No recuerdo cómo conocí a Daniel Sada; me veo en mi memoria conversando con él, riéndome de sus bromas, escuchando sus consejos, confesándome algunas barbaridades que le acontecieron en la vida. Recuerdo con nitidez una mañana en que sonó el teléfono de mi casa, era Daniel para contarme que estaba escribiendo poesía: «Una poesía rarísima, Silvia Eugenia, quiero que la leas y me digas tu opinión».
Así comencé mi lectura de los poemas de Daniel Sada. Acostumbrada a su prosa rítmica en octosílabos, no me sorprendió su capacidad musical para el verso. Admiré, sí, esa otra manera no de ritmar, sino de combinar acentos y sonidos, sílabas, letras, palabras, para lograr versos oscuros y bellos. Un abigarramiento que va logrando su propia dispersión y en la dispersión se redondea el bosquejo, luego el dibujo, hasta lograr el sentido del texto. En su poemario Aquí (fce, 2007) encuentro una hermosa definición de su poética: «Escritura que inventa el qué de otras raíces».
Como Guimarães Rosa, a quien Daniel consideraba un grandísimo escritor (gracias a él leí Gran Sertón), con su poesía funda otra manera de nombrar la realidad, decirla desde su origen épico-juglaresco: contar cantando lo que acontece, hechos que cobran vida gracias a la entonación de quien lo dice, con la única herramienta de la voz lingüística. Más bien es la lengua de todos los días, de la calle, la lengua hablada, la que le sirve para armar sus objetos verbales, objetos que tienen el virtuosismo de sostenerse con su exterior muy afuera, como una fachada del barroco mexicano, mezclando lo popular con lo culto, jugándose el todo en cada verso, no en una arquitectura gongorina ni quevediana (aunque Quevedo y Góngora están presentes) del malabarismo formal y metafísico, sino en una mexicanísima elaboración festiva y violenta, socarrona y costumbrista, irónica y conceptual, abigarrada y espontánea. Pone en juego inflexiones del lenguaje, expresiones dadas y clichés que, descontextualizados, le dan al poema otra manera de significar; todo esto a nivel del exterior, del curso del decir: una manera prodigiosa de tejer el lenguaje como si de una sola línea se tratara. Con una energía generada desde el adentro de las palabras, le da la posibilidad de ir mucho más allá de sus fronteras formales y —desde esa emisión material— abre sus compuertas a una interioridad que le trae raíces. Así es como aflora el alma de los versos de Sada: armonía que viene del interior del lenguaje. Un azar con trazo (otra línea, esta vez de su prosa); azar que germina, líneas que crecen desde su fachada hasta su raíz, primero juego sonoro y desde ahí el cosmos que éste encierra. Para lograr una espontaneidad casi infinita.
La poesía de Sada está anclada en este mundo, en la parte efímera, circunstancial, como pasar un fin de semana en Valle de Bravo: Allá la navegación relativamente recreativa, / con brisa tremenda sólo mojando calvicies / prematuras, si no es que gorras de beisbol / que muchos se acomodan retemal… («Otra navegación»,en Aquí, p. 43). No obstante, el centro de su poética no queda en lo anecdótico, está en el vaivén de la plenitud formal al vacío, aunque ese vacío tiene siempre un fondo de materia. Materia tras materia, forma plegada en más forma: de ahí proviene la gravedad de su poesía y la trama de sus poemas, pues con nombre (Geronimus Rorarius) o sin él esta poesía cuenta historias: Luego trajiste a cuento el tema de la salsa, la que le echaste / al taco, o más bien a los ojos: ese trío de por sí bastante tosco; / ese trío que lloró, según dijiste, a causa del picor. Recuerdo / que esa vez tú me diste un cigarro para que lo encendiera / de inmediato y yo eché humo con gracia —dime si estuvo mal—, / pero también con sorna. Después me fui… con tirria…porque / me supo horrible oír tal lance que juzgué antipoético, y ahora / que te encuentro, al cabo de treinta años, te siento arrepentida / y devastada. Ya no quieres hablar de necrofilia, pero yo te / recuerdo que ahora no me importa si fuiste antipoética / en el patio asoleado de tu casa… («Sorna y tirria», en Aquí, p. 108).