ternezas del otro / Herta Müller

«¡Vaya escenario imponente, con el biombo de la cordillera de fondo! El teatro, la escritura y la vida real: tres cosas inseparables, pero, ¿por qué duele tanto?», escribe Liao Yiwu en su libro sobre la cárcel. Y a la propia escritura la llama: «aferrarse como una mosca, con un zumbido repugnante, y cuidarse de los manotazos».
     «¿Por qué duele tanto?», «Cuidarse de los manotazos»: con ello se enuncian, del modo más breve, los dos aspectos esenciales: domesticar con la escritura a esa cárcel que habita en nuestras cabezas y nos tortura, y la amenaza de un Estado policial que nos dice que podríamos ir a parar de nuevo a prisión por escribir sobre la época en que estuvimos en ella.
     Las circunstancias de la publicación de Für ein Lied und hundert Lieder (Por una canción y cien canciones) recuerdan la publicación de Doctor Zhivago, hace aproximadamente medio siglo. Pasternak quería a toda costa que su novela apareciera en Italia, en la editorial de Giangiacomo Feltrinelli. Todo cobró trazas de novela policiaca. Feltrinelli introdujo un método para la comunicación: el único mensajero fiable sería quien pudiera mostrarle a Pasternak la mitad de un billete cuya otra mitad estaba en manos del propio Feltrinelli. Pasternak, por su parte, le envía un mensaje en papel de fumar diciendo que las únicas cartas válidas son aquellas que él mismo ha escrito en francés. El motivo: el Comité Central del Partido Comunista de la urss lo estaba intentado todo para impedir la publicación. Por medio de algunas delegaciones soviéticas, habían pedido al Partido Comunista italiano que les ayudara a obstaculizar la salida del libro. A Pasternak lo obligaron a firmar cartas en las que él mismo prohibía su publicación. Y el presidente de la Unión de Escritores Soviéticos, Alexei Surkov, se presentó personalmente en Milán, ante Feltrinelli, e intentó, con unas falsas declaraciones de Pasternak, frustrar la publicación del libro. Feltrinelli lo describe como una «hiena cubierta de sirope». Pasternak, en cambio, se mantuvo consecuente. Quería la publicación del libro costase lo que costase.
     También el Partido Comunista chino ha querido impedir la publicación del libro de Liao Yiwu. La presión sobre el autor se volvió enorme. Tuvo que prometerles a las autoridades chinas que ya no quería que el libro se publicara en Alemania. La editorial Fischer sabía, sin embargo, que ése era el más añorado deseo del autor. Así y todo, tuvo que aplazar la publicación —aun en contra de la voluntad del escritor— para protegerlo y que no lo arrestaran. Y eso a pesar de que Liao les había comunicado que insistía en que se publicara la obra, aun cuando tuviera que ir a prisión por ello. Por suerte, eso no sucedió.
     En el caso de Liao Yiwu, la intromisión de las autoridades chinas fue un fiasco. Pero no siempre es así. En una exposición colectiva chino-alemana debían mostrarse doce fotos de un reconocido fotógrafo alemán. Tras pasar por la censura china, de las doce fotografías sólo quedaron dos. Y los curadores y el artista alemán lo aceptaron sin más.
     En la época de Pasternak, para impedir la publicación de un libro era preciso orquestar intrigas, pergeñar planes de los servicios de inteligencia, enviar delegaciones. Hoy son algunos antiguos directivos de grandes empresas alemanas los que proporcionan los medios. Abuchean cuando en la inauguración de la exposición se menciona la negativa de visado a Tilman Spengler. Están deslumbrados con sus resultados económicos. Pero las adulaciones de los chinos deslumbran también a algunos escritores. Durante una visita a China, Juli Zeh, por ejemplo, declaró que entendía plenamente que, para evitar una guerra civil en aquel país, se les apretara las tuercas a algunos, que se persiguiera y metiera en la cárcel a los provocadores potenciales, que se censurara a la prensa y se restringiera la comunicación por internet. Y luego la autora se pregunta quién, en ese caso, se atrevería a exponerse y a exigir «una verdadera democracia de inmediato».  1.
     Sí, como Pasternak, Liao Yiwu también tendría que soportar muchas cosas hasta que apareciera su libro: registros en su domicilio, reiterada confiscación del manuscrito, tercos comienzos desde cero, y todo bajo una continua vigilancia. Y a la integridad y a la responsabilidad moral de Liao Yiwu debemos el que no haya cedido hasta que el libro estuvo terminado.
     Pero uno se acuerda del caso Pasternak no sólo debido a la misma odisea que hubo de sufrir la gestación de su libro, sino también por el contenido. Für ein Lied und hundert Lieder nos abre los ojos. Como en su libro anterior, Fräulein Hallo und der Bauernkaiser (La señora Hola y el emperador campesino), podemos ver a través del papel transparente y reluciente de un imperio de nuevos ricos y ávido de poder. Un Estado que administra sus cárceles y campos de concentración según el modelo del gulag no es un Estado moderno, sino una reliquia maoísta bajo el disfraz de un milagro económico. El precio por ello lo paga el pueblo, con interdicción civil y la represión.
     Esos hechos son un aspecto del asunto. Pero lo otro es la gran fuerza literaria de este libro. A través del poder de su lenguaje todo se vuelve indiferente o cercano, uno se enfurece o se torna carismático. En una celda se cuentan los segundos. El sadismo y la compasión alternan de un modo imprevisible. La misma persona puede ser, en ocasiones, un monstruo, y en otras ocasiones un amasijo de miseria. Cada comportamiento es demencialmente normal, como la prisión misma. «El que mataran a alguien en la prisión preventiva era algo tan cotidiano como el arroz en cada comida», escribe Liao.
     No es que con ello le reste importancia a la brutalidad de ladrones y asesinos, sino que ésta queda «desdemonizada» gracias a las precisas descripciones. Bajo tales condiciones, esa brutalidad se vuelve inevitablemente legítima. Porque la razón para la deshumanización de los prisioneros, nos dice Liao, es el propio Estado chino, su «antiquísima tradición de gobernar los crímenes con otros crímenes». Gracias al genio literario de Liao Yiwu el sarcasmo de las frases se muestra como el reverso del dolor y la pena. Los pasajes más documentales del libro se entrecruzan con los poéticos. Y esa mezcla se nos clava, durante la lectura, no sólo en la mente, sino que nos oprime el estómago. El lenguaje de Liao Yiwu tiene un efecto físico, porque ha sido padecido físicamente, en carne propia. Ha tragado, como el propio autor, esa interdicción civil, esa tortura, golpea y susurra en un caos de confusión, y finalmente se libera.
     A sus compañeros de prisión condenados a muerte se les conoce ya, desde la celda misma, por apodos como «Chen el muerto» o «Chiqui cadáver». Este último tiene sólo diecinueve años. Su madre mantuvo relaciones sexuales con él y luego lo engañó con otro. Y él se encargó de descuartizarla literalmente con un cuchillo. Y aunque está en una celda en el corredor de la muerte, dice: «La rata cierra su nido y siente algo al hacerlo; no digamos ya el hombre». Y otro candidato a muerte dice: «Lo único que podría perder es a mí mismo». Porque las ejecuciones tienen lugar. Y Liao escribe para muchos sus solicitudes de clemencia, y luego, antes de morir, les escribe su última carta a los familiares o su testamento. Y cuando vienen a buscar a alguien a la celda para llevarlo al paredón, en el libro se dice que esa persona «ya se ha puesto en camino». Hay tal bondad en esas palabras que uno siente un escalofrío. Pero más adelante uno puede leer que al condenado a muerte, la noche antes de la ejecución, un médico de la cárcel le ha extraído la sangre. El Estado también se queda con eso.
     En la celda sólo se puede tener papel y lápiz durante una hora al mes, y en ese tiempo deben escribirse unas diez cartas. Es por tal razón que Liao no tuvo oportunidad de anotar ni una sola conversación. Por eso los diálogos son ficticios, han sido reconstruidos a partir de la memoria. No obstante, los intercambios de palabras van subiendo de temperatura, repasan todos los registros del sentir: rabia, sadismo, empatía, depresión, abandono, soledad.
     E igual de emotivas son las imágenes del paisaje: «La guadaña de la Luna había cobrado un color más rojo, y yo me tumbé en esa herida; las estrellas, como moscas de cabezas verdosas, se tragaban el infinito resplandor nocturno del fin de la tarde». O: «Las calles arrojaban una luz escasa, era como en la Luna; los edificios se iban disolviendo, uno tras otro, en el firmamento, las callejuelas eran profundas e insondables, y como proyectadas por unas lámparas de ensueño, las ideas comunes y corrientes parecían llegar a su fin».
     Sobre sí mismo, Liao escribe: «Escuchaba mi alma huir corriendo»; o: «Mi corazón era como ceniza muerta».
     El poema sobre la masacre, escrito por Liao el 4 de junio, cuatro horas antes de que ésta ocurriera, se convierte en su perdición. Esa queja de muerte, esa avalancha de imágenes:
    
     ¡Las madres devoran a sus hijos muertos!
     ¡Los hijos seducen a sus padres!
     ¡Las mujeres traicionan a sus maridos!
     ¡Los ciudadanos prenden fuego a su ciudad!

     Y los soldados: «Sacan brillo a sus botas con las faldas de niñas muertas». Y como un estribillo, escuchamos una y otra vez:
     «¡Disparadles! ¡Disparadles! ¡Saciad vuestro vicio! ¡Disparadles a la cabeza!».
     Esto, se ve tentado uno a decir, más que un escrito, es un grito, un poema fúnebre hecho con el imperativo del pánico, con las voces de mando de la impotencia. Este imperativo invertido contiene la fuerza que pretendía impedir que el ejército asesinara.
     Y tras el baño de sangre, lleno de resignación, Liao escribe: «La masacre tiene lugar en tres universos: en las alas de los pájaros, en las escamas de los peces, en el polvo más fino».
     En este libro los hechos incontables y horrendos están escritos en un torbellino verbal centelleante. Y nada se le escapa a este autor. Por otra parte, el libro es una grandiosa labor de memoria. Una memoria fenomenal de lo ocurrido, a posteriori, sólo puede concretarse a partir de la observación de lo que sucedió entonces, en el momento de la experiencia. Por los relatos de Oskar Pastior conozco algo sobre las experiencias en un campo, ese inconsciente pero —por esa misma razón— más exacto registro del «punto cero de la existencia». Es probable que a Liao le haya ocurrido lo mismo: la percepción trabaja sin pausa, a veces intencionadamente, otras veces de un modo inconsciente. En el «punto cero de
la existencia» la mente hace clic y graba los segundos. Un instinto de fotógrafo de instantáneas que funciona de forma autónoma, incluso contra uno mismo. Los nervios destrozados generan un apremio por observar. La proximidad repugnante con la que hacinan a los hombres en los campos y las prisiones se vuelve más tormentosa cuanto más obsesivamente se enfoca ésta. El apremio de observar distorsiona cada detalle y lo vuelve algo personal, devora la última fuerza que uno debería reservar para sí, porque va a necesitarla.
     Y, no obstante, esa obsesión, ese apremio por observar es un acto de clemencia, porque preserva la humanidad en la medida en que nos cuida las espaldas y, probablemente, hasta nos salve. Porque quien observa tiene una mitad fuera, aunque esté completamente dentro. Y allí donde la desolación y el estado vegetativo son una condición impuesta, la observación se vuelve la única ocupación intelectual posible. La percepción es un tormento, y el tormento de la percepción es clemencia.
     Tormento y clemencia siempre van de la mano en este libro, se conocen mutuamente. Porque el instinto de ambos es la autoobservación. El libro de Liao sobre la cárcel es una puesta en escena mental que evoca en la memoria lo vivido, como un soliloquio con todo lo que ocurrió. Y esa evocación es también una recaída, lo vivido se magnifica porque, a posteriori, sólo existe de un modo abstracto, si bien en lo profundo de la mente continúa habitando como un dolor fantasma, como un miedo latente. A esas fantasías del miedo Liao las llama las «ternezas de este mundo». Uno no podrá deshacerse de ellas mientras viva, ni en el lugar de origen ni fuera de él. Aunque jamás se van, siempre regresan.
     «Viejo amigo calvo», así llama el Premio Nobel de la Paz Liu Xiaobo a Liao Yiwu. Ambos tienen muchas cosas en común. Los dos, cada uno a su modo, nos abrieron los ojos sobre la China actual. Pero Xiaobo está en prisión por su brillante Carta 08, un inteligente catálogo con propuestas de reformas para promover una China democrática. En ello consiste su «crimen». La vanidad, así como el miedo del eternizado Partido Comunista chino a perder su poder, son ambos tan desmedidos que Liu Xiaobo ha tenido que pagar su esperanza de un cambio con once años de cárcel. El hecho de que esa ilusión de instinto de preservación del régimen no sólo constituya una pérdida absoluta de su imagen, sino también una implícita declaración de bancarrota, no les importa demasiado a los férreos camaradas. Con obstinación y ceguera siguen protegiendo su dominio absoluto. También el rumbo zigzagueante tomado por el modo en que acosan actualmente a Ai Weiwei, puede explicarse únicamente de esa manera. Falsean todo lo que pueden con tal de inventarse los «crímenes» que necesitan. Pero tales falsedades no se sostienen en absoluto —las acusaciones se contradicen—, y la arbitrariedad se va apilando. Del mismo modo que la condena a Liu Xiaobo no se legitima ni siquiera a través de las propias leyes chinas. Otra arbitrariedad.
     Me siento dichosa de que Liao Yiwu haya conseguido llegar hasta nosotros, hasta nuestro lugar extraño, en vez de haber ido a parar a la cárcel. Para nosotros es una dicha amarga, mucho mayor de la que uno puede comprender. Pero esa dicha amarga es, en sí y por sí misma, mucho más valiosa que la dicha a secas; es cierto que siempre ha costado demasiado, pero nos ha ahorrado cosas peores. La dicha amarga no nos sostiene, tenemos que llevarla a cuestas. Nos domina con todas sus «ternezas del otro mundo».
     La patria es el lugar en el que hemos nacido y en el que vivimos.
     O es el sitio donde nos hacen nacer, donde se ha vivido mucho tiempo, el sitio del que luego nos fuimos y al que siempre regresamos, para pronto volvernos a ir.
     Para los perseguidos que se han salvado, la patria es el sitio donde se nos ha hecho nacer, donde se ha vivido mucho tiempo, el sitio del que hemos huido y al que no se nos permite regresar.
     Y uno se dice: al diablo con ellos. Pero eso no funciona así. Esa patria seguirá siendo el enemigo más íntimo que tenemos. Porque uno ha dejado allí a todos los que ama. Y ellos siguen expuestos, como uno lo estuvo una vez: y si aún no están en prisión, se verán obligados a «cuidarse de los manotazos».
     En los tiempos venideros, Liao Yiwu no podrá pisar su tierra natal. Pero la dicha amarga es astuta: confunde a propósito la añoranza con la falta de ella. Y es un excelente maestro del subjuntivo. Le dice a uno bien clarito: Jamás debiste querer ser como tendrías que haber sido si hubieras querido quedarte en casa. Ese subjuntivo ya no es una forma de expresar un anhelo, sino un resumen, una conclusión. Espanta cualquier añoranza, a sabiendas de que ella, aunque jamás se ha ido, regresará. Pero también el maestro subjuntivo hará entonces su acto de presencia.
     Estamos hablando de la patria, y creo que la dicha amarga es la patria del subjuntivo. En el exilio esto se percibe y se siente cada día con la rabia de este mundo y las «ternezas del otro».
     Querido Yiwu, a la dicha amarga se le unirá la dicha a secas. En realidad, ya hoy ha estado presente aquí.
    

     Traducción de José Aníbal Campos
    
     Leído en la presentación del libro Für ein Lied und hundert Lieder, de Liao Yiwu, en Berlín, el 17 de agosto de 2011.
    

          

1.  Citada a partir del Frankfurter Allgemeine Zeitung del 21 de noviembre de 2006, p. 48.
 
 
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