Debemos a Michael Ende la vida de Cyril Abercomby, aristócrata británico que ignoraba lo que es haber tenido un hogar porque su infancia había transcurrido, a causa del trabajo de su padre, en hoteles de toda Europa. Cuando niño, Cyril hallaba extraña y fascinante la emotividad con que las personas se referían a su lugar de origen, por lo que, ya mayor, se dedicó a viajar por el mundo en busca de un sitio con el cual identificarse y por el cual experimentar semejantes sentimientos. Sus acuciantes pesquisas resultaron infructuosas hasta el día en que descubrió, en la bóveda de un coleccionista privado, la pintura al óleo de un palacio sobre una roca enorme en forma de seta. Y si bien en esa arquitectura ficticia reconoció por fin el espacio al que pertenecía, y cuya sola representación lo indujo al llanto, cabe preguntar si se habría esforzado tan religiosamente de haber conocido los costos de antemano: la alienación y los estigmas que implica llamar casa a ciertas coordenadas geográficas. Un gravamen que pesa aún más si, como en Contraverano, del sinaloense Mijail Lamas, se vuelve a ellas a pesar de sí mismas.
Casi franqueada la primera década de este siglo, un libro que lidia con la dicotomía del hogar y el desarraigo tiene el reto de aportar algo distinto de lo que otros autores en años recientes han escrito sobre el tema. La solución, en Contraverano, está dada por la antonimia que escinde al poeta. Ya Cyril advertía que el terruño rara vez posee características especialmente agradables para un observador imparcial, y que casi siempre sucede más bien lo contrario: de ahí que en todo ser humano esté latente el conflicto entre volver a ese sitio que nos forma o alejarse de sus aberraciones. Pero muchas veces lo que llega al papel es el resultado de dicha pugna, ya sea en forma de piedra angular para una estética, como en el caso de Gamoneda o Westphalen, o de la feroz crítica del curso tomado por las cosas, como la que realiza Fernando Vallejo. Por el contrario, en los versos de Lamas (Culiacán, 1979), la batalla se libra al momento de la lectura, se aviva entre blancos y palabras, incinera y ensombrece.
Culiacán, ciudad bajo el azote del sol y el narcotráfico, «donde el calor instaura su pesadumbre», es el destino que la voz poética intenta resistir, aunque es imposible que algo escape a estos regímenes. Uno, inalienable, extiende su imperio sobre los autos, la familia, las muchachas que van al baile. El otro, menos perceptible en los versos, no por recóndito sino porque se confunde con el calor, deja al pasar silencios y veladoras. «Recuerdo la primera casa de la infancia / y la segunda / y la tercera. / Todas son una, / incendiándose».
El poemario puede leerse —y se lee— como un testimonio, el relato de un desastre cotidiano. El poeta, fuera del epicentro, vacila en entregarse a la memoria, pero la impronta de fiebre se torna insoslayable, y no queda más remedio que aferrarse al desprendimiento, acercarse validando la distancia material. Al comienzo del libro, dividido en ocho apartados que pulsan los distintos momentos del retorno, predominan los poemas en que la voz se interpela a sí misma, como para comprobar que aún existe y no se ha fundido con el suelo. «Que el sol y su recuerdo no tuerzan tus labios. / Su amargo madurar escupe aquí». Un ágil ritmo, de fuga por momentos, muestra la ruina que las batallas pasadas —prontas a reencenderse— dejaron en la ciudad y en la conciencia. El presente es sólo el recrudecimiento del pasado:
Lo que antes fue desierto aún persiste y en unas cuantas líneas crees recuperar todo de nuevo, recuperar aquel paisaje donde el verano cumplía su destrucción inapelable. Pero hay algo diferente, las calles que recuerdas tienen zanjas más hondas […] Dejas la pluma que habías tomado para escribir eso que no alcanzas a fijar apagas en silencio las luces de la casa y el desasosiego no se extingue por completo. |
El desasosiego persiste porque la necesidad de atender las viejas escaldaduras no basta para explicar la obligación de la vuelta. Conforme los versos de Contraverano sobrellevan el peso del mediodía, se va haciendo patente la irrupción de la nostalgia, fondo de ceniza común a todos los seres humanos. Aun entre las casas y las calles de una ciudad que se gasta se crean vínculos, alianzas con aquellos que soportaron o soportan las mismas contingencias. La filiación se extiende a los objetos cercanos, por más prosaicos que sean. Para Lamas, resulta necesario nombrar también las fogatas en que el sol trataba de perpetuarse, el café con mal servicio donde se intentaron los primeros versos, los cables de teléfono sin «un solo pájaro sombrío». La urgencia de esta reconstrucción se pone de relieve mediante el uso de prosaísmos e imágenes nítidas, como tomadas de un espejo, inequívocas porque lo dramático mueve a poner los hechos en tela de juicio. «Afuera el verano dejaba correr libre su corazón de rojo carnicero / y la luz marchitaba cuerpos que antes fueron exquisitos, / que antes fueron necesarios». La memoria ha vencido: el poeta está allí, otra vez, bajo la luz sin freno, y tiene que guarecerse en la sombra para conseguir alguna tregua; incluso, aún más, él mismo debe tornarse una sombra. También en lo formal se sienten los efectos de la traslación. Surgen los alejandrinos, como para proponer un orden; poco más adelante, aparecen poemas cuyas palabras semejan rocas en el desierto de la página. El sol ha destruido hasta la sintaxis y únicamente subsisten las relaciones internas, primarias, profundas: «ruge verano / arde aliento / sudor resbala / calor revienta / fuego asesina / verano explota».
Hacia el final, quizá el único reproche que puede hacérsele al poemario es cierta distancia que impone al lector sobre todo en la primera parte —aunque esto quizá tenga más que ver con el egoísmo de quien lee—, debido a las continuas referencias al oficio literario y a la enunciación recurrente de los poemas iniciales —todo discurso tiene su dosis de artificialidad, pero el yo que se habla a través de un tú otorga un doble espacio para el desapego. En los últimos poemas, en cambio, la voz deja de mediar hacia ella misma, se expone, se desdobla, se convierte en la voz de su padre y, a veces, se difumina, y las metáforas y el ritmo cobran mayor vigor y alcance:
Que no te asuste, hijo, el infierno más de lo que te pueda asustar esta carretera que arde, este camino que incendia su horizonte, esta vegetación que nos sepulta, este sopor que nos asfixia. La mano ciega que ha errado casi todo, es la mano de dios que nos protege; la furia que me nubla el rostro, es el humo de su cigarro y toda esta sinrazón y miseria son provocadas por su aliento alcohólico. |
La tragedia se vuelve transparente y familiares las quemaduras, algo que eleva a Contraverano por encima del mero testimonio y permite adueñarse de los versos, erigirlos en salvaguardas para lidiar con nuestro propio origen y, con suerte, volver a él. El mismo Cyril hubo de sufrir bastante antes de hacerse del óleo, y mucho más con tal de que la ficción se volviera habitable. Y la ficción de nuestra casa, horrible o hermosa, puede que necesite ser revisitada si hemos de regresar algún día a morar en ella plenamente. Será algo «Como volver a la estación que nos abre un hueco en el pecho… / Como volver al sitio donde hurgamos lo que el sol nos ha robado con su fuego… / Como volver a recibir misivas de escarnio con fechas abiertas / Y ser derrotado por la indiferencia que abre fosas a nuestro paso. / Como volver aquí. / Cómo volver».
Contraverano, de Miajil Lamas.
Fondo Editorial Tierra Adentro, México, 2008.