Canciones verdaderas / Antonio Deltoro

Divagando, como tantas veces en esta época dispersa, tomo Canción, de Juan Ramón Jiménez, encuadernado en amarillo, que es una parte del paisaje prehistórico de mi biblioteca: prehistórico porque el volumen era de mi padre y está editado en 1936. En la pasta hay una ramita dorada: quizás esta ramita y el título del libro me alejaron de él; ahora que, a la vejez, viruelas, estoy aproximándome poco a poco a Juan Ramón Jiménez y aficionándome a algunas canciones anónimas de los siglos xv y xvi, ambas cosas me atraen. Hasta hace poco le pedía a la poesía otras cosas: carne, libido, sentimientos fuertes, consuelos… y no la belleza lírica que estas canciones trasmiten. Apenas abro el libro y me obsesiona una:

Pena blanca

Él
Se ha quedado la Luna
(esa blanca de llanto
pensativa y solemne)
prisionera en la Tierra.
¿Para qué? ¡Quién lo sabe!
¿Para darme demencia?

¿Para qué (¿tú lo sabes?)
se ha quedado la Luna
prisionera en la Tierra?

¡Tanta flor (tanto nardo,
jazmín, lirio, azucena)
llena el valle del mundo
de blancura y de esencia!
¿Para qué? ¡Quién lo sabe!
¿Para darme demencia?

¿Para qué (¿tú lo sabes?)
tanta flor llena el mundo
de blancura y de esencia?

¿Para qué, aquella noche,
enlutada de blanco
entre risas y lágrimas
te prendiste a mi Tierra?

¿Para qué (¿tú lo sabes?)
entre risas y lágrimas
te prendiste a mi Tierra?

Ella
¡Qué sé yo! ¿Para darte demencia?

Creo que hay necesidad, en esta época tan sórdida, de verdaderas canciones. ¿Qué es una canción verdadera? Creo que una canción verdadera se define por sus efectos en quien la recibe; después uno puede ver cómo está hecha para causar la evasión de una realidad absorbente y mezquina y el encuentro de una bella y ligera, pero no vulgar o banal. Las canciones, aparentemente, son seres tan frágiles que no resisten el enfrentamiento directo con las demandas del trabajo y de la lucha por la supervivencia; sin embargo, persisten durante años en la memoria, donde desaparecen y afloran, y nos dan asilo en su belleza aérea. Por cierto, incluso los poemas antípodas de las canciones, aquéllos graves y duros, densos y plenos de realidad, para ser poemas, para emerger en la memoria, pese al paso del tiempo, tienen que tener algo de la ligereza musical de las canciones que se cuela por las rendijas, que entra por debajo de las puertas más cerradas como una fragancia o como una melodía.
     El título del poema es «Pena blanca»: ¿la Luna es una pena blanca? Esta canción toca el viejo tópico de la Luna femenina como generadora de locura con su belleza. Lo toca preguntándose una cuestión que se ha planteado desde las mitologías a las ciencias: ¿cuál es el papel de la Luna para nuestro planeta como su acompañante permanente? La contesta lírica, sentimental, antropológica e incluso astrológicamente: la Luna, prisionera de la Tierra, encadena al amante a la amada (hecha a imagen y semejanza de la Luna) y lo vuelve lunático con su locura enlutada de blanco, inestable y hecha de lágrimas y risas. ¿Por qué las flores (lirios, nardos, jazmines, azucenas) que llenan el mundo de blancura causan demencia? ¿Por ser blancos, por estar teñidos de Luna, «esa blanca de llanto»? ¿Por ser, como la amada, emisarios de la Luna en la Tierra?
      «Pena blanca» abunda en preguntas que son la trama del poema. Las preguntas poéticas no son las preguntas lógicas, ni las científicas, ni incluso las filosóficas. Las preguntas poéticas se contestan con otras preguntas que ahondan el asombro o lo diversifican: nunca nos sacan de su reino. Coherentemente con su estructura e intención, este poema termina con una pregunta, y una pregunta poética nos deja siempre abiertos.
      Quien no se haya asombrado de que la Tierra gire en compañía permanente de la Luna y quien no haya ligado esto al amor del hombre y la mujer es un inválido sentimental. ¡Qué manera de abrirnos encontró Juan Ramón Jiménez en esta canción, qué manera de despertarnos al asombro de lo que no nos causa asombro por el hábito! Leyendo esta canción se hace evidente que la poesía devuelve, heideggerianamente, el asombro del Ser al ser, el asombro olvidado de que las cosas sean, de que el hombre sea, de que exista el universo, de que haya algo en vez de nada. Creo que a este asombro, a este pasmo, responden las preguntas de este poema, porque al pasmo no se responde afirmando, sino preguntando. Si donde dice demencia leemos asombro, pasmo, entusiasmo o pasión, este poema tan musical toca la raíz de toda poesía.

 

 

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