(Ciudad de México, 1972). Su libro más reciente es Paraíso y otros cuentos incómodos (Casa Editorial Abismos, 2013).
Desde niño me gustaban los chocolates. Recuerdo haber comprado con mis ahorros varias cajas que almacenaba en el armario. No los compartía, sólo a mi perro. Es extraño, pero mi carácter ácido no coincidía con la dulzura que se derramaba a través de mi garganta y que caía lentamente hasta terminar en mi estómago y después en la taza del escusado. Mi cuerpo siempre me dio problemas; que si era muy flaco para ciertos deportes, que si me iban a trozar un hueso en algún partido, que si la ropa no me quedaba y mi madre tenía que coserla en la máquina para hacerla a mi medida, que si vitaminas para el niño porque está anémico, que si espinacas en todas sus variantes, que si la emulsión de Scott…
Somos reconocidos por nuestro cuerpo, de ahí las variadas clasificaciones en torno a él. Ahí tienen el cuerpo de rumbera, el de bailarina, el de nadadora, el de lazo con nudo, el de pelota, el de escoba, el de futbolista, el de garrocha, el de perro galgo parado, el de luchador. A mí, por ejemplo, me tocó tener cuerpo de poste de luz cuando era niño y adolescente.
El cuerpo es el primer detalle que sale a la luz. Cuando nacemos lo primero que se ve es si estamos flacos o gordos, morenos o güeritos, hinchados o chapeados, peludos o lampiños, con cara de alien o de ángel. Así, de estar sumidos en las aguas cálidas de las entrañas maternas, entramos al comienzo de la decadencia. A partir de ese momento el cuerpo permanece pegado a nosotros, lo cargamos día y noche, lo sentimos cuando está cansado, con energía o maltrecho, se expresa cagando, suda cuando tiene calor, habla a pedos e incluso expulsa sangre. El cuerpo es un abismo que deja rastros entre los pañales, en las almohadas, en el asiento de algún vagón del metro, en los respaldos, en los zapatos. Incluso al morir el cuerpo deja marcas que con trabajos se pueden borrar. Cuando murió mi madre dejó su silueta en la cama; mi padre no quería cambiar las sábanas porque tenía la esperanza de conservarla. Varias veces lo vi llorar sobre la almohada de mi madre y oler su ropa durante varios meses, hasta que finalmente el aroma y su silueta se borraron. Fue entonces cuando decidió que ya era tiempo de olvidar y buscarse a otra mujer.
Pero volvamos a lo mío. Mi infancia fue entre dietas de engorda, apodos y atracones de chocolates, lo único que realmente disfrutaba. Comer chocolates era para mí un ritual. A veces lo hacía frente a la ventana de mi recámara, abría el papelito plateado con el que estaba envuelto y comenzaba una seducción entre el olor del cacao, mi lengua y mi paladar. Sentía cómo se iba derritiendo. Los dientes me quedaban de color café, era cuando mi madre se daba cuenta de que me había hartado de chocolates y le contaba a mi papá. Entonces venían los sermones y los regaños, luego se les pasaba porque sabían que nunca engordaría y que mis huesos y carnes lo iban a agradecer. Pero se equivocaron: mi metabolismo cambió y de ser un muchachito enclenque me convertí en un señor pachoncito, como si a una serpiente se le hubiera quedado atorada una pelota. Mi cuerpo había adquirido otra dimensión, un lugar en el espacio en el que era visible a unos cuantos metros. Nada que ver con aquel cuerpo del pasado que me permitía esconderme tras el pupitre del salón de clases, los postes o los árboles. Éste, mi cuerpo presente, comenzó a darme cierta repulsión. Ver los botones de las camisas a punto de reventarse me irritaba y también comprobar que, cuando comía chocolates, mi estómago emitía unos ruidos que a veces despertaban a mi mujer en las madrugadas.
Un día sentí hormigueos en las manos y en la boca, intenté llamarle por teléfono a mi mujer. Caí en el pasto del garaje. Oí a lo lejos las voces de mis vecinos, tenía las palabras en la mente, quería decirles que se callaran y me dejaran en paz, pero no podía hacerlo, mi boca se resistía, la lengua estorbaba.
Evento cardiovascular, eso es lo que le ha pasado, me explicó un médico. Yo lo miré sin poder mover los labios para hablar y preguntarle cuánto tiempo me quedaba. Pasarán meses, incluso años, para que mi cuerpo se recupere o tal vez eso no suceda.
Hoy me dan de comer en la boca, no puedo hablar, soy un inútil, me dan verduras, extraño los chocolates y la coca de las cuatro de la tarde. Me estiran los pies y los brazos para intentar reanimarlos, pero no siento fuerza, sólo el peso de mi cuerpo aunque haya bajado ya diez kilos. Mi mujer contrató a una enfermera para que le ayude. Es ella quien me cepilla los dientes y me peina frente al espejo, es ahí cuando me veo. Parezco un viejo de ochenta años y tengo sesenta. Mis pómulos están salidos y la grisura de mi piel parece la de los cielos en las peores contingencias ambientales. Tengo un ojo cerrado y otro medio abierto, lo cual agradezco para no verme más detalladamente, sin embargo mi desgracia contrasta con la plenitud de Wendy, mi enfermera. Su piel me recuerda a la de los bebés, sus muslos son robustos y sanos, sus pechos extraordinariamente bien dotados, sus labios aún no están resecos como los míos y conservan esa textura de terciopelo. El cadáver y la princesa, así le pondría a nuestra imagen.
Han pasado varios meses y sólo puedo comunicarme a base de parpadeos y balbuceos, lo que en verdad me exaspera, pero sobre todo me frustra no poder mentarles madres a mi mujer, a mis nietos cuando me ven con lástima y creen que soy un idiota por no poder hablar, y a mis hijos cuando piensan en mí como un bulto. Lo más angustiante es sentir que mi cuerpo se burla de mí. Nos hemos vuelto adversarios; cuando yo quiero una cosa, él hace otra, cuando pienso, él prefiere moverse sin mi consentimiento. He visto a mis brazos balancearse cuando veo el escote de Wendy cerca de mí, he sentido cómo mi bulto se yergue cuando ella me lava y me cambia el pañal. Wendy finge no darse cuenta, pero reconozco su rostro de repulsión al sentir cómo aquel tronco marchito revive por unos cuantos minutos. Y qué decir de los ruidos del estómago. Aunque ya no como chocolate, durante las noches me despiertan mis entrañas. Oigo cuando me llaman desde lo más profundo. Las tripas se acomodan y emiten unos ruiditos que me perturban, siento cuando se contraen y cuando se estiran como si estuvieran despertando en un bostezo para después pronunciar mi nombre. Mi mujer no se ha percatado porque ahora duermo en el primer piso de la casa. Mis labios también se mueven, lo hacen con muecas y nerviosamente, mi corazón palpita sin consideración. Soy incapaz de controlarlos.
«Te noto desmejorado, Jorge. Tienes que dormir más», me dice mi mujer. Por supuesto que estoy desmejorado, estoy muerto en vida. Las noches son largas, intento dormir, pero es la hora en la que mi cuerpo cobra vida y me juega malas pasadas. Ayer las rodillas no dejaban de tronarme, el ruido era enloquecedor, los dedos de mis pies se estiraban como si intentaran ir tras una presa, mi rostro estaba incandescente, me quemaba.
En las mañanas Wendy me lee varios periódicos y revistas, a veces prende la televisión para que vea programas matutinos con mujeres tontas. Intento decirle con los ojos que no me gustan, parpadeo para que reaccione y ponga el futbol o alguna película idiota, pero Wendy me mira pensando que esas cosas me gustan. La humillación llega cuando me da de comer y comienzo a babear como perro hambriento y ella finge que todo está bien, pero no es así porque se me cae la baba por ella, por la salud de sus carnes, por su cuello sin arrugas y esas uñas rojas que adornan sus pies de Barbie.
Una noche de insomnio pasó algo espantoso. Mi labios comenzaron a moverse ansiosamente, mi lengua de izquierda a derecha, varias palabras comenzaron a formarse: me enfermo, mugre, ¿dónde están todos?, parangaricutirimícuaro, auxilio, ¿qué no se dan cuenta?, estás loco, te voy a ganar, te voy a matar, te vas a morir cuando yo quiera. Así estuve durante más de tres horas oyendo mi voz en frases y palabras inconexas. Al día siguiente pensé que se iban a dar cuenta, pero mi mujer sólo fue a despedirse porque había una comida en casa de uno de mis hijos. Así que me quedaría en compañía de «ese». Intenté dormir, pero mi cuerpo no me dejó. Las tripas comenzaron su concierto, la boca se abrió, la lengua se movía de un lado a otro y mi bulto crecía sin razón. Sentí las sábanas húmedas, la orina salía como cascada, me ardía la piel, mis dientes castañeaban, las axilas hedían.
Wendy llegó a la mañana siguiente, me cambió el pañal y quitó las sábanas. Me bañó, el miembro creció y creció y esta vez ella se asustó cuando vio mi mirada. Mis brazos se estiraron hacia ella, los dedos se movieron y junto con mis manos apretaron sus pechos mientras mis ojos, fuera de órbita, caían rebotando sobre esas delicias. Pero yo no quiero hacerte nada, chica. Sí, estás muy guapa, sí, eres lo único bello en medio de esta muerte lenta. Wendy, no te asustes, yo no soy así, es mi cuerpo, no soy yo, te lo juro, no soy yo. Mi cuerpo y yo estábamos en distintos caminos, sus movimientos no me pertenecían. Ella pudo soltarse, pero vi su rostro de terror. «Pinche momia perversa», me dijo. Yo quería llorar, pero en vez de eso mi boca sonrió. «Idiota, ¡viejo cochino!», gritó Wendy, mientras yo quedaba en la más completa desolación.
Contrataron a otra enfermera. Es vieja y tiene cuerpo de armario antiguo. He escuchado a mi hijo decir que sería más fácil si yo hubiera muerto, mi mujer lo regaña y llora, pero sé que en el fondo está de acuerdo. He intentado decirle a mi cuerpo que me mate, que un día las fosas de mi nariz se cierren, que se forme otro coágulo y me fulmine, que mi corazón renuncie y que pierda de una vez por todas la lucidez para ya no sufrir. Pero mi cuerpo no cede, ayer me dijo que no voy a tener ni un minuto de paz, que él decidirá el momento de descansar y dejarme libre.